Desde nuestros archivos compartimos con ustedes el discurso titulado «Yo, escritor, me confieso», con el que don Jorge Dávila Vázquez se incorporó en calidad de miembro correspondiente el 21 de noviembre de 2012.
Yo, escritor, me confieso…
Dedicado a Eulalia, mi esposa, a mis hijos y nietos.
A todos aquellos que son cercanos a mi corazón y a mi sangre.
A mis amigos.
A mis lectores.
Parafraseo el Confiteor, porque creo que, llegado a esta edad, es bueno hacer un examen de conciencia de lo que he vivido en el mundo de la palabra; quizás disculparme por los errores cometidos y buscar la intercesión de todos ustedes, que han tenido la paciencia de leerme, para alcanzar, finalmente, una suerte de armonía creativa, que me permita seguir en la labor emprendida hace tantos años; algo semejante a una paz conmigo mismo y con las múltiples criaturas que han brotado de mi imaginación y de mis manos, cuyos dedos están largamente pegados a las teclas de un ordenador, como lo estuvieron antes a las de diversas máquinas de escribir, y —con lápices y bolígrafos— a cuadernos, cartillas, hojas sueltas, servilletas y cuanto pedazo de papel ofreciera un espacio para garrapatear unos manuscritos difícilmente traducibles, muchos de los cuales tuvieron mal fin, ciertamente.
Creo que ese examen de conciencia del que acabo de hablar, y que ya lo he intentado en otras ocasiones, más o menos recientes, ha de empezar por varias preguntas como ¿Por qué escribo? ¿Desde cuándo? ¿Para qué? ¿Para quién o para quienes?, pero, partiendo de una reflexión sobre la escritura en sí misma:
Escribir, para algunos, es fruto de una iluminación; para otros, simplemente, una tarea, un trabajo más, que elimina con un materialismo ingenuo, el concepto de creación, que subsistía desde los lejanos tiempos del romanticismo, en que el escritor era visto como un ser privilegiado, semejante a Dios, capaz de generar unos universos —cercanos a la realidad entorno del poeta o lejanos de ella, perdidos en lo que Allardyce Nicoll llamó “el reino de la imaginación”; pero, de todos modos, mundos autónomos, con su valor intrínseco, sus leyes y sus principios, su realidad representada o ficticia—; y esa generación de la obra, supuestamente, emergía desde la nada.
Creo que lo ideal sería buscar un punto intermedio, ni la revelación ni la pura artesanía del verbo.
Sabemos que siempre hay un punto de partida, afincado en la realidad real (definición vargaslloseana), y que un autor puede construir la realidad otra de la obra, reflejándola, deformándola, soñándola e incluso negando la realidad empírica y tangible, como decía Adolfo Sánchez Vázquez, en su magnífica definición de arte.
¿Cómo ha sido mi escritura en este contexto? He hablado en varias ocasiones de que mi generación —a la que algunos empiezan a llamar del 70, por la década de emergencia de la mayoría de autores—, es hija del realismo.
Todos nosotros hemos empezado pagando una deuda con la realidad inmediata y sus problemas. Creo que ninguno se quedó en esa esfera realista, un tanto cándida, ligada a lo social, anacrónica a estas alturas de la historia y del desarrollo histórico de la literaria. Hemos ido más allá, hacia lo que podríamos denominar un realismo poético, psicológico, mágico, maravilloso o fantástico. Pero nuestra relación con las generaciones anteriores, un poco menos con la del treinta y un poco más con la de la transición, es evidente.
Lo que sí, todos nosotros —talvez de manera más aguzada que en grupos y generaciones anteriores— hemos tenido una conciencia clara de que nuestra producción era algo fundamentalmente artístico, que aunque tuviera unas proyecciones ideológicas o estéticas bien definidas, su cimiento esencial residía en la palabra que, en la literatura, es el solo instrumento con el que se puede generar un mundo autónomo.
Y cada autor construyó esos orbes específicos a su modo y con sus propias características, que, a veces, por el hecho de compartir unas circunstancias socio-históricas, una problemática, unos anhelos de cambio, una conciencia de las necesidades del tiempo real, sus carencias y sus logros, eran mundos que guardaban y guardan ciertas afinidades.
En esta época tan mecanizada y tecnológica, el concepto mismo de creación sufre una tremenda crisis, más todavía cuando hay quienes lo único que saben hacer es jugar en el ordenador y producir unos textos que son casi tan insignificantes como los que lograría un chimpancé entrenado para teclear palabras. Es, cada vez más, el reino del sinsentido, la gloria del computador, la ausencia de imaginación y de talento, so pretexto de una posmodernidad, que pudo ser muchas cosas, pero no precisamente anulación de la inteligencia. Se habla de búsquedas, mas no son tales, si no apenas demostraciones de impotencia; de absoluto desconocimiento del arte de generar algunas imprescindibles antinomias sobre las que se asienta la obra literaria, como inquietud-calma, belleza-fealdad, armonía-caos, deslumbramiento-tiniebla, ordinariez-milagro, mediante los humildes y esclavos, pero también esquivos y rebeldes vocablos.
