Discurso de bienvenida a don Felipe Aguilar Aguilar, por don Juan Valdano

Discurso de bienvenida a don Felipe Aguilar Aguilar, pronunciado por don Juan Valdano en la sesión solemne de la Academia Ecuatoriana de la Lengua en el aula magna de la Universidad de Cuenca, el 5 de diciembre de 2019.

Discurso de bienvenida a don Felipe Aguilar Aguilar, pronunciado por don Juan Valdano en la sesión solemne de la Academia Ecuatoriana de la Lengua, acto que tuvo lugar en el aula magna de la Universidad de Cuenca, el 5 de diciembre de 2019.

Foto cortesía de la Universidad de Cuenca

Señores:

La Academia Ecuatoriana de la Lengua reunida hoy en sesión solemne en este evocador recinto del Aula magna de la Universidad de Cuenca, se complace de recibir a don Felipe Aguilar Aguilar como Miembro Correspondiente de la institución. La Junta General de nuestra Academia, por decisión unánime, me confirió el honor de dar la bienvenida a mi apreciado y caro amigo Felipe con quien me atan lazos de mutua consideración y aprecio que datan de muchos años atrás. Sean pues mis palabras lo suficientemente expresivas para manifestar, a nombre de mis colegas, nuestra congratulación al amigo que llega, el pláceme al académico que, de hoy en adelante, compartirá labores y responsabilidades inherentes a su condición.

Nuestro nuevo académico nació en Cuenca en 1946; es un educador de acendrada vocación, maestro con amplia experiencia en el magisterio y, además, un escritor de reconocida solvencia, un cultor de las letras, en especial del ensayo literario.

Maestro con clara disposición de servicio a la niñez y juventud de Cuenca y su provincia, su trayectoria en el magisterio se inició a los 19 años cumplidos, cuando, a poco de ser bachiller fue nombrado profesor de una escuelita rural, la escuela Hipólito Mora de Checa, sita a pocos kilómetros de la ciudad. Desde entonces, su carrera magisterial fue un continuo ascenso, lo que le llevó a recorrer todos los niveles del magisterio. De la escuelita de niños pasó a ser profesor de secundaria; a su cargo estuvieron las materias de lengua y literatura en el Colegio Herlinda Toral; poco después ascendió a la cátedra universitaria cuando fue nombrado profesor en la Facultad de Filosofía, Letras y Ciencias de la Educación de la Universidad de Cuenca y, luego, en la Universidad del Azuay.

Felipe Aguilar no solo es un maestro de juventudes y como tal, un sembrador de conocimientos e inquietudes intelectuales en el ánimo de sus alumnos, es también un escritor formado, un ensayista, autor de amena prosa matizada de humor y suave ironía. Como lo anota Víctor G. Aguilar quien lo conoce muy de cerca, Felipe siempre “quiso hacer escritura desde el humor y en algunos otros casos desde la nostalgia del deporte favorito. Lector empedernido, su distracción más grande es sumergirse en las librerías e invertir en variadas lecturas que indudablemente le hacen feliz”. Su libro Humor: transgresión y crítica, editado por la Universidad de Cuenca en 2008, es un verdadero tratado de carácter filosófico y literario acerca del humor, un libro que, confieso, lo he disfrutado grandemente ya que su lectura a la vez que ilustra, divierte.

Al inicio de su libro Felipe Aguilar hace un somero retrato de sí mismo y se confiesa como un cuencano que, en la década de los años 60 del pasado siglo, participó, como tantos otros, de los sueños y desencantos de su generación. Oigámosle:

Para aclarar, aunque no sea de buen gusto, debo adoptar un tono confesional y hacer referencias personales, pues son las circunstancias individuales las que marcan mi cosmovisión. Mi manera de ver el mundo e interpretar la existencia está determinada por factores como los siguientes: 1. Soy un ecuatoriano mestizo habitante de la presunta tercera ciudad del país. 2. Pertenezco a una generación lacerada por episodios en los que entraron en crisis radical el internacionalismo, la solución pacífica de las controversias, el patriotismo. 3. Recibí una educación patriotera, marcada por los chauvinismos, los estereotipos, los falsos actos heroicos: tenemos un héroe niño que murió gloriosamente en Pichincha para darnos la libertad, tenemos un Himno Nacional que es el bicampeón musical del mundo (nunca pude averiguar en donde se había realizado el concurso), la catedral de Cuenca no tiene rival en Latinoamérica, Perú es el Caín de América, los poetas cuencanos son los más excelsos y nuestra ciudad es la Atenas del Ecuador, etc. 4. Pese a que asistí a escuelas y colegios laicos tuve una educación esencialmente católica. A veces rumbeaba por el lado del agnosticismo, pero siempre respetaba —y aún lo hago— y admiraba a los que tiene fe. Es más, me satisface profundamente que mis hijos sean católicos, pero no renuncien a su derecho a ejercer la crítica a las actitudes ultra conservadoras de la Iglesia. 5. Viví en plena juventud los fabulosos y delirantes años sesentas. Estuve marcado por las revoluciones: la cultural en la lejana China, la de los barbudos cubanos, la revolución pelilarga y alucinada y su doctrina de paz y amor de los hipies, la musical de los Beatles, hasta culminar con la de las flores, en mayo del 68, cuando los jóvenes franceses proclaman la necesidad del ascenso de la juventud al poder y su realismo que quería lo imposible.

Líneas abajo continúa:

La universidad significó la revisión de todos mis preconceptos, vale decir, prejuicios, vale decir, cosmovisión. Libros, autores, charlas, héroes de muy diversa procedencia modifican en forma radical mi manera de ver el mundo y la vida: Dostoievski, Camus, César Vallejo, Marx, Kafka, César Dávila, el mito del Che Guevara, Bob Dylan, Jeames Dean, en fin. Y sin embargo, no se podía decir que tenía un pensamiento organizado y sistemático ni tampoco una visión clara de la existencia. Lo que sí era seguro es que no temía al Dios todopoderoso, vengativo y castigador de mi infancia, ya no aceptaba que el orden era justo y coherente, ya no concebía a la paz como silencio sepulcral, genuflexión y renuncia a los derechos, ya no creía que la pobreza era atávica.

Y luego añade:

¿Por qué hago esta serie de consideraciones personales? ¿Por qué esta falta de humildad científica? (…) Porque si bien en la declaración de los derechos humanos no consta el humor como un derecho explícito, anhelar la alegría y buscar la felicidad son, para mí, esencias de la condición humana, aunque, claro, en el caso nuestro, podríamos pensar, como ya lo sostenía Joaquín Gallegos Lara, que quien se atreve a ser feliz en el Ecuador —con tanto fango, injusticia y podredumbre— es un canalla. Aunque, evidentemente, el humor no es felicidad a un nivel de sinonimia absoluta; es más bien, con la lectura o la música, una forma, muy loable y elevada, de la alegría.


(Aguilar, 2008 p. 13 al 15)

Durante la primera mitad del siglo XX la vida social, cultural y política de Cuenca se había sustentado en el culto de ciertos valores tradicionales propios de una sociedad provinciana, patriarcal y conservadora, una ciudad ensimismada en sus logros intelectuales y espirituales, logros que, para su propio orgullo, la convirtieron en una ciudad culta por excelencia, la patria de los poetas, la bucólica tierra de las églogas tristes, la ciudad que coronaba a sus bardos con el oro del triunfo y el laurel de la gloria y a la que, propios y extraños, la aclamaron como la Atenas ecuatoriana. En el espacio sideral morlaco brillaban, por entonces, y con luz propia, la tríada de los grandes soles de la cultura comarcana: Luis Cordero, el viejo, Remigio Crespo Toral y Honorato Vázquez todos ellos patriarcas venerables, católicos acendrados, miembros prominentes del partido conservador, hombres de leyes y muchos libros, poetas marianos y prósperos hacendados, todos ellos rectores magníficos de esta Universidad de Cuenca y quienes ahora mismo, nos miran desde los retratos que cuelgan en las paredes de este augusto recinto. A su alrededor giraban pequeñas estrellas, planetas pálidos que conformaban una abigarrada nube de poetas menores, versificadores que hacían la corte a los soles prominentes de esta galaxia.

