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«Defensa de las Humanidades», por don Vladimiro Rivas Iturralde

El pasado primero de diciembre, la Universidad Autónoma Metropolitana de la Ciudad de México, homenajeó a don Vladimiro Rivas por su incorporación a la corporación. Compartimos el discurso con el que el académico agradeció esta distinción.

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Foto: Eduardo Varas, para Primicias.

El pasado primero de diciembre, el Departamento de Humanidades de la Universidad Autónoma Metropolitana, unidad Azcapotzalco, de la Ciudad de México, homenajeó a don Vladimiro Rivas por su incorporación a la corporación. Compartimos el discurso con el que el académico agradeció esta distinción.

Estoy aquí gracias a la generosidad de los maestros Saúl Jerónimo y Gloria Cervantes, jefe del Departamento de Humanidades y Coordinadora del Eje de Habilidades Comunicativas respectivamente, quienes me han invitado, en este homenaje, que agradezco de corazón, a sustentar una conferencia magistral. El motivo es mi próximo ingreso como miembro correspondiente de la Academia Ecuatoriana de la Lengua. Que mi casa mexicana, el Departamento de Humanidades de la UAM Azcapotzalco, haya extendido a su propio ámbito el reconocimiento de la Academia, es algo que me llena de alegría y gratitud. Agradezco mucho a los colegas que comparten con los organizadores este homenaje, y muy especialmente a mis queridos y admirados Silvia Pappe y Leonardo Martínez Carrizales, quienes han aceptado la invitación a comentar mi discurso. En este Departamento hemos crecido juntos muchos de los aquí presentes, de modo que lo que voy a decir no será algo que se escape a su conocimiento. Sólo procuraré decir de la mejor manera posible algo que quizá todos sabemos.

Gracias al poeta Carlos Montemayor ingresé en 1974 a la UAM, que entonces constaba de tres unidades, concebidas como laboratorios del entorno: Azcapotzalco, Iztapalapa, Xochimilco. Un proyecto claramente metropolitano. Ahora son cinco. Llegar a la unidad Azcapotzalco, aun en automóvil, era entonces una excursión de tipo safari. Todo se enrarecía en el camino: la elegancia, los edificios, el asfalto, para terminar en una barriada suburbana triste, seca, polvorienta, con perros hurgando en los basurales y un penetrante olor a rastro y pan dulce en el aire. El Rastro y la Bimbo eran nuestros vecinos. La Universidad era un campo yermo en cuyo centro se levantaba un edificio rectangular inacabado con una plaza en el centro, donde crecían dos o tres árboles incipientes. Las rejas en torno le infundían al conjunto el aire carcelario de un campo de concentración. Ahora, la UAM es un jardín.

Aunque era muy joven, fui aceptado, y así como pareció fácil el ingreso, resultó difícil la permanencia. Mis esfuerzos fueron recompensados: me gané a pulso la titularidad.

La semilla del Departamento de Humanidades, como todos sabemos, fue el grupo de docentes e investigadores que impartíamos las materias de Lectura y Redacción. Gracias a los empeños de profesores como Leticia Algaba, Jorge López Medel, Joaquina Rodríguez Plaza, Antonio Marquet, Alejandra Herrera, Begoña Arteta, el Departamento fue reconocido como tal por el Consejo Académico en 1982. Desde entonces ha crecido cuantitativa y cualitativamente, hasta llegar a la riqueza y complejidad de ofertas de conocimiento que actualmente posee: cuatro áreas (Historia e Historiografía, Literatura, Literatura Comparada, Lingüística Aplicada y TIC, y el Grupo de Lingüística Aplicada).

La obra de los miembros del Departamento ha sido, desde su fundación, extraordinariamente fecunda en todos los campos: docencia, investigación, creación artística y ensayística, difusión de la cultura. La mayoría de mis colegas pertenecen al Sistema Nacional de Investigadores del Conacyt. No puedo sino declarar desde aquí mi respeto y admiración a su responsabilidad y compromiso con la Universidad, a su enorme capacidad de trabajo y creatividad. El Departamento no se ha encerrado en sus muros: la mayoría de los proyectos personales o colectivos han comprometido y comprometen de manera interdisciplinaria a otras instituciones prestigiosas del país y del extranjero.

Parecería que las Humanidades no necesitan defensa, que se defienden solas. Pero no es así. Mi discurso, a mi pesar, va a tener el tono de un alegato. Me disculpo de entrada por ello.