Contra esos excesos, tomados como la neo escritura automática y el súmmum del experimentalismo, deben reaccionar los escritores de verdad, aquellos que nacieron con una sensibilidad particular y que se fueron haciendo a lo largo del camino, luego de una lucha sin cuartel con el ángel del verbo. Creo que no hay una imagen más a propósito de este enfrentamiento, que la del combate singular entre Jacob y el Ángel, que retomó Claudel en su “Zapato de raso”, y de la que bien podemos apropiarnos nosotros, porque verdad es que en tal enfrentamiento con la expresión, el autor pone su vida en la apuesta. Y solo en ese reto suprahumano, en ese incesante batallar con el espíritu de las palabras y sus sentidos, entendemos el porqué de la escritura, que tantas veces es recibida con un irremediable mohín de desprecio, por quienes rodean al escritor, que, finalmente, no entienden su consagración a una tarea que no “rinde ganancia”, ni recibe, en la mayoría de los casos, ningún apoyo, y que en el colmo de los pesares podría conducir a quien la realiza al ostracismo de la vida, como ocurrió con el brillante John Kennedy Toole y su extraordinaria y desdeñada “Conjura de los necios”, entre muchos otros casos trágicos y lamentables, que terminaron con un tardío reconocimiento.
Escribir es disciplina, es constancia (tanto, que Flaubert decía que el talento es una larga paciencia); es construcción de oficio, pero partiendo, en todo momento, de la motivación interna, de la vivencia propia o ajena, de ese pretexto, antaño llamado inspiración, que pone a quien realiza el acto de la escritura en diferentes estados, desde una suerte de anulación letárgica, de sequía, de abandono, hasta etapas fronterizas con la hiperactividad; hay, pues, estaciones de bajas, tan tremendamente humanas, que contrastan con los períodos de euforia, en los que quien está poseído por el espíritu de la escritura parece no necesitar ni alimento ni sueño, y que culminan, al vencer a la retadora página en blanco, en aquellos éxtasis parecidos a los de los santos y a los de los amantes.
Sí, porque el logro de un poema, un relato, una pieza teatral, un ensayo, surgen desde estadios de permanencia en el desierto, de tentación, de ascenso a la montaña sagrada y de elevación a la gloria, en los que el ser humano tan pronto se macera en sus jugos más amargos, como pretende dejar de lado su tarea, que no siempre da satisfacciones; carga su cruz de imágenes, de sueños, de expresiones imposibles, y llega, finalmente, a la consecución de su idea, que al mismo tiempo que la culminación de sus afanes, puede también significar su tormento —¡hay tan poca distancia entre el Tabor de las transfiguraciones y el Calvario de la crucifixión y los tragos amargos de la incomprensión y el vacío sin fin de la obra ignorada, despreciada, olvidada!—. Esa misma obra que costó tanto sudor de sangre, tantas lágrimas propias y ajenas, tanto dolor y tanta muerte interna, que hacían esperar una resurrección llena de reconocimientos y de palmas.
Si escribir no produce todas estas emociones y sensaciones, u otras parecidas, entonces es una pérdida de tiempo y un experimento de laboratorio, que no tiene ninguna validez, ningún sentido.
De hecho, no hay reglas para la escritura, pero, en su proceso, jamás debemos olvidar la enseñanza de precisa selección del viejo maestro Flaubert, transcrita por su discípulo amado, Maupassant: “Sea lo que sea que quiera decir, no hay más que una palabra para expresarlo, que un verbo para animarlo y que un adjetivo para calificarlo. Hay que buscar, pues, hasta que se los descubra, esa palabra, ese verbo, ese adjetivo y no contentarse con el más o menos, ni recurrir nunca a las supercherías, incluso las afortunadas, ni a payasadas del idioma para evitar la dificultad.”
Si tuviéramos siempre presentes recomendaciones como esta, nos ahorraríamos nosotros mismos y evitaríamos a los demás, textos vacíos, sin sentido, pero que huelen de lejos a esa tremenda y frecuente pedantería verbalista, con la que se trata de ocultar el no tener nada que decir.
Más allá de esta humilde reflexión, pienso que es hora de que los autores nos planteemos día a día, a fondo, con un sólido respaldo teórico, una meditación sobre el arte y el oficio de escribir, sus modalidades, su disciplina, sus alcances, cada vez que enfrentamos el reto de la escritura.
Recuerdo unas frases de la poeta peruana Carmen Ollé contra la retórica vacía: “Amar solo el fruto de este instante llamado escritura es el resultado fatal conocido como poesía”. Esta idea, cercana a las que ha expresado Dávila Andrade sobre la poética, como “el dolor más antiguo de la tierra”, tienen una justificación, un sentido profundo. Verdad es que se siente una gran alegría que corona el dolor de la creación — dolor de parto, suelo decir—, pero pienso que si bien es justo que nos sintamos colmados, a veces, ante el trabajo realizado, como se sentirán el orfebre, el ebanista, el artesano que llegan al final de una obra, es indispensable que tengamos también presente el alto costo de ese proceso.
Y creo también en la posibilidad de respetuosos intercambios de ideas sobre la producción literaria entre colegas, y estupendo si se dan entre autores experimentados y jóvenes literatos, porque estas afinidades electivas son un escenario ideal para teorizar, discutir, exponer ideas, polemizar, y, sobre todo, compartir la experiencia de quienes están en la lucha hace ya bastante tiempo.
Alguno de mis compañeros de generación me reprochaba que en mis pequeñas notas sobre libros que publico en los diarios y revistas, hay demasiada presencia de los jóvenes; pero, la verdad es que creo en ellos, en su capacidad de renovación y en una escritura que está ya ocupando el lugar que en estas últimas décadas ocupo la nuestra.