Sin embargo, esta “Cuenca ilustre de galas vestida, lujo y honra del noble Ecuador”, tal como reza la letra del himno de la ciudad, (versos escritos por Luis Cordero a inicios del siglo XX), empezó a ser vista y juzgada con otros ojos, con un espíritu renovador y crítico frente al pasado por las generaciones cuencanas que irrumpieron, como un torbellino de aire fresco, allá, a mediados del siglo y sobre todo en la década de los sesenta.

La generación de los sesenta heredó de sus mayores esta tradición que glorificaba a Cuenca como ciudad letrada en un momento crucial para la región azuaya, cuando la pobreza y el desempleo crónicos empujaban a muchas familias a emigrar a Norteamérica en busca de trabajo; cuando el intelectual letrado, ese pequeño burgués había perdido prestancia social, pues los nuevos tiempos ya no eran promisorios para el diletantismo, el aplauso y la fiesta poética; cuando el joven escritor se convirtió en anodino burócrata del aparato estatal, allí donde sus sueños habían sido hipotecados y su tiempo y su talento debía emplearlos en triviales empresas; cuando el mundo había empezado a ser explicado de otra manera; cuando comenzaba a surgir una civilización global e interconectada; cuando las glorias del pasado con sus mitos y sus héroes se hundían en el descrédito y cuando los últimos rezagos del colonialismo se derrumbaban ante el despertar de los pueblos del Tercer Mundo. Y mientras la revolución de las masas —de la cual habló José Ortega y Gasset por los años 30— cundía en la vieja Europa destrozada por las guerras y sumida en una filosofía del desencanto, el absurdo y la angustia, acá, en América Latina se blandía la bandera roja de la revolución, las calles se manchaban con la sangre de los rebeldes con causa y se confabulaba en la oscuridad de los cuarteles, allí donde emergían las dictaduras de los sables, la sinrazón del poder omnímodo que así pretendía acallar la razón de los pueblos que, sedientos de justicia social, pedían cambios en las estructuras del poder.

¿Qué le quedaba entonces a nuestra generación del 60, sino estar atenta al llamado de la hora, ser irreverente frente a una tradición que había encumbrado la mediocridad, condenar una historia de fracasos y mentiras, soñar en la utopía igualitaria, ser rebelde, desafiar la moral burguesa y escandalizar a los conformistas, saludar el presente y celebrarlo a plenitud, corear el grito jipi, tan de moda en esos días, de make love, not war.

A los jóvenes de entonces, aquellos que habíamos nacido en la rumoreante campiña azuaya, no nos quedaba sino dos opciones: ser incendiarios o ser bomberos, ser rebeldes o ser conformistas, ser de izquierdas o ser curuchupas. Los que estudiaban en el Colegio Benigno Malo eran de izquierda o debían serlo; en cambio, los que estudiaban en el Colegio Borja de los padres jesuitas se suponía que debieran ser de derecha. Yo estudié en el Borja y el estigma de derechoso me ha perseguido siempre. La lucha política no solo ardía en las calles, la discordia ideológica estaba sembrada también en el seno de las familias. Nadie podía ser indiferente ante la idea del cambio que en ese momento necesitaba la sociedad, ni la propia Iglesia se excluyó de ella, en su seno se fraguó la llamada Teología de la Liberación, lo que causó gran escándalo en los círculos más recalcitrantes del clero y del partido conservador.

