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Discurso de bienvenida pronunciado por don Hernán Rodríguez Castelo en la incorporación, en calidad de miembro de número, de don Marco Antonio Rodríguez

Compartimos, desde nuestro archivo, el discurso con el que don Hernán Rodríguez Castelo recibió a don Marco Antonio Rodríguez durante incorporación en calidad de miembro de número de la Academia.

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Compartimos, desde nuestro archivo, el discurso con el que don Hernán Rodríguez Castelo recibió a don Marco Antonio Rodríguez durante incorporación en calidad de miembro de número de la Academia. La ceremonia se llevó a cabo el 18 de julio de 2012 en la Casa de la Cultura Ecuatoriana.

Una palabra, señoras y señores, sobre esta noble Casa que nos acoge en esta solemne ocasión, mientras la Academia Ecuatoriana de la Lengua acaba las laboriosas y demasiado demoradas tareas de la restauración de su histórica y bella mansión a la vera de la plazoleta de la Merced.

Quienes hemos vivido inmersos en el torrente cultural patrio del último medio siglo hemos estado, por ello mismo, o en la Casa de la Cultura Ecuatoriana o vigilantes muy cerca de ella.

Hemos vivido horas decisivas y dramáticas de su existencia. La hora sombría en que la Casa en la administración presidida por Oswaldo Guayasamín consideraba su primera y más urgente tarea atacar al fundador y denigrar su noble figura, llegando al gesto infame de fundir las galeras de plomo de sus obras completas listas para su impresión. Esto, señores, por tremendo que parezca, es historia. Historia documentada.

Y vivimos la hora vibrante de la llamada “Revolución Cultural”, cuando escritores y artistas nos tomamos la Casa de la Cultura para liberarla de la intervención de un poder dictatorial y devolverle su autonomía, esa autonomía que ella necesita como la planta el aire y la luz solar.

Presidentes de la Casa y académicos de la Academia Ecuatoriana de la Lengua han sido Benjamín Carrión y Galo René Pérez, pero esta es la primera vez en la historia de la Academia que la centenaria corporación abre sus puertas a un Presidente de la Casa de la Cultura en funciones para entregarle uno de los contados sillones de Miembro de Número.

Marco Antonio Rodríguez está abandonando el timón de la institución, cumplido el tramo de su travesía en que lo empuñó con visión clara y mano firme, inquebrantable en la defensa de su libertad y autonomía, y evitando los escollos de sectarismo y miopía ideológica en que la ilustre nave encalló en horas obscuras como aquella que he recordado. Hago votos por que la elección de un nuevo timonel no trunque este espíritu de dignidad ante el poder y de apertura a todas las maneras de vivir y realizar la cultura, que es lo mejor de la herencia dejada a la Casa por su fundador.

Esto sobre el escenario.

No hay lugar en esta ceremonia para el recuento de méritos del candidato. Eso ha sido ya exhibido en el acto de su incorporación como Miembro Correspondiente, que comienza siempre por la presentación del nuevo académico. Aquí estamos ya ante alguien cuyos merecimientos, como gramático o lexicógrafo, o como escritor que ha ensanchado los horizontes de la lengua, han sido austeramente valorados. Pero, aun cuando ello sea innecesario, se impone decir algo sobre el caballero que esta noche ha terminado la vela de sus armas y acaba de rendir la última prueba de su valer, y solo espera la investidura para ocupar su lugar en esta Mesa Redonda de vigilantes y defensores de la lengua, en cumplimiento de la centenaria divisa que reza “limpia, fija y da esplendor”.

Algo sobre el narrador. Cuando Miguel Donoso Pareja escogió doce textos como fundamentales para la colección “Novelas breves del Ecuador”, entre las tres de la cuarta parte, titulada “De la ruptura a la modernidad”, puso “Historia de un intruso” de Marco Antonio Rodríguez. Abrió el comentario con estas palabras: “Respecto a Historia de un intruso, de Marco Antonio Rodríguez, hay el criterio más o menos unánime de que es, en nuestras letras, un punto de renovación”, y lo cerró con un texto mío que caracteriza así esa historia:

es una desolada, a menudo, amarga búsqueda del tiempo perdido. Desde la infancia. De una fiesta, sin nada que se parezca a los morosos engranajes y razonamientos proustianos —tan desconcertantemente geniales—, se salta a la infancia. Y se acierta con el tono y el clima mágico de las más agudas recuperaciones literarias de la infancia, a lo Le Grand Meaulnes, salvadas las distancias. Alain Fournier retorna a unas tierras altas transidas de emoción nostálgica. Acá no: todo es amargo, ruin y sórdido (de repugnantes materiales habla, por ahí, nuestro autor). Y aquí estriba, precisamente, la fuerza, la garra de Historia de un intruso; esta carga negativa, este poder de crueldad, que preside tantas reflexiones dolorosas, viscerales, inmisericordes sobre la condición humana vista, en una primera parte, a la luz de la infancia, y en otra con el cansancio gris de una adultez, vacía y grotesca.

Fue un comentario de periódico, publicado en Expreso de Guayaquil, a poco de aparecida la pequeña novela, en ese temprano año 1976. Se trató, pues, de un primer anuncio de la irrupción en nuestra narrativa de un poderoso escritor y la primera llamada de atención hacia una pieza fundamental de esa narrativa.

Han pasado más de tres décadas y vuelvo a escribir sobre el autor. Ha dado un paso largo desde la narrativa hacia el ensayo sobre artistas. Y presento yo su libro Palabra de pintores. Artistas de América. Lo hago, a tono con la obra, con un ensayo, que anuncio como “Del ensayo y la crítica”. Lo comencé con esta reflexión sobre el ensayo, que me parecía clave para valorar la obra de Rodríguez:

El ensayo es la glorificación de la palabra. Sin los apoyos rítmicos y sonoros del verso ni los espacios abiertos a la tarea literaria en prosa por la ficción narrativa o la tensión dramática. La palabra, sin más. Pero, por supuesto, con la idea que entraña la palabra. En el ensayo, la palabra grávida de idea. Esta gravidez de idea es lo que traza fronteras entre el ensayo y otras maneras de prosa artística.
Seguramente por este esplendor que el ensayo confiere a la palabra-idea, toda gran literatura ostenta grandes ensayistas, y a la que no los tiene como que le falta algo. A la nuestra le faltaba algo hasta que llegó Montalvo.
Esta primera reflexión porque Marco Antonio Rodríguez es un brillante ensayista, y los textos de este libro son magníficos ensayos.

Cuenta, pues, desde esta noche nuestra Academia con un miembro que llega para mantener viva y rica esa tradición de ensayistas a la que en su día dieron lustre esos grandes de nuestra prosa que fueron Gonzalo Zaldumbide y Augusto Arias. Y ese admirable orador que confería, hasta a discursos de ocasión, dichos ante muy sencillos auditorios, el empaque, la hondura y la brillantez de estupendos ensayos: José María Velasco Ibarra.

Por esas altas calidades de su prosa inquieta de ideas, y no por consideración otra cualquiera, se le abrieron las puertas de la Academia a Velasco Ibarra. Pronunció su discurso de posesión de su silla de Miembro de Número —ceremonia como la que esta noche nos congrega—, el 30 de diciembre de 1930, en el salón máximo de la Universidad Central, en solemnísimo acto que presidían Manuel María Sánchez, ministro de Educación; el arzobispo Manuel María Pólit Laso, Director de la Academia; Aurelio Mosquera Narváez, Rector de la Universidad; Gonzalo Zaldumbide, ministro de Relaciones Exteriores, y miembros de la Academia tan ilustres como Remigio Crespo Toral, José Rafael Bustamante, Julio Tobar Donoso y Celiano Monje. Al iniciar su discurso de incorporación —que tuvo por asunto “Rodó y el deber del escritor”— el flamante académico dijo algo que querría trasmitir, de modo especialísimo, a nuestro nuevo Miembro de Número. Dijo:

Vuestra bondad, señores Académicos, sólo es comparable con el acierto de vuestras previsiones. Cuando tuvisteis la dignación de nombrarme para que ocupara un asiento junto a vosotros en esta Academia, consagrada a procurar que la vida del lenguaje corresponda a sus leyes propias, entendí perfectamente vuestra intención. No me llamabais a la Academia de la Lengua por mis méritos como escritor. Queríais sí estimularme para que estudiara el idioma, queríais alentarme; os propusisteis, en un instante de simpatía humana, extenderme mano generosa. Como escritor, no tengo mérito alguno. Obedezco a esa necesidad de confesión inherente al hombre y estampo en hojas destinadas a revolotear en el aire, antes de desaparecer en el olvido, las inquietudes, los temores de mi alma. El público es indulgente conmigo, porque ve en mi labor el efecto de inofensivos anhelos. Vuestro deseo fue impelerme al verdadero estudio de la lengua, metodizar mi vida intelectual. Y no os habéis engañado, Señores. Aquí me tenéis, resuelto a estudiar el idioma de Cervantes y Montalvo; decidido a merecer vuestra designación, por el fervor en el trabajo, la atención a vuestras enseñanzas, el cumplimiento de las normas de la Academia. Me siento animado, vigorizado por vuestro estímulo. Habéis acertado plenamente. Por esto os dije que vuestra bondad es sólo comparable con el acierto de vuestras previsiones.

Hemos dicho que el ensayista es el habitante de una lengua que confiere a la palabra su esplendor. ¡Qué justo, entonces, que a la palabra haya dedicado Marco Antonio Rodríguez su discurso de incorporación a esta Academia de la lengua española, lo cual es decir de la palabra en esta lengua enriquecida lúcida y encaprichadamente por siglos, desde su primer balbuceo hace más de mil años!

Arranca este fascinante recorrido desde el mundo obscuro en que el humano llegó a la palabra por entre las más sombrías amenazas existenciales.

Luego fue la palabra en que fraguan mitos; la palabra del existente incapaz de explicar los fenómenos naturales.

Para dar, así como quien ve un oasis a la vuelta de interminables dunas, con el amor. Sigue el amor en rastreos por regiones divinizadas hasta dar con Freud.

Todo es sincopado, de brevedad que busca refugio en la esencia. Por ello no nos podemos detener en Freud y su revolución copernicana de las órbitas de amor y sexo.

Y para la totalidad de “significado y trascendencia”, el ensayista pide posada al poeta. A ese enorme poeta del mundo que es nuestro Jorge Carrera Andrade: “El pez habla a su dios en la burbuja / que es un trino en el agua, / grito de ángel caído, privado de sus plumas. / El hombre solo tiene la palabra para buscar la luz / o viajar al país sin ecos de la nada”.

Y tan alta, tan noble travesía por las cartas de ruta de la palabra de poetas —Gonzalo Escudero, Paz, Carrera Andrade, sobre todo—, la palabra se enloda en sucios pantanos de “atropellos, veleidades y hasta dispuestas falacias”. La palabra del mentir y fingir. Verbos conjugados por políticos y por pueblos por ellos obnubilados. “Liderzuelos que sufren incontinencia verbal pero que entretienen”, en palabras de nuestro académico.

Y vueltas las espaldas a esas sociedades en que la palabra está esclavizada por la dictadura de la mercadotecnia —del marketing quedice, seguramente por burla, Marco Antonio—y las taras de nuestras democracias caudillistas, otra vez se rinde a la fascinación de la palabra, y vuelve a bucear en poetas para dar con la palabra que se ha instalado en el corazón obscuro de la existencia. Eso que Marco Antonio amasa en hermosa formulación como “glorificación de los dominios de esa atroz hermosura que nombramos vida”. Esa palabra que Granizo ha definido como “acecho y caza del imposible amor. Gozo, agonía y crucifixión”.

Pero siempre de esos vuelos, acaso quemadas las alas como Ícaro, caemos en lo trivial y sórdido. “Desde los dioses de las religiones, pasamos al dios del marxismo, luego al dios del mercado, ahora vivimos asidos al dios de la tecnología”.

Y no pierde de vista nuestra realidad: “¿No se han reducido hasta la insignificancia los libros universales, hispanoamericanos y ecuatorianos en las recientes reformas educativas; no se han excluido de las mallas curriculares filosofía, ética y moral de un solo tajo, no se pretende disminuir la historia a episodios patrioteros, todo en función del culto al autócrata de turno?”

Resumiendo, porque no podemos ir al paso del ensayista en su apasionado y casi febril denunciar las que llama “las amenazas más ominosas y generales que enfrenta la especie humana”, amenazas contra esa palabra que siente “a punto de sucumbir”, desbroza campos que quedan abiertos a decisivas tareas con las que el nuevo académico podría arremeter. “Internet, Google, You Tube, My Space, Facebook, Twitter…”. Hace bien Marco Antonio en aclarar que no está en contra de tan útiles herramientas; pero se opone a ellas cuando, en lugar de servir, esclavizan. Y creo que le faltó incursionar en cómo esos medios de transmisión están influyendo en la palabra. He aquí otra tarea como para quien esta noche asume un compromiso especial con la lengua y la Academia.