¿Para qué escribir? Con toda la buena voluntad del mundo, preguntaba un amigo a un escritor si recibía muchos reconocimientos por su trabajo. Que no, dijo el artista. ¿Dinero? Menos aún. Fue cuando el hombre pragmático elevó su voz, espetándole con profunda sinceridad: “Entonces, ¿para qué escribe?”
Realmente es una pregunta clave, en directa relación con el arte y el oficio de la escritura; pero creo que hay tantas respuestas como indagadores.
Katherine Anne Porter decía que escribimos para darle forma al caos. Digamos que es nuestra obligación ética de artistas.
Vargas Llosa habla de que un autor escribe para exorcizar sus demonios. Humanos como somos, los tenemos, en verdad, pero si echamos fuera a todos los demiurgos, a lo mejor nos quedamos solos y sin tener de qué temblar ante la metáfora de la página en blanco, que cada vez más es la pantalla del ordenador.
A veces escribimos por amor, para liberarnos de esa tensión emotiva que nos ahoga. Pero hay que recordar lo que decía Maurois, no se escribe con los sentimientos, si no con las palabras; de ahí que lo que expresa la escritura no es solo el acto de enfrentar una realidad, si no la forma cómo aquella se decanta, se vuelve literatura. Lo demás solo es llanto contenido, frustración y pasiones no correspondidas, pero ninguna de esas actitudes daría cuenta del para qué escribimos.
Cierto que es un buen momento para algunas aclaraciones como la relativa a la expresión de Mallarmé: « ce n’est point avec des idées que l’on fait des vers, c’est avec des mots ». Escribimos con palabras, sí, porque las ideas son algo abstracto, pero como decía metafóricamente Dávila Andrade, en su poema Palabra Sola: “cada palabra puede alojar a un Ángel”, y ese ángel es, justamente, la suma de ideas, de conceptos, de significaciones que encierra un vocablo.
Esto empata con la expresión de Maurois sobre los sentimientos, de hecho no escribimos con ellos, pero detrás de las palabras que usamos está lo que sentimos y lo que pensamos, y creo que escribimos para expresar aquello que late en nuestra memoria y en nuestro corazón, lo que hemos ido atesorando a través del tiempo y quisiéramos compartirlo, comunicarlo a los demás. Ese es mi punto de vista sobre el para qué escribimos, pero ustedes están en perfecta libertad de objetarlo.
Lo fundamental del para qué escribir nos lleva, necesariamente, a nuestro compromiso con la literatura —y más largamente, con el arte—, en primer término, y luego hacia cualquier finalidad que incluso puede no ser necesariamente artística. Si somos capaces de cumplir, en primer término, con nuestra obligación fundamental, con nuestro compromiso con nosotros mismos y con la literatura, lo demás es totalmente secundario.
¿Y cómo es ese compromiso con nosotros mismos? Partiendo de que somos seres dentro de una colectividad, y que nos debemos al conglomerado dentro del cual vivimos y actuamos, pienso que estamos esencialmente comprometidos con el ser y el actuar que, como humanos, mantenemos en el mundo. Todos tenemos la obligación ética, el deber ser de identificarnos con nosotros mismos y con el medio en el que nos desenvolvemos. Esa identificación tiene, por supuesto, distintos grados y formas de manifestarse; en algunos casos en forma de meditación, en otros de militancia por una causa, y en algunos, en fin, como afinidad con el entorno y su celebración o su crítica. Lo importante es que esa identificación/ identidad evita que nos volvamos seres desarraigados, faltos de ataduras y compromisos con la realidad, agentes de un caduco “arte por el arte”, ajenos a este mundo. El compromiso ético-estético no es una cadena, una atadura, como lo ven algunos temperamentos cercanos a lo anárquico; es una forma de ser y actuar que nos afinca, y logra que al tomar conciencia de su necesidad, esta se nos vuelva una obligación de amor —pero de un amor intensamente crítico, ni servil ni incondicional— hacia el medio, revelada en obras claves como la Ciudad nocturna de Díaz Icaza o la Ciudad de invierno de Abdón Ubidia que, a veces, muestran un entorno bastante cruel y adverso, pero que, de todos modos, nutre la producción del autor. Pienso que el caso extremo es el de Thomas Bernhard y Austria, a la que le vinculaba una intensa relación afectiva, que parece desembocar, con frecuencia, en una feroz animadversión.
En lo que toca a mi producción, creo haber partido siempre de una observación meticulosa de mi mundo entorno, y el resultado ha sido y es una obra que deja un cierto testimonio amoroso, sí, pero también crítico de lo que he visto, vivido, percibido, nunca exento de rasgos de imaginación y de una cierta poesía.
Lo autobiográfico, en ese contexto ha jugado un papel trascendente, pero no siempre en el sentido de confesión. No ha aparecido, en todo lo que escribí, es verdad, pero también es cierto que, como ocurre con toda producción literaria, la mía está llena de pinceladas que se relacionan íntimamente con mi vida. He aquí algunas precisiones:
Mi primer libro, apenas un folletito que contiene un poema, Nueva canción de Eurídice y Orfeo (Municipio de Cuenca, 1975. Estudio introductorio de Alfonso Carrasco, ilustraciones de Fabián Landívar), es una especie de actualización del tema mítico del amor perdido-encontrado y vuelto a perder, pero no revela ninguna vivencia mía en el plano sentimental, si no solamente la percepción de lo que ocurre, frecuentemente, entre dos seres que se aman y se separan para siempre. He aquí un pequeño segmento, que creo expresa bien estas cuestiones:
ELLA
(Nueva Canción de Eurídice y Orfeo, pp. 25-28)
¿Y si un día te encuentro
y no eres tú?