El humor, el escepticismo no exento de irreverencia, el sarcasmo que desacraliza lo intocable de la tradición de una ciudad celosa de sus ídolos y sus mitos fue una de las respuestas que la joven generación adoptó frente al legado de sus mayores; una actitud que ya se había manifestado en la década de los cincuenta, cuando un grupo de intelectuales cuencanos se congregaron alrededor de La Escoba, periódico que exhibió un ingenio fresco y descomedido con el cual descobijó las intimidades de una ciudad menguada y mojigata.

El libro Humor; transgresión y crítica de Felipe Aguilar es una reflexión que nace de esta experiencia generacional; algo que no se ha dicho y creo que es fundamental para entenderlo en su verdadero significado. Además, creo no estar equivocado si afirmo que en el universo bibliográfico nacional, este libro de Felipe Aguilar es uno de los poquísimos, si no el único, que trata de manera amplia y metódica un tema tan complejo como es el humor.


Frente a las adversidades que diariamente nos dispensa la vida, ¿qué cabe? ¿Ser fatalista, hundirse en la melancolía o, por el contrario, sobrepasar esos oscuros oleajes con un espíritu sereno y liviano, y por qué no, con ánimo festivo? Ante la disyuntiva de ser o no ser que nos plantea la existencia y ante los infortunios que surgen en el camino, ¿qué actitud adoptar? Felipe Aguilar nos da una pista en ese magnífico libro suyo titulado Humor: transgresión y crítica. Dice:

Se responde con fatalismo o se dan respuestas positivas y optimistas. Mirada grave y solemne que indaga y profundiza, u observación irónica que, sin ser superficial, se proyecta desde nuevas perspectivas. Ética y Filosofía es la primera respuesta, humor simple y redondo —que es ético y puede ser filosófico— en la segunda.


(Aguilar: 2008, 9)

¡Qué duda cabe! El humor es una forma elegante de sobrepasar la desesperanza. Y al decir esto, acuden a mi memoria aquellas sarcásticas letrillas, hoy casi olvidadas, que escribieron los jesuitas quiteños desterrados de por vida a Italia por orden de Carlos III. No toda manifestación humorística es necesariamente alegre y luminosa, hay expresiones tristes del humor como la que protagonizó Charlotte, el célebre personaje que encarnó Chales Chaplin y hay otras francamente amargas y negras como las que practicaron nuestros jesuitas quiteños quienes debieron sufrir penalidades sin cuento en sus largos años de destierro en Italia. Las irónicas burlas que jocosamente intercambiaron entre ellos a través de bien rimadas octavillas no fueron otra cosa que un desfogue a su nostalgia, una manera de alivianar el peso de las desdichas compartidas. El humor no suprime los infortunios del ser humano, pero al menos, los hace llevaderos, mantiene sana la mente y, a pesar de todo, positivo el ánimo.

Al inicio de su libro Felipe Aguilar declara cuál va a ser la materia que se apresta a tratar en él. Advierte, y con razón, que el tema del humor es un asunto apenas atendido por pensadores y filósofos; sabe que se dispone a entrar en terreno movedizo, un paraje sin mapas ni señales por lo que todo lo que diga acerca del humor lo hará arrostrando peligros y aventuras, correrá el albur de lo temerario. Y así lo expresa:

Este ha sido el problema que afrontamos: el humor no ha sido conceptuado como un arte ni se han analizado sus funciones a los textos y a los autores de humor se les suele ignorar o se les concede un muy fugaz interés y, por consiguiente, no merecen la atención de los críticos especializados. Nosotros, sin fungir de tales, abordaremos el tema en tres niveles: el humor en la cotidianidad; el humor como cultura de masas, y el humor como manifestación artística en un espacio restringido, la ciudad de Cuenca.