Las Humanidades son un conjunto de disciplinas que estudian las producciones artísticas, históricas y filosóficas del ser humano. Pero no sólo sus producciones, sino también, con mirada antropológica y autocrítica, el tipo de hombre que las ha engendrado. Estudian la cultura humana, es decir, ese conjunto de valores creados y compartidos por una comunidad, con todo el relativismo que esto supone. Se distinguen de las ciencias exactas y de la naturaleza por su carácter formativo, casi intangible, no pragmático, y por su ambición, no de plantear y llegar a verdades científicamente comprobables, sino por su carácter casi siempre hipotético y provisional. Toda disciplina humanística es, en fin de cuentas, un discurso con fines no necesariamente pragmáticos sino pedagógicos, es decir, con resultados poco tangibles, a mediano y largo plazo. Para decirlo de otro modo, las humanidades constituyen una compleja red de ejercicios para el desarrollo de la razón y la sensibilidad.  Así comenzó siendo en el Renacimiento, cuna del humanismo moderno. Pero con el tiempo, a medida que las ciencias avanzaban y se perfeccionaban, el diálogo entre las dos disciplinas, humana y científica, tuvo que hacerse más estrecho. Las humanidades se vieron obligadas a renovarse y plantearse los problemas que su contexto le provocaba. Las ciencias de la naturaleza, en su evolución, iban revelando también una imagen más dinámica del hombre. Es evidente que, desde Buffon, pasando por Cuvier, Lamarck y Darwin, la imagen orgullosamente antropocéntrica y eurocentrista del ser humano tuvo que resignarse a romper con su canónico pasado renacentista y hacerse más flexible, ir revelando cada vez más su vulnerabilidad original. El hombre ya no era ese centro inamovible del universo, sino que cada vez más dependía de dónde lo situaran la exploración de la materia, del espacio sideral y de la vida misma, los descubrimientos acerca de la evolución de las especies y las transformaciones sociales. Esa situación, está claro, no es pasiva: el ser humano se iba situando en un lugar epistemológico determinado en virtud de sus propios actos.

Dando un salto mortal hasta nuestro tiempo, la insignificancia del ser humano frente al infinito, ya presentida por seres tan disímiles y distantes entre sí como San Agustín, Pascal o Leopardi, fue cuantificada por la física moderna, la gravitatoria, la física cuántica y la teoría de la relatividad. La noción misma de ser humano ha tenido que ser revisada y redefinida.

Una de las causas de esta necesidad de renovación radica en que el humanismo antropocéntrico de raigambre europea renacentista entró en crisis hace ya tiempo. La globalización y la progresiva ampliación del concepto de hombre ha dado origen a un nuevo humanismo, que incluye a los pueblos menos desarrollados del planeta. La noción de cultura ha cambiado de manera sustancial y se ha vuelto más incluyente y problemática. Nuestro humanismo, a caballo entre el subdesarrollo y la era nuclear, digital, del internet y las redes sociales, no puede ser ya el del Renacimiento o de la Ilustración, aunque algo de ahí todavía permanezca de manera incólume, sana y necesaria. Desde mi óptica, por ejemplo, cabe la necesidad de seguir defendiendo los valores estéticos, pese a lo relativos que son.

Estas consideraciones me han llevado a plantear el problema de las transformaciones científicas y sociales preguntándome cuál ha sido el impacto del progreso tecnológico, con sus consecuencias sociales, sobre las humanidades. Una prueba de esta adaptación reside, por ejemplo, en cómo la literatura realista se convirtió en una ilustración de los métodos y propósitos del positivismo científico.

Planteo en los siguientes términos la situación de aparente desventaja epistemológica de las Humanidades: ¿qué sentido tiene, por ejemplo, en un país tomado por el narcotráfico, escribir, como lo estoy haciendo ahora, un artículo sobre César Vallejo y Tarkovski o sobre el versículo? ¿Qué sentido tiene estudiar el vestuario femenino durante el porfiriato? ¿Qué sentido tiene, en Inglaterra, en plena era nuclear y una contienda por el Brexit, escribir un estudio más sobre John Donne o Robert Herrick, poetas metafísicos? Aunque en el fondo la pregunta misma sobre estos sentidos es un falso problema, quiero decir, con estos ejemplos, que da siempre la impresión de que las humanidades entran al mercado discursivo en desventaja, con el sello del anacronismo. La literatura ha sido rebasada por los hechos, por la realidad y por quienes se han ocupado de ellos, es decir, por el periodismo y la crónica, tan cercanos a lo real. Pero la literatura, aunque perdiendo terreno como testigo del acontecer cotidiano, sigue siendo fiel a sus propios recursos de expresión, que son ante todo formales. ¿Podríamos plantearnos unas humanidades del futuro, que estudie el futuro, los futuros posibles, e incida sobre ellos?