¿Y si un día nos vemos,
digo tímidamente,
mordiendo
sus letras,
tu nombre,
musito,
sollozo,
tartamudeo,
me ahogo en lágrimas,
y sin oírme, ni notarlo, tú
pasas,
te vas,
te pierdes,
y me quedo,
gritando sin gritar,
venas adentro: Orfeo?
¿Y si un día
te encuentro
y tu sonrisa
ya no ilumina mis ojos,
encendiendo la estrella
que antes me regalabas?
ÉL
Ay, dulce Eurídice,
breve instante
en lo maravilloso,
¿dónde y cómo encontrarte,
si me he mirado ya
en todos los cristales
de las corrientes todas?
¿Dónde encontrarte,
si a mi paso la sed ha ido secando
todos los pozos
del sueño, la esperanza
y la quimera?
¿Dónde encontrarte, ay,
si mi voz por llamarte
ha ido empañando todos los espejos
y trizando el canto luminoso
de los prismas?
¿Dónde encontrarte,
si perdí ya
el sentido de mis pasos,
perdí
la idea del tiempo,
o la seguridad de las jornadas,
y perdí
la noción de las distancias,
y aun el recuerdo del calor, de tu sombra,
de tus formas?
Ay, se extinguió la estrella
que encendí en tus ojos.
Ay, la alegre risa de tu risa
ha muerto en mí.
Ay, dulce Eurídice,
breve instante
en lo maravilloso,
cómo podré alimentar
todavía
el fuego de querer encontrarte,
si ya perdí
hasta la voluntad
de continuar creyendo
que un día fui de ti,
que tuve entre mis labios
un gusto que era tuyo
y posé con mi cuerpo
la huella de mi amor
en tu piel,
en tu sangre,
en tu recuerdo!
Muchos años después, en cambio, escribí y aun publiqué algunos libros que se recogieron en Temblor de la palabra (Casa de la cultura Ecuatoriana, Quito, 2009), en ellos, los rasgos autobiográficos, las confesiones sentimentales, las evocaciones íntimas, familiares, poblaron no todas, pero muchas de las composiciones. He aquí unas breve muestras:
No. 11
(De Canciones amor en forma de vals,1996).
Mirábamos las estrellas
desde la hierba húmeda.
Todo alrededor era oscuridad
una que otra luciérnaga
y el cielo constelado.
¿Volverá alguna vez
la tibieza de tu mano
a mi mano
bajo el milagro del cielo estrellado?
4. El árbol
(De Pequeña Canción, 2004)
Partido por el rayo, madre,
recuerdo el árbol.
Y calcinado todo por dentro
solo unas pocas
hojas quemadas
nada de verde
todo ceniza.
¿Recuerdas ese árbol
que mató el rayo?
Ahora, madre
yo soy el árbol
tu muerte
el rayo
me ha calcinado
entero.
Preludio
(De Casas, 2004)
A veces
descalzo
perdido en los vericuetos
del semisueño
y el recuerdo
recorro las casas
en donde he vivido.
Debo parecerles
un fantasma
familiar
a los fantasmas con los que
me encuentro,
pues casi ninguno me mira
y cuando lo hacen
me sonríen apenas
o levantan una mano
translúcida
de adiós.
En cuanto a la producción de piezas narrativas de distinta dimensión, se remonta a fines de los años sesenta, y no tiene —en sus inicios— nexos con lo autobiográfico, como no lo tuvo tampoco la producción teatral. Escribí, entonces, algunas historias, “de cuyo nombre no quiero acordarme”, y de las que, sin avergonzarme, ni me sentí ni me siento satisfecho. Todas estaban demasiado próximas al realismo de la Generación del treinta, que era un gran peso y, alguna vez, del relato de Faulkner y Camus.
Pero en mi entorno había una marcada exigencia por la anécdota. Recuerdo, por ejemplo, el comentario de un amigo sobre uno de esos intentos: “Camus puede darse el lujo de escribir un cuento que no tenga, prácticamente, anécdota, tú no”.
Me obcecó, entonces, la necesidad de que hubiese una historia, y ésta resultó, en más de una ocasión, truculenta.
A principio de los setenta había escrito, por lo menos, una media docena de piezas narrativas cortas, una de las cuales En busca de Rosita, ganó un premio compartido con un cuento de Raúl Pérez Torres, en el Festival de la Lira y la Pluma, en Loja. Poseía este cuentito un cierto humor, una dosis de ironía, era ágil y aprovechaba tanto de los tipos como de las hablas populares; pero pese a todo, no lo he incluido en mis libros. El oficio de narrar recién iba conformándose en mi interior, y apenas empezaba a dar sus frutos.
Se planteó por esos años la posibilidad de publicar un breve libro en Quito, y envié a mis amigos de La Bufanda del Sol, que tenían una pequeña colección de creación, paralela a la revista, un tomito que se llamaba Las vidas no ejemplares. Nunca me dijeron nada sobre la edición del folleto y acabaron eligiendo un breve relato, que revelaba, una vez más, las lecturas de los escritores contemporáneos, por una modernidad que viene dada, sobre todo, por lo formal. Se trata de El lugar largamente previsto, que poco tiempo después integraría mi libro El círculo vicioso.
Es bueno mirar las obras que uno ha producido con una cierta perspectiva. He vuelto a leer ese texto hace poco, eligiendo cuentos para una selección. Creo que es salvable, pero no lo incluí en ninguna de las dos antologías que se han publicado en los años recientes[1].