(Aguilar: 2008: 11)

A diferencia de innumerables tratados que versan sobre el dolor, la tristeza y la tragedia, los libros sobre el humor, la risa y la comedia son, más bien, escasos y más excepcionales son los ensayos filosóficos que abordan este tema. No olvidemos que en Occidente la filosofía comienza con Tales de Mileto, filósofo con fama de despistado y quien, a causa de tanto mirar al cielo en busca de certezas sobre el mundo, cayó en un pozo lo que provocó las carcajadas de su esclava. Y fue Platón en el Teeteto quien narró la curiosa anécdota. En La República, este mismo filósofo condenó la carcajada, esta liberadora expresión del ser humano que el filósofo, en un exceso de seriedad, la consideró como algo perturbador, obsceno y violento. Aristóteles hizo otro tanto con la risa; según él, la risa es una mueca de fealdad que deforma el rostro.

Los bufones fueron personajes imprescindibles en las cortes de los reyes y tiranos. En la estrafalaria corte de Felipe IV deambulaban más de quince bufones y bufonas, enanos algunos de ellos y otros francamente mentecatos. Formaban parte de una numerosa servidumbre palaciega que en los registros administrativos constaban con el calificativo de hombres de placer. Su función era divertir y hacer reír a los poderosos, arrancar una sonrisa a un aburrido monarca, o a sus adulones y comparsas. De lo que yo sepa ninguno de ellos escribió una autobiografía aunque, con frecuencia, su estrafalaria figura se paseó con papel propio en la gran escena de la comedia española del Siglo de Oro. Diego de Velázquez, “aposentador de palacio” y pintor oficial de la corte de Felipe IV, los retrató obedeciendo a ese barroco afán de búsqueda de las oposiciones, pues junto a lo bello Velázquez ponía lo feo y lo contrecho. Este juego obedecía a una estética de los contrastes cuyo fin no era otro que hacer más evidente la excelencia de lo bello. Tal el caso del célebre cuadro de Las meninas. Y pintar lo tullido y extravagante que, a veces, genera la naturaleza humana le llevó a retratar al bufón Sebastián de Morra cuyo retrato cuelga hoy de una de las paredes del Museo del Prado en Madrid.

En uno de mis cuentos, el titulado La gran farsa del mundo, imaginé la zarandeada vida de Sebastián de Morra y de cómo llegó a formar parte de los “hombres de placer” en la corte de Felipe IV. En este cuento yo invento la posible vida de este funambulesco personaje quien se prodiga en filosóficas reflexiones acerca de lo que significa ser un enano y ser un bufón en la corte de un rey en la decadente España del siglo XVII. “Esto de ser un payaso no es tarea fácil, nunca lo fue —confiesa el imaginario Sebastián de Morra— hay que derrochar mucho ingenio; en otras palabras, estar siempre alerta y acertar con el tono. Al contrario y con frecuencia, resulta ser un oficio peligroso. No pocos chistosos acabaron guindados en un cadalso. La risa, cuando es oportuna, puede cambiar el destino de un ser humano. Hay quienes no tienen estómago para digerir una broma. Las ocurrencias ofensivas, aquellas que no causan risa, salen de la boca de un melancólico o un resentido; pero el verdadero bufón es mejor que el médico para las tristezas. Mis burlas rozan lo compasivo y, a veces, lo desesperado. Lo primero porque ante la incongruencia de los impostores es mejor reír que rabiar; y lo segundo, porque desde temprano comprendí que para reírse de los otros hay que burlarse primero de la desgracia propia. Esto me ha permitido salir a flote, me ha abierto caminos. Por ello estoy aquí representando lo mejor que sé mi papel de “hombre de placer” de Su Majestad católica, don Felipe IV”. (Tomado de El tigre y otros relatos. 2018, Madrid, Ed. Verbum p. 122)

A lo largo de la Edad Media se mantuvo siempre la condena a la risa. Hubo un tiempo en el que el cristianismo consideró la risa como algo pernicioso. Un buen cristiano —se decía— no debe olvidar la advertencia de San Lucas quien afirma que aquellos que hoy ríen, llorarán mañana. Frecuentar los patios de comediantes y bufones les estaba expresamente prohibido a los clérigos. Recordemos una de las célebres páginas escritas por fray Gaspar de Villarroel, obispo quiteño del siglo XVII, y en la que narra aquella aventura de novicio cuando, escapando del convento, asistió “de hurtadillas” a la comedia.