Pero el estudio integral de una obra literaria jamás será anacrónico. En este aparente anacronismo, en esta presunta inutilidad, puede también residir su encanto, su belleza y su perdurabilidad. Porque la obra de arte es ante todo forma, una forma específica que la distingue de otras formas vicarias como el periodismo. La obra de arte y sus estudios han sobrevivido a todas las catástrofes históricas.

Sin embargo, si las humanidades no asumen una actitud de crítica beligerante, tendrán que resignarse a ser anacrónicas, es decir, inútiles. En el Renacimiento, el discurso humanista se erigió de manera beligerante contra algo, contra la tradición teocéntrica de la Edad Media. El humanismo de la Ilustración se manifestó como una crítica del Estado absolutista y del mercantilismo de los siglos XVII y XVIII; ahora, creo, nuestro humanismo tiene una tarea enorme: no de combatir al inevitable progreso científico, que puede ser su aliado en la educación de los hombres del presente y del futuro, sino de darle al progreso una fisonomía menos destructiva, de recuperar para los seres humanos la facultad y el placer de pensar en medio de la apabullante información que reciben por todas partes; de reflexionar en medio de la acción de una tecnología digital que los convierten en sus esclavos, porque si no se cumplen sus mandatos no se pueden satisfacer cabalmente las necesidades de la vida práctica, cotidiana.

La tarea medular de las humanidades en nuestro tiempo es, a nivel mundial, constituirse en crítica de una civilización que destruye progresivamente la vida de la Tierra. En este sentido, todo el mundo es susceptible de convertirse en un humanista, hasta Xi Jing Ping, quien parece haber tomado conciencia de la responsabilidad de China en el calentamiento global. La vida misma del planeta está en peligro. Las humanidades están obligadas a contribuir, en todos los términos posibles y en todos los campos, para que las vías para el desarrollo de los países y las sociedades se vuelvan sustentables.

Tarea medular de las Humanidades es volverse autocrítica y revisar el sentido de sus procedimientos, particularmente los pedagógicos. Pero ya voy a llegar allá.

El lugar del hombre en el universo ha cambiado notablemente desde el Renacimiento y, con ello, sus desafíos y sus tareas. Si el humanismo renacentista presumía de haber encontrado, en todos los órdenes del conocimiento y de la creación, el sentido de la armonía y de las proporciones, nosotros podemos diagnosticar, con pesimismo, pero con esperanza, lo contrario: su pérdida. Hemos perdido el sentido de las proporciones y quizá el sentido mismo de la vida humana. Todo parece excedernos y sobrepasarnos: el infinito mapa del universo, el avance destructor de ciertas obras del hombre (quizá Rousseau, crítico de la civilización, tenía razón cuando afirmaba que el desarrollo de las ciencias y las artes ha perjudicado el vivir y el convivir humano), la violencia dentro de las sociedades y, entre ellas, la incesante explotación, en todos los órdenes, de los ricos a los pobres, de los poderosos a los ciudadanos, a quienes han convertido en súbditos.

Tarea de las humanidades es recordar, en esta época de migraciones, que la historia humana ha sido una historia de migraciones. Recordar, por ejemplo, cómo migraron los pueblos del norte de Europa hacia el sur durante la caída del Imperio romano de Occidente, o mostrar el papel de las migraciones en la formación de la mayor potencia económica de la Tierra, Estados Unidos. Demostrar, con ejemplos históricos, que nada es para siempre, que los imperios más poderosos han sucumbido y que todos tienen el tiempo contado.

El papel de las humanidades equivale al de la alfabetización. Me parece su tarea capital. Tienen (tenemos) que partir del supuesto de que las colectividades de Occidente, como ilustra Bradbury en Fahrenheit 451, han sido víctimas de un proceso de analfabetización, provocado por la aceleración vertiginosa del ritmo de la vida cotidiana; por un erróneo desarrollo del concepto de democracia, que destruye la individualidad y la convierte en masa; por la invasión avasalladora de los medios de información sobre los hombres, que han creado una nueva imagen y un nuevo concepto de hombre, convirtiéndolo en homo videns; por un consecuente desprestigio cuantitativo y cualitativo de la lectura, a tal punto que si se le pregunta a un alumno qué hizo en sus vacaciones, responderá, aburrido, si bien le va: “nada, leer”. Nada=leer. Hay, pues, que empezar de cero. Alfabetizar a los analfabetos funcionales. Pienso en los alumnos de reciente ingreso a las licenciaturas. Hay que enseñarles a leer, conducirlos, a partir de allí, a la literatura, a la historia, a la geografía, a la filosofía, de las cuales tienen una idea muy limitada. Crear con ellos una verdadera comunidad epistemológica. Y como el lenguaje y el pensamiento van irreductiblemente unidos, la consecuencia es que enseñar a leer y escribir es enseñar a pensar, enseñar que todo texto esconde un sinnúmero de preguntas y que el arte de preguntar es el mejor camino al conocimiento. Cuando este proceso es exitoso, acabamos aprendiendo de nuestros alumnos, que es una de las metas de la enseñanza.