El ejercicio de la escritura narrativa, en cualquier caso, es obra de mucho empeño, de un trabajar continuo, un fabular que, sobre todo al inicio de la producción, no debe tener cortapisas de ningún tipo, y un elaborar, martillar, depurar, decantar el lenguaje, haciéndolo parte de lo vital del texto, pero tratando de conocerlo cada vez más y mejor, y manejarlo con un profundo sentido expresivo y poético.
Opté desde el primer momento, en el plano del relato, por el uso del lenguaje coloquial, aquel que había sido parte de mi vida familiar, particularmente de mi infancia, marcada por la presencia de gente mayor: tíos, tíos abuelos, viejos miembros de una servidumbre que más que tal era parte de la familia, y cuyas expresiones estaban cargadas de una calidez y una expresividad incomparables. Mis primeros relatos y parte de mi producción en sus diferentes etapas están marcados por ese aliento de una lengua viva, palpitante, amorosa, evocativa.
Verdad es que también desde los inicios aparece un lenguaje formal, tanto, que algunas de mis obras de entonces se adscriben sin problema a una tendencia neo barroca, caracterizada por la frondosidad y el lirismo.
En cuanto a las exigencias formales de construcción de las obras, luego de los inicios vacilantes, vino un período crucial, en que fueron muy acentuadas, por mi contacto con dos maestros que marcaron no solo la mía, sino la formación de todo el grupo dentro del que me encontraba, en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Cuenca y su Especialización de Lengua y Literatura: Efraín Jara Idrovo y Alfonso Carrasco Vintimilla. Los dos tenían como principios básicos del creador y el crítico, en su orden, la necesidad imprescindible de una labor sistemática, asidua, exigente, un dejar los textos en breves lapsos de reposo, y un volver sobre ellos reiterada, infatigablemente.
Las influencias de la cultura de la modernidad en estas formas de enfrentamiento con el discurso poético se hicieron más y más intensas, por obra de los mencionados y de otros profesores de la Facultad, que se habían formado dentro de una mentalidad típica de lo moderno, tanto por el peso de la enseñanza de los maestros extranjeros —marcadamente académica—, cuanto por el tipo de lecturas que se hacían sobre los diversos temas.
En realidad, la adquisición del oficio —peor aún su dominio— no era nada fácil. Muchos materiales trabajados una y otra vez, acabaron en la cesta de papeles, y una buena cantidad de ellos se archivaron, a perpetuidad, en las innumerables carpetas de mi producción de entonces.
Los relatos[2] salvados integraron, en 1974 y 75, respectivamente, —aunque los libros no verían la luz hasta dos años después de escritos— Los tiempos del olvido (1976), El círculo vicioso (1977) y, con algo más de ambición, me lancé a la escritura de la novela María Joaquina en la vida y en la muerte (1976), un libro en el que la mezcla moderno/posmoderno es indiscutible. Así, su vinculación con lo primero está dada por su carácter de obra de la palabra, basada en la selección, en el uso apropiado de unos repertorios; su estructura, entendida como fruto de una arquitectura, no de un azar, y su realización, como producción artística en el más profundo sentido del término.
La adscripción posmoderna se siente en el collage, en la relevancia que se da a las otras artes, sobre todo a la música y la pintura; en su sentido del juego literario, de la experimentación incansable (que, es, sin embargo, herencia del modernismo, si no piénsese en las vanguardias y sus audaces búsquedas, que habrían de ser tan desprestigiadas por los posmodernos), etc.
Otro aspecto que es necesario tener presente en relación a este libro es su vinculación indudable con la literatura del “boom”, por sus rasgos realista-mágicos y neo barrocos.
(Séame permitido un ligero paréntesis: sin duda, María Joaquina puede estar muy relacionada con el boom, no así obras posteriores, en las que la ambigüedad genérica, el desatado humor negro, la invención extrema de la realidad, permitiría adscribirlas al posboom. Aclaremos, eso sí, que en estas páginas, se mantienen las distancias entre posboom y posmodernidad, en que hace hincapié Donald L.Shaw[3]; pero se tiene presente una afirmación erudita de Fernando Balseca, en uno de sus cursos, en el sentido de que mi obra pertenece al posboom).
Vinieron luego otras búsquedas, en las que estuvieron siempre presentes las dos tendencias dentro de las que se movía y mueve toda mi narrativa: modernidad y posmodernidad. No mencionaré todos los títulos, solo unos cuantos: Este mundo es el camino (1980), Las criaturas de la noche (1985), De rumores y sombras (1991), Cuentos breves y fantásticos (1994), Acerca de los Ángeles (1995); y en el año 2001: Libro de los sueños, Historias para volar y el más cercano antecedente de Minimalia (2005): Arte de la brevedad.
Caso muy concreto de un modo de trabajo ligado a las formas de construcción modernas y posmodernas, y a lo que llamamos el posboom es el del libro Minimalia, que tomo como ejemplo, entre muchos otros, porque habiéndome entusiasmado por el micro cuento, con ese volumen tuve la intención de liquidar la tendencia en mi obra, retomando los relatos de mediana extensión. Esto convirtió al libro en un conjunto bastante acabado de esa manifestación en mi trabajo literario; pero, Minimalia es asimismo un buen ejemplo de una obra que debe mucho a la posmodernidad literaria y que, en alguna medida se vincula con el posboom:
Es característico de la obra, por ejemplo, su sentido del juego. He experimentado con los temas, los he usado de una manera muy libre y, en ocasiones, risueña, y, en un análisis más detallado, se puede determinar que la inclinación lúdica es bastante fuerte.