Un recorrido a través de la Historia de la Filosofía revela que la risa, esta genuina expresión propia del ser humano, no mereció otra cosa que indiferencia y desprecio de parte de los más ilustres pensadores. María Zambrano (1904-1991), esa gran filósofa española, denunciaba que muchos temas fundamentales para la vida habían sido proscriptos por la filosofía por considerarlos poco dignos, por lo que migraron al ensayo literario, a la novela, al teatro y a la poesía. Este es justamente el caso del humor y de la risa, asunto que solo a inicios del siglo XX fue ampliamente abordado por dos filósofos: Freud y Bergson.

Desde Platón hasta Baruj Spinoza los filósofos concluían, casi unánimemente, que la risa es un comportamiento vicioso en el que el alma pierde el control sobre el cuerpo. Spinoza fue el primer filósofo en destacar los elementos positivos y curativos de la risa. Según él, hay dos afectos fundamentales del alma humana: la alegría o laetitia como la denomina y la tristeza. Spinoza concluye que todo sentimiento derivado de la alegría es positivo, mientras que ninguno de los derivados de la tristeza conduce a la perfección y al bien.

En la célebre novela El nombre de la rosa Umberto Eco nos transporta a un momento de la Edad Media, al siglo XIII. La novela teje una trama policial en la que misteriosos y trágicos acontecimientos ocurren al interior de un frío monasterio del Norte de Italia. Uno de los personajes más siniestros es un monje viejo y ciego llamado Jorge de Burgos; es el guardián de la gran biblioteca del monasterio cuyos códices recogen el saber de la antigüedad clásica. Jorge oculta celosamente un tratado de Aristóteles, el capítulo de La Poética que versa sobre la comedia, algo peligroso y corruptor según él, por lo que nadie deberá leerlo. Los monjes no deben contaminarse con la lectura del libro maldito. Jorge es enemigo de la alegría y está convencido que el humor y la risa son cosas del diablo.

La novela de Eco recrea el espíritu represivo de la Edad Media, el ánimo compungido y la devoción lloriqueante, el arrepentimiento y la mortificación del cuerpo, la idea de que la vida del hombre es un valle de lágrimas y que el jolgorio y la alegría llevan a la antesala del infierno, de ese infierno que El Bosco, con fantasía medieval, plasmó en sus célebres pinturas. Recordemos que en ese mismo siglo XIII no faltaron escolásticos que disputaron bizantinamente acerca de si Jesucristo rió o no alguna vez en su vida; como no hay indicio de que tal cosa haya ocurrido, pues los Evangelios nada dicen al respecto, concluyeron que la risa ni es buena ni santa, por lo que debía ser extirparla de la vida, y con ella, la alegría del mundo. “Pero, el diablo no es solo el príncipe de la materia, el diablo es la arrogancia en un espíritu, una fe sin sonrisa y la verdad jamás tocada por una duda», comenta Eco.

El nombre de la rosa bien podría verse como una meditación sobre el miedo en todas sus formas: el miedo que se convierte en el “temor y temblor” del que habla San Pablo en varias de sus epístolas, el miedo a la razón, el miedo a la duda y a la herejía, el miedo a los placeres del mundo, del temor ante la revelación de los alquímicos secretos de la materia que Mefistófeles, el gran tentador, está siempre dispuesto a revelarlos, en fin, el miedo al poder liberador de la risa y el humor. Este miedo, este tremor y ese temblor son los mismos que, siglos más tarde, atormentarán el alma acongojada de Lutero; los mismos que a Blas Pascal le hicieron vacilar ante ese incomprensible Dios de Abraham que demandaba el sacrificio de Isaac, su hijo, el temor que despierta aquel Deus absconditus del que habla Jeremías, ese dios ausente para el corazón humano; ese mismo temor y temblor que angustió el alma luterana de Kierkegaard.