Y da también con la palabra como insulto. ¡Cómo no, si, como lo recuerda el académico, Unamuno llamó a un ecuatoriano —Montalvo, por supuesto— “el gran insultador de América”! Pero Marco Antonio advierte: “para ser insultador hay que tener talento en abundancia”.

Este discurso casi programático va dejando abiertas a su paso bocaminas de riquísimo mineral. El insulto. Que yo sepa, no tenemos en español algo como el Dictionaire des injures de la langue française (Diccionario de injurias de la lengua francesa), que se anuncia como “les 9300 gros mots” (Las 9300 malas palabras), obra voluminosa de apretado y riguroso trabajo lingüístico de Robert Edouard (Edit. Tchou, 1979). Y hace poco recibí desde una universidad norteamericana el serísimo Dictionary of Latin American Racial and Ethnic Terminology, que no es propiamente de insultos, pero entre los usos de cada voz inscribe los que se suelen usar como ofensivos.

Y entonces, sin perder de vista la palabra, esta meditación se extiende a la vastedad de la postmodernidad. Desde ese que llama “cambio civilizatorio” que marcó la caída del Muro de Berlín, que dio paso al derrumbe del marxismo, que arrastró en su caída a otros sistemas. Yo soy más radical: sin que en ello tenga parte alguna el marxismo, pienso que han caído como castillos de naipes a los que les quitaron su sustento, lo mismo el Tomismo que las fantasiosas construcciones de Hegel. Nos quedan los pensadores que cuestionan, dudan y critican. Marco Antonio menciona por ahí, como “filósofos de cepa”, que dice, a Kant, Spinoza, Heidegger, Pascal, Nietzche, Sartre (hay que notar que constan en una lista de esos libros “que preguntan y confunden, libros que desazonan y alientan, pero, sobre todo inducen a pensar y ampliar nuestros conocimientos”, y llegan tras Joyce, Miller, Genet, Céline, Coetze, Perec, Pynchon, Auster, Blake, Celan, Carrera Andrade, Granizo Ribadeneira). Entre los filósofos, a mí me hace falta Descartes, que a mis quince años me enseñó a dudar. Y pienso que nadie ha cuestionado como Nietzche. Por eso es el pensador de la postmodernidad.

Sin que nuestro ensayista muestre preferencia por pensamiento alguno constructor, lo que hace es, en palabras de él mismo, la “lectura de un tiempo en el cual el vacío va constituyéndose en el eje de la historia”.

Y, buscador de la palabra, una y otra vez hace pie en la palabra poética. Por la poesía llega a la libertad. Según eso de MacLeish que cita: “Los seres humanos siempre necesitamos de un poco de poesía y de un poco de libertad para poder vivir”.

En medio de este gran vacío de la postmodernidad da con el alto acantilado de Dios. Ese Dios que han negado las ciencias. Del que cita inquietante pregunta que alguien se hiciera alguna vez: “¿Por qué la mayoría de los filósofos posmodernos que empezaron a reflexionar sobre Dios: Althuser, Primo Levy, Deleuze, Wieninger, Mailander, Roland Barthes o André Gorz… se suicidaron? (Hay que sacar de la lista a Barthes: a él lo atropelló un vehículo en una calle céntrica de París. Pero en su lugar se pueden poner otros nombres). Y otra vez, obscuramente convencido, sin duda, de la inutilidad de los caminos llamados filosóficos, todos tan fracasados como las famosas cinco vías de la Escolástica, busca alguna luz en un poema —es decir en la palabra en su más intensa realización—. Esta vez de Unamuno. Dice su poema en los versos finales: “¡Qué grande eres, mi Dios! Eres tan grande / que no eres sino Idea; es muy angosta la realidad por mucho que se expande / para abarcarte. Sufro yo a tu costa, / Dios no existente, pues si Tú existieras / existiría yo también de veras”. Nuestro académico concluye: “Quizás este poema de Unamuno nos ilumine sobre un asunto enraizado en los meandros más ocultos de nuestro ser. Búsqueda, laberinto y clausura”.