Sería una actitud triunfalista y limitada de nuestra parte —los aspirantes a humanistas o humanistas en ejercicio—, quedarnos en la alfabetización, que es el nivel más elemental, aunque más necesario, de la tarea educativa. De la reflexión profunda sobre el nuevo contexto social, deben derivarse las nuevas miradas a nuestra situación (en el sentido sartreano del término), con la convicción, como los hombres-libros de Fahrenheit 451, de que, aunque estamos en desventaja numérica, tenemos causas poderosas que defender y enriquecer. Lo que quiero decir es que debemos concebir la alfabetización como una actividad educativa incesante, permanente, con alcances a niveles superiores. He leído con interés y gratitud el muy crítico artículo de Fernando Martínez “Educación y violencia simbólica”, publicado en el No. 58 de Tema y variaciones de literatura, el cual nos recuerda que el trabajo pedagógico ejerce una violencia simbólica sobre el alumno, porque en realidad el del educador y el del educando es el encuentro de al menos dos universos simbólicos que colisionan para superponerse el primero sobre el segundo. Quizá no esté de acuerdo en todos sus postulados, pero es un texto que, como otros publicados en nuestro Departamento, ha puesto en crisis mi propio quehacer o, al menos, me ha hecho preguntarme si voy por el camino correcto.

Esta avalancha de compromisos no debe jamás borrar la idea de que algunos de los libros que leemos con nuestros alumnos (pienso en la Especialización y la Maestría en Literatura Mexicana Contemporáneas) son obras de arte y que como tales deben ser vistas y examinadas. Cierto, la obra literaria es un testimonio indirecto de la vida social, pero no puede ser confundida con el periodismo, con la mera crónica de los hechos. La poesía, sobre todo, posee una irreemplazable especificidad literaria, porque allí late el espíritu mismo de la lengua. Reclamo, desde aquí, pese a todas las urgencias sociales, una visión más literaria de la literatura.

Frente a nosotros, detrás de nosotros, adentro de nosotros, se yergue el fantasma de la violencia, que infortunadamente se ha convertido en un espectro cotidiano, vivo, actuante, aceptado, banal, en el sentido que daba Hannah Arendt a esta expresión: la banalidad del mal. El perro de Zacatecas, con la cabeza humana entre sus fauces, se ha convertido en un símbolo de la degradación absoluta. No hay literatura que lo resista. Me pregunto si una insistente experiencia discursiva podrá curarnos de una enfermedad que al parecer ya es crónica, que ya forma parte de nuestras vidas. Curarnos es demasiado pedir. Pero diagnosticar, ejerciendo la crítica de la violencia como lo hicieron ejemplarmente Walter Benjamin o Hannah Arendt, en sus respectivas circunstancias, puede ayudar a distanciarnos de ella y analizarla y comprenderla, no para aceptarla, sino para conocer su funcionamiento y desmontarla. No podemos ignorarla ni negarnos a verla. Veo en su estudio una tarea indispensable de las humanidades.

Como el perro de Zacatecas, ha perdurado en mi mente la imagen inolvidable de la chica de Monterrey abandonada en medio de la noche en una carretera, la carretera de la muerte. Es el símbolo del desamparo de la gran mayoría de las mujeres en este país. Aunque pienso, como otros, que las únicas revoluciones exitosas de la historia moderna han sido la de las mujeres y la de los homosexuales, los principios teóricos y las legislaciones ganados en esta lucha de género, no acaba de encarnarse o incidir profundamente en la sociedad machista en que vivimos. Cuántas mujeres y homosexuales habrán todavía de pagar tributo a una legislación y unos principios que, como ya lo afirmó Amado Nervo en su momento, para referirse al régimen republicano liberal y laico, son obra de una minoría, no del pueblo. Tenemos que reconocer que en México los avances morales y de legislación los sigue haciendo una minoría ilustrada, a contrapelo de la voluntad popular. Si el pueblo hubiera tenido que decidir por votación la despenalización del aborto, por ejemplo, nunca habríamos ganado. Así se hicieron las leyes de Reforma, por ejemplo, o la Constitución de 1917.