Dejemos la amarga filosofía y regresemos nuevamente al amenísimo libro de Felipe Aguilar. Me detengo ahora en aquellos párrafos en los que él reflexiona sobre las propiedades del humor. De entre las peculiaridades del humor, Felipe hace hincapié en dos de ellas. En la primera se hace eco de aquella conocida fórmula que pretende definir al ser humano a partir del humor y que reza: “el hombre es el único animal que ríe”. En la segunda, menciona los efectos y consecuencias que el humor provoca en la sociedad, pues dice: “el humor rompe moldes, fractura esquemas, minimiza lo excelso, magnifica lo enano, organiza el caos, descodifica el orden…” (Aguilar: 2008, 9)

Vayamos a lo primero. La afirmación de que “el hombre es el único animal que ríe” ratifica aquella definición del ser humano como homo ridens. Y, al parecer, la risa es privativa del homo sapiens. ¿Los chimpancés ríen acaso? Si así fuera, los chimpancés tendrían el sentido de lo ridículo, y eso, aparentemente no ocurre. Según los etólogos los animales no ríen, y no lo hacen porque la risa y el humor suponen procesos mentales complejos que son característicos del hombre.

Imaginemos a los primeros homínidos prehistóricos de hace millones de años caminando bajo el sol en la gran sabana africana. Imaginemos un luminoso día en el que unos cuántos de ellos rieron por primera vez a batiente carcajada por algo inesperado y nada doloroso que les ocurrió. En ese instante, pienso yo, se encendió en sus toscos cerebros la primera chispa de humanidad, algo que en ellos había estado genéticamente dormido. Antes que hablar de homo ridens considero más adecuado afirmar, junto con Charles Darwin, que continuamos siendo, nos guste o no, simia ridens, simios que ríen. En los albores de la hominización un grupo de primates homínidos empezaron a diferenciarse de otro grupo de primates por el simple hecho de que los primeros reían y los otros nunca lo hacían. Cuando estos dos grupos con inconfundible aspecto simiesco se encontraban por casualidad a la entrada de una caverna y ninguno de ellos sabía con quiénes habían topado, me imagino que aplicaban una regla que era infalible y que jamás fallaba: simio que reía era un simio más listo e industrioso, en él la humanidad avanzaba; simio que no reía era, en cambio, un mono común, el simio aturdido y aburrido de siempre, el primate sin cola se había estancado en él.

En cuanto a lo segundo, la afirmación de Felipe en el sentido de que el humor tiende a la irreverencia, al irrespeto de la norma, abre la puerta a la libertad, a la transgresión, a la crítica de lo establecido es una ratificación de que el poder y el humor nunca han congeniado. El poder busca rodearse de grandiosidad y ceremonia, teatralidad y grandilocuencia, trompetas y alfombras rojas. El humorista mira ese espectáculo no desde la platea, no desde la poltrona de los aplaudidores sino tras las bambalinas y a hurtadillas, allí donde la tramoya fabrica ilusiones de gloria, allí donde se cuelgan las máscaras. Y cuando la farsa palabrera concluye, el humorista, entre irónico y regocijado, da su versión de aquello que se supone es serio, desvela el lado ridículo que a veces segrega la vida. La clave del humor es esa: caricaturizar, exagerar, mas no mentir, presentar el lado incongruente de la realidad.

Pero ¿qué entendemos por humor?, ¿en qué consiste aquello que llamamos “sentido del humor”? Felipe Aguilar dice al respecto:

El humor es una categoría ética y tiene una estética definida. El humor, como hecho cotidiano, es una forma grata de pasar las horas de la existencia, pero supone una ruptura con lo convencional. En lo mediático es carcajada y solaz, pero también un enfrentamiento crítico con la realidad.