En torno al juego en la construcción literaria, me parece que la expresión de Derrida sobre lo lúdico y lo que va más allá de esta tendencia, sumado a las ideas de José E. González relativas a las relaciones entre el posboom y el posmodernismo, recogidas por Donald L. Shaw, podrían sustentar lo referente a este tema.
Los autores del posboom inventan, con un aire juguetón, unas realidades representadas que no tienen referente real, o que si lo poseen está tremendamente lejos, es casi inaprehensible. En ciertas piezas de mi libro eso es evidente, como aquellas en que hablan los instrumentos musicales, particularmente,
El escalafón
(Minimalia, Editorial El Conejo, Quito, 2005)
—¿Qué clase de instrumento será este? Comentan preocupados los metales.
—Ni idea, dicen las cuerdas.
—Pregúntale al violín, que siempre anda de un lado para otro, sugiere con una pizca de envidia la guitarra.
—De un lado a otro, pero no de mano en mano, dice orgulloso el violín.
—¿Qué es el escalafón? Preguntan a coro los vientos, para evitar discordias.
—¿Por qué?
—La viola ha escuchado una discusión sobre el instrumento, las escalas, los matices, los colores, los tonos y contrastes del escalafón, y no sabemos qué clase de instrumento puede ser, cuentan los metales.
—Sí, añade la viola, y además he visto algo que debe ser una partitura o un tratado: lo llevaba el director. Leí su título en letras negras y grandes: EL ESCALAFON.
El violín se ríe como en pizzicato, con delicada ironía.
—Madame… Dice con extrema cortesía a la viola, que viene de las mismas manos que él y de la misma añorada Cremona.
—¿Qué? Pregunta altanera ella.
—Es solo un reglamento de ascensos de los maestros músicos de la orquesta. Un instrumento legal, como lo llaman. Y como nota la silente turbación de la viola y el rumor del conjunto de instrumentos, añade: “Cosas de humanos, madame”.
Y lo dice con una grave sonoridad digna de un violonchelo, y capaz de cortar de raíz cualquier naciente murmullo instrumental.
Lentamente, a lo largo de los años me fui despojando de la obsesión por la anécdota, y descubriendo que un cuento podía ser también la historia de lo que no ocurría, de lo posible, lo sugerido, de aquello que debía imaginar el lector, en esa lectura activa y cómplice exigida por los escritores modernos.
Esas no-historias eran, de algún modo, una negación de los grandes relatos canonizados por la modernidad, una variación, una pequeña glosa. Así surgieron quizás mis primeros microcuentos.
Ha sido frecuente en mi trabajo que los desencadenantes de una breve historia fueran las reminiscencias de los grandes relatos de la antigüedad, concretamente Ilíada, Odisea, Eneida, Las metamorfosis; —sobre todo el segundo—, que han nutrido todo el universo de las secciones De la Antigüedad en el Arte de la Brevedad y Viejas Sirenas, en Minimalia.
He aquí unos textos:
Una lanza
(Arte de la brevedad, Libresa, Quito, 2001, pg. 99)
Atravesó el corazón de innumerables guerreros; brilló al sol polvoriento de las batallas; fue cantada por Homero; en un río ensangrentado, su dueño la limpió de la muerte que llevaba en sí; sus rudas manos le devolvieron un esplendor que competía con la luz, cegando a los enemigos.
Pero un día el hombre de hermosa cabellera, que se protegía con una armadura de bronce en la que había representadas escenas de guerra, recibió un flechazo en el cuello y cayó para siempre. Antes de morir había clavado su lanza en el suelo para esperar al enemigo que veía avanzar a lo lejos; y allí fue olvidada la pica sanguinaria que tanta gente envió al Hades. Vinieron lluvias y vientos y nieve; en la primavera las flores crecieron en el campo que regara la sangre de los hombres; luego brilló el sol inclemente del verano, y de nuevo la lluvia, el viento, la nieve… Los combates que parecían eternos, se habían terminado.
Muchos años después, unos niños jugando desenterraron una punta que se deshacía en orín. Dieron unas cuantas pataditas y se fueron en busca de tesoros más atractivos, como pequeños saltamontes, florecillas con las que tejían guirnaldas para las rubias cabezas de sus compañeras de juegos, y bayas agridulces que les hacían gritar de placer.
Mientras se deshacía en polvo de herrumbre, la pica guerrera hubiese querido poder hablar a esos pequeños insensatos y decirles toda la gloria de que estuvo recubierta, pero para entonces ya solo era un insignificante montoncito oscuro sobre la oscura tierra.
1
(Minimalia, pg. 132 y ss.)
La que perdió la voz, pero sigue, por los siglos de los siglos, sentada en su promontorio, mirando el mar y los barcos que pasan, susurrando inútilmente el canto que en otros tiempos causara naufragios y desastres.
2
La que cuelga la foto de Odiseo tomada hace siglos en el muelle de un pequeño puerto griego, y piensa “cualquier día de estos vuelves por aquí y yo te he de cantar mis mejores canciones, como antaño.”
3
La que tiene celos de las sirenas jóvenes, que son capaces de encantar todavía a los marinos de este tiempo, tan ajenos a todas las leyendas, los mitos y las historias, y las tratan de sirenitas de poca monta, ninfas casquivanas y otras mitologías por el estilo.
