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«La santa tocaba la vihuela» (Bruno Sáenz Andrade)

Lo hacía, cómo dudarlo, para acompañar los vuelos arrebatados de su alma. / Para alabar al niñito recostado en el pesebre, / a la Virgen que ponía las palabras y el silencio del Hijo tras de las puertas de plata del corazón...

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Lo hacía, cómo dudarlo, para acompañar los vuelos arrebatados de su alma.
Para alabar al niñito recostado en el pesebre,
a la Virgen que ponía las palabras y el silencio del Hijo tras de las puertas de plata del corazón.
No fue imagen venerada a la luz de cuatro velas, colgada a la cabecera de una cama o en el muro de una capilla de aldea:
¡Una mujer que salía recién de la adolescencia…!
El huésped y el pordiosero pudieron tocar su mano, sentirla de carne y hueso,
partir con ella la mesa, la hogaza de pan crujiente, el tazón de agua purísima, el caldo reconfortante.
Guarda en un cofre de sándalo nuevas cuerdas la vihuela.
Solo ha de abrirlo la mano de la sabia tañedora.
Al lado del canto llano, improvisa la virtuosa (lo es de los palcos del cielo y la celda de este mundo) un aire leve de baile,
un canto de amor profano herido por la añoranza de un ayer desconocido,
o una plegaria sencilla, compuesta con los vocablos familiares de los siervos, de la madre,
de la calle, de la plazuela bullente.
Han de entenderla el mortal, el ángel, el Padre eterno.

Inútil será pedir su secreto al instrumento.
(Yace el espectro sonoro bajo un altar lateral de la iglesia prodigiosa. A la mudez se confía).

Poema no publicado, cortesía del autor para nuestra web.

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