La conquista progresiva de los derechos y deberes de la mujer, la obtención del cuarto propio que Virginia Woolf reclamaba para ella, más allá de la cocina, la sala y el cuarto de los niños, para pensar y escribir, ha sido dolorosa y ha costado miles de víctimas. Y ellas siguen pagando tributo, igual que los homosexuales, a una causa que es justa pero que ya dura demasiado en ser aceptada, porque el misógino y el homofóbico están en la casa, en el barrio, en la escuela, ahí al lado, todavía. Dentro de esta guerra justa se ha colado, sin embargo, una serie de deformaciones del lenguaje que me parece inaceptable: el mal llamado lenguaje incluyente. El uso de la X, del signo de la @ o la e, para designar la diversidad sexual o la indeterminación, me parece ridículo. El género sexual es una cosa y el gramatical otro muy distinto.

He resumido cuáles son nuestras tareas. He advertido que el diagnóstico de Bradbury, como el de George Orwell (con su idea del espionaje global confirmada por la experiencia), han sido correctos, y sus temibles predicciones se han vuelto inevitables. Sin embargo, las dificultades para cumplir nuestras tareas críticas parecen superar a nuestras voluntades y nuestras fuerzas. A ningún académico consciente se le escapa el hecho de que existe un embate mundial contra las Humanidades, que incluye, desde luego, a nuestro país y a nuestras instituciones de enseñanza superior.

La productividad es el signo de los tiempos. La obtención, con la mayor velocidad posible, de frutos palpables de la actividad económica, esto es, de bienes de producción y de consumo, es la meta de la actividad humana, sea en Estados Unidos, China, Brasil o México. Y este programa ha invadido de manera indiscriminada los centros de educación superior. Ha descendido en México de manera draconiana el presupuesto para investigación, programas y becas educativas en los centros de educación superior.

El poder capitalista (actualmente todos lo son o pretenden serlo porque todos aspiran a la ganancia, al óptimo rendimiento) pretende convertir a las universidades en sucursales de sus secretarías de economía, sujetas a evaluaciones periódicas con criterios puramente económicos.

A nuestro sector de la universidad, el Departamento de Humanidades, que es un elemento cualitativo, pretenden medirlo, evaluarlo, en términos cuantitativos, como si fuésemos una fábrica de ladrillos. Y nuestras jefaturas y coordinaciones se han convertido en rehenes de tan incomprensiva, errónea, política.

Los incoherentes formatos de evaluación que recibimos a fines de octubre de la Secretaría de Hacienda revelan las intenciones del poder: someter a las Humanidades, hacerlas rendir cuentas con criterios inadecuados. Quién lo diría: el enemigo de las Humanidades no es externo: está también en nuestro país, el de Alfonso Reyes, de Octavio Paz. A quién se le ocurre enviar un formato donde no se pide cuentas de las publicaciones, sino de las conferencias y programas de radio y del número de personas que asistieron a esas conferencias o escucharon esos programas. Pronto inventarán métodos de medición del número de lectores para justificar o no la existencia de las publicaciones universitarias. Ya se han preguntado el para qué de la filosofía y la poesía y han cerrado escuelas. Esta es la visible insensatez que debemos combatir con todas nuestras fuerzas. No debemos olvidar tampoco que hace pocos años hubo en nuestra propia casa una puesta en cuestión de la existencia misma de las materias de Lectura y Escritura, materias no informativas sino formativas, si las hay. Quién lo diría: el enemigo de las Humanidades estuvo en casa. Parece que a las autoridades de entonces se les olvidó —o nunca lo supieron— que en estas materias trabajamos con el lenguaje, con las palabras, y que el ser humano piensa con palabras.

El poder busca resultados materiales, mensurables. Me pregunto cómo va a medir la obra de un filósofo, de un poeta, de un narrador, de un investigador de la cultura. Cómo va a medir la acción invisible y maravillosa de la literatura y de la filosofía, que trabajan por dentro de los individuos y los transforman, les hacen mejores personas, más humanas, más empáticas, más comprensivas de todo lo humano, de todo cuanto existe. ¿Con qué regla, con qué balanza, va a medir esto el poder?

(México, octubre-noviembre de 2022).

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