4
La que se consuela de la soledad cantando en la noche, mientras algún pescador que tiende sus redes bajo la luna dice a su joven compañero: “Ya está la loca esa, de nuevo, con sus graznidos.”
5
La que se engaña inútilmente, mientras se mira en el agua: “No soy tan vieja, no; todavía puedo seducir a un hombre; aún me quedan encantos; si hasta la voz la tengo dulce, intacta, transparente.” Y canta, en medio del pavor de nereidas, tritones, delfines y otros seres del mar.
Pero, aunque este no es, no podría ser un recuento exhaustivo, debo señalar que han sido muchas las fuentes que nutrieron mi producción narrativa, no solo las antiguas y clásicas, y numerosas las causas que dieron origen a muchos cuentos, algunas, ciertamente, insignificantes. He aquí una suerte de breve inventario, en el que mencionaré, al menos, la proveniencia de una parte de los relatos del libro que he tomado como ejemplo. De paso, señalo que mis vínculos con el realismo subsisten, pues en muchas piezas —por no decir en todas—, a los niveles realistas se suman otros de carácter mágico o fantástico.
Así, Violín me fue sugerido por un relato de María Eugenia Moscoso. Ella me contó, con verdadero pasmo, cómo vio durante la inundación de La Josefina, en el año 92, que flotaba toda clase de objetos en esa inmensa laguna que se formó en los valles del noreste de Cuenca, a consecuencia del embalse del río Cuenca.
Una percepción mágica del mundo —que, como intuirán ustedes, a veces asoma en mí— puede hacer pensar que los objetos se contagian de las energías de sus poseedores, por eso, talvez, el Violonchelo llora la muerte de Pau Casals, por quien sentí y siento una gran admiración.
Arpa proviene, sin duda, de un poema de Bécquer. Solo he añadido el detalle de la humanización, y la actitud soberbia del personaje-objeto.
La anécdota de Jacqueline Du Pré incluida en Una dama de Cremona, es biográfica. La fantasía atañe al instrumento narrador. Igual cosa sucede con la frase de Bach Por la gloria de Dios, al final de sus obras, es un detalle histórico; no así la discusión entre los instrumentos, por supuesto.
En muchas viejas casas veíamos un Piano cubierto con una tela o un tejido, que no lo tocaba nunca nadie. Venía, entonces, la pregunta, ¿Por qué lo compraron? Talvez una vanidad de rico, que quería “adornar” su sala; quizás una forma de cobrar una deuda, de complacer a un hijo caprichoso… Tantas posibilidades; algo de eso subyace en el cuento de ese nombre.
Varias veces he escuchado la frase acusatoria: “Todos los dramas humanos terminan para los artistas convertidos en tema de sus obras”. Vals triste opus 44 no hace más que recoger esa condena y ponerla por obra.
Vals del minuto opus 64 nace de un recuerdo, el de la película sobre Chopin con Cornel Wilde y Merle Oberon (George Sand), en la que ella lo abandona cuando el músico se consagra a la causa de la lucha libertaria de Polonia, su patria. El tema me ha gustado tanto, que incluso escribí un pequeño conjunto de poemas, en parte sobre él, Chopiniana.
Vals del minuto opus 64
(Minimalia, pg. 33)
Si eres capaz de volcar en un minuto toda la emoción que llevas dentro; esa nostalgia por la patria lejana; esa rabia que tienes contra tu pecho que arde interiormente y estalla en tos y se vuelca en sangre y te aprieta como una mano negra, poderosa, en la noche, asfixiándote; esa reminiscencia de un invierno en una isla, con una mujer que te quería como una madre, y a la que parecía que adorabas como a una amante; ese inagotable deseo tuyo de inundar con tu música el planeta, tan grande como el que tienes de amar, amar y amar a todas la mujeres de la tierra. ¡Entonces, escribe ese vals, mínimo, escríbelo ya!
LA ETERNIDAD
(Chopiniana, La eternidad, en El corazón de la música, 1996-2004, incluido en Temblor de la palabra, Casa de la Cultura Ecuatoriana, Quito, 2009, pg. 245. Chopiniana, Recuerdos, inédito)
Cornel Wilde no era un gran actor
pero quizás tenía el tipo
romántico para hacer de Chopin.
Y George Sand era Merle Oberon
tan altiva, tan exótica
con ese nombre en que se mezclan
el pájaro y el rey de las hadas.
Ese merle que silba en el poema
de Gautier y en la música de Berlioz
y el caprichoso consorte de la
Titania shakespeareana.
………………………
RECUERDOS
Ella dice:
“Frédéric
querido
deberías descansar
reposar
deberías
no toques
no compongas
no te agites
por los lejanos
patriotas de la lejanísima
Polonia.”
Pero él sigue batallando con su piano
hasta la muerte. Es su pelea
por la libertad. Su modo de ser libre. Solidario.
Nunca llegará a los cuarenta años.
Adagio para cuerdas de Barber es nada más que el resultado de una meditación: cuando veo dos artistas que se empeñan en una interpretación de pareja, en la que ponen una fuerza, una pasión extraordinaria, pienso qué sería de ellos si estuvieran en pleno proceso de ruptura sentimental. He ahí el resultado.
Un recuerdo de Rubén Darío nutre Del otoño. Los datos corresponden a su biografía. También hay una reminiscencia de Edith Piaf y Theo Sarapo en Sentimental. Los rasgos generales corresponden a los últimos años de “La Alondra”, como bautizó Jean Cocteau a la inmortal cantante.