Y en una reflexión sobre la palabra no podía faltar el libro. Tras vertiginosa síntesis de la historia del libro, que, según Mircea Eliade, a quien Marco Antonio cita, no tiene par, se pregunta: “¿Después de los libros electrónicos qué vendrá?” y responde: “No interesa, los libros se extinguirán cuando se extinga el último hombre, que es decir, el último libro”.

Tras enumerar los que llama “algunos ejes de la postmodernidad” —la computación y la cibernética, el pensamiento cuántico y las prótasis, los cracs bursátiles y el cibersexo, el realismo virtual, la robótica y la clonación, el neolenguaje—, Marco Antonio Rodríguez, hombre de izquierda desde sus años mozos, da en esta vasta y ambiciosa reflexión sobre la palabra y el mundo, tensa, en los momentos más intensos, entre cosmos y caos, con la cuestión social. “Desvanecido el socialismo en los países que supusieron practicarlo, la aldea global enarbolaba las fórmulas del nuevo liberalismo”. Por estar en territorios de economía, ¿no sería mejor, me pregunto, hablar del “neocapitalismo”? Menciona el Socialismo del siglo XXI de Dietrich Stefan, y se pregunta: “¿Será esta fórmula ideológico-política la que redima a la humanidad?”. La mera pregunta asusta a quienes en vano hemos buscado que alguien diga qué mismo es eso. Su teórico ha convocado en Quito para explicarlo a periodistas y representantes de agencias internacionales de prensa. Al final, el jefe de EFE, periodista de enorme experiencia, gran conocedor de la problemática mundial, sobre todo en Medio Oriente, le pregunta: “Pero, al fin, qué es el socialismo del siglo XXI”. “¿Ud. no me ha entendido?” —le dice Dietrich, y el periodista, tan franco y directo como buen español, le ha respondido: “No”.

Marco Antonio Rodríguez parece saber qué es eso del Socialismo del Siglo XXI. Cuando nos lo diga, bien podríamos ponerlo como una acepción más en la palabra “socialismo” del Diccionario de la Real Academia.

Y en cuanto a la palabra y la política, el discurso ha rehuido tocar el nervio mismo de esa relación. ¿Acaso por lo que cita de Baudrillard de que “vivimos la era de la transpolitización, grado cero de lo que fue la política”? Nuestro académico resume, amargo: “Los métodos han cambiado por el auge de las tecnologías, pero los fines son los mismos: supresión de las libertades, aberrante culto al poderoso, guerra de eslóganes, distorsión de la historia, inoculación del miedo para amedrentar a los pueblos, exclusión de las minorías (las naciones indígenas, como siempre), dogmatismo, pensamiento único, corrupción, impunidad”.

Sí, todo ello lo vivimos. Y por eso todo ello plantea al lingüista, al semiólogo, al hermeneuta la fascinante cuestión de cómo se ha llegado a esto por la palabra. Jean-Pierre Faye lo mostró para el nazismo en las casi mil páginas de Théorie du récit, introduction aux langages totalitaires (París, 1972) (en español Los lenguajes totalitarios, Taurus, 1974).

Terminemos: nuestros tiempos posmodernos no están para sesiones como la de incorporación a la Academia del Hermano Miguel que duró más de cinco horas… Da pena no seguir este inquieto y brillante discurrir por lo que resta: el amor y el arte. ¡Cuánto hallazgo en esas páginas en las que se va cobrando sabidurías lo mismo de viejos maestros que de los pensadores más influyentes del presente: de Spinoza y Agustín de Hipona a Bataille, de Tomás de Aquino a Ortega y Cioran! Y los poetas. Siempre los poetas. Porque, como lo dice el académico con justeza, “en la poesía el sentido está imbricado a la palabra, es por sobre todo: Palabra. En el discurso religioso, científico, filosófico, político… el sentido está más allá del lenguaje”. Al decirlo, expresó la esencia de la palabra poética. Que no es solo la de poemas: ensayos como el que hemos escuchado son también palabra poética. Porque es la palabra a la que Marco Antonio Rodríguez consagra como “violación del tiempo”, y es la palabra de que se lamenta: “es perturbador que la palabra se haya desvanecido en el mundo hueco de lo light“.

A las huestes que combaten para devolver a la palabra su grandeza, siempre antigua y siempre nueva, se une esta noche nuestro nuevo académico. ¡Adelante!

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