(p. 9)

Ética y estética, realidad y apariencia, razón e incongruencia, esparcimiento y desahogo, mas también quiebra con lo establecido, todo esto confluye en el hecho humorístico. El mejor y más claro ejemplo de lo que representa el humor puede apreciarse en El Quijote cuyo efecto hilarante estaba previsto en la mente de su creador cuando, en el prólogo de la novela así aconsejaba a sus lectores: “Procurad también que, leyendo vuestra historia, el melancólico se mueva a risa, el risueño la acreciente…”

Desde la antigüedad (Aristóteles, Hipócrates, Galeno) se ha entendido que esto del humor es cuestión del temperamento de las personas. Al buen humor se le ha visto como algo fisiológico que está relacionado con ciertos fluidos (“humores”) corporales, algo con lo que se nace, que brota de adentro y se vierte por los poros, algo que simplemente se tiene y que nos permite descubrir ese rostro festivo o ridículo que con tanta frecuencia ofrece el mundo. Esa innata capacidad del ser humano para percibir algo cómico o chistoso constituye el sentido del humor. La risa brota como abierta reacción ante el descubrimiento de lo cómico. Y lo cómico surge en ese momento en que la realidad se muestra desde un ángulo ridículo e incongruente, situación pasajera que en nosotros despierta un espontáneo festejo. Para Kant y Hegel, la risa se origina ante la percepción de algo absurdo. La incongruencia, la discrepancia y la contradicción están al origen de lo cómico y también de lo trágico. La incongruencia que nace de una situación absurda que ni ofende ni daña se resuelve en algo cómico que nos hace reír; en cambio, la incongruencia que surge de una contradicción que nos ofende y provoca sufrimiento se presenta como un hecho trágico. Fue Kierkegaard quien afirmó que tanto lo cómico como lo trágico emergen de la misma fuente.

Y así como la contemplación de una obra de arte nos transporta a un modo diferente de ver la realidad, de igual forma, la risa es un escape de la mirada cotidiana a partir de la cual habitualmente entendemos el mundo. Antes de reinos de algo o de alguien que se nos presenta como gracioso, aflora en nuestra psique un conjunto de emociones, tales como la compasión, la reverencia, el amor, el respeto o la mesura, sentimientos que, así como reprimen la risa, también le dan rienda suelta. Solo así la conciencia ética, siempre vigilante, evitará que la incongruencia detectada, a la postre, no vaya a resultarnos contraproducente.

Concluyo con estas palabras de Felipe Aguilar tomadas de su libro sobre el humor, palabras que sintetizan su pensamiento, su pasión y su actitud frente a la vida:

El humor —dice— es el gran eje transversal de mi cosmovisión. Es más, he vivido inmerso en la cultura del humor. La he palpado. La he festejado. La he sufrido. Para mí el amor, la poesía y el humor son los elementos esenciales de la existencia; en definitiva, son sus sustancias constitutivas, pues aunque la comparación sea obvia, son como el fuego, el agua y el aire. Purifican, nutren y oxigenan.


(Aguilar: 2008, 17)

Quizás la clave del buen vivir no sea otra cosa que el saber ejercitar el sentido del humor. Es una forma de ver la vida desde un lado positivo y hace más ligera la pesada carga de la existencia. El buen humor ayuda al equilibrio emocional, mantiene el ánimo optimista y conserva saludable el corazón. Y al decir esto vienen a mi memoria aquellas palabras del viejo Zaratustra nietzscheano que aconsejaba: «Yo he santificado el reír; vosotros, hombres superiores, aprended de mí, ¡a reír

Bienvenido Felipe a la Academia Ecuatoriana de la Lengua.

Tumbaco, septiembre 2019

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