Textos como Otelo, Romeo, Isolda, Margarita, Cyrano, Don Juan, son deudas con el teatro y la ópera, que han jugado un papel muy importante en mi relación con la cultura. Todas ellas revelan unas particulares formas de aprehensión del fenómeno de las artes de la representación, y también un hondo amor que hace de esos grandes relatos de la humanidad un motivo para pequeñas historias posmodernas en mi trabajo.
Isolda
(Minimalia, pg. 63)
Crece la voz de la soprano en medio de ese mar agitado de la orquesta wagneriana. Nos habla del amor y de la muerte, unidos, hermanados en su vida y en su alma. Ella, Isolda, sabe que viene de muy lejos, de los tiempos perdidos en la mítica de lo medieval, en que se unían con tanta facilidad las historias de amor con los asombros de la magia, con las crueldades primitivas de los hombres y la ferocidad de las bestias salidas de los oscuros bosques de la pesadilla y de los abismos marinos de la desesperanza.
Amante eterna, Isolda muere de amor, una vez más, antes que caiga el telón y suenen los aplausos atronadores. Pero, ¿habrá un momento en que la rubia figura de la leyenda medieval se encarne en esa voz que atraviesa los siglos, cantando inagotablemente su dolor por la muerte de Tristán, el amado, y se junten en el milagro de la música los hálitos de los amantes míticos y las notas apasionadas salidas de la mano de uno de los músicos mayores de la historia del hombre?
Seguro que sí. No todas las noches, no todas las veces que una cantante incursiona en el mundo de pasión, dolor y desintegración de la ópera de Wagner, pero más de una vez en esos cien y más años que viene cantándose esta historia de amor inagotable, porque ese es el prodigio del arte y de la vida. Ninguno más.
Cyrano
(Minimalia, pg. 68)
¿Y si todo, todo, Roxane, la declaración de amor en la oscuridad, las palabras prestadas, la larga agonía de ver que otro era el dueño de un amor que había anhelado para sí; el sacrificio, Roxane, la viudez, la soledad, el amor siempre imposible, Roxane, todo, todo… no fueran más que frutos de la imaginación afiebrada de quien tiene los sueños más largos que su inmensa nariz?
Otros tributos que pagan los textos son: con Rubén Darío, en la parte sexta y final de Centauros, que se apropia de un gran poema suyo; con Brahms, uno de mis músicos favoritos, en Réquiem alemán, que no comparte más que el título con un cuento de Borges; con la gran poeta cubana Dulce María Loynaz, en La lección perdida; y con el patio de esculturas de Marly, uno de los sitios más hermosos del Museo del Louvre, en Estatua.
Estatua
(Minimalia pg. 159)
A ciertas horas de la madrugada, como en todos los museos del mundo, en el Louvre se da una especie de movimiento secreto, y las piezas se animan, hablan, conversan.
Una estatua del Patio de Escultura de Marly cuenta interminablemente dos historias: la llegada al palacio de un cortejo real, que describe con todo género de detalles, admirativos, emocionados, y el arribo de los revolucionarios, un día nefasto y terrible, sus rostros iluminados por las antorchas, sus risas vulgares, sus gestos desafiantes.
Las otras esculturas no tienen tan buena memoria, pero alguna imagen pasa fugaz por sus mentes congeladas en el mármol, mientras la luz del nuevo día inunda implacable su universo de formas inmóviles, armoniosas, espléndidas.
Vamos ahora a otro problema planteado: escribir para quién.
Una de las fuentes de meditación más claras en este aspecto es la frase del Evangelio de Juan 1.11: Vino a los suyos y los suyos no lo recibieron. En verdad, se cumple con frecuencia el aserto popular de que nadie es profeta en su tierra. Pensemos en Dávila Andrade, mientras en Quito, Caracas o Mérida le publicaron reiteradamente, en Cuenca no se hizo una edición de sus obras hasta después de su muerte.
Se supone que un autor escribe, de modo inmediato, para quienes están cerca suyo, son de su estirpe y su sangre; pero ocurre, a menudo, que aquellos, que son los suyos, desde siempre, menosprecian la obra, por distintos motivos, desde una falta de comprensión, hasta un envidioso desdén; desde una pragmática indiferencia, hasta una actitud burlona y despectiva. No faltan, pues, casos en que los escritores tienen que romper, en primer término, la barrera de hielo de su círculo familiar y su medio, para luego enfrentarse a un mundo extenso e indiferente.
Incluso cuando el literato alcanza un cierto reconocimiento de los suyos, corre siempre el riesgo de que una crítica malintencionada eche por tierra un primer contacto exitoso.
Más allá de estos problemas que afectan, sobre todo, a los autores que se producen en medios muy estrechos, está el planteamiento del destinatario, que no lo podemos soslayar.
Con frecuencia, sobre todo en la poesía lírica, hay una búsqueda de un tú, que va del “Lisardo querido” del Padre Juan Bautista Aguirre a la “hija de las profundas evidencias” de Efraín Jara.
¿Por qué busca el poeta un destinatario específico, que es, al mismo tiempo, un símbolo de esa otredad que obsesiona al escritor? Por una intrínseca necesidad de comunicación que atañe al lenguaje, más allá de que sea o no poético. Escribir, pues, se torna, en primer término, en un acto comunicativo. Otra cosa es si el mensaje será o no captado por los receptores-lectores, pero que, de algún modo el poema, el relato, la pieza de teatro, cumplen una función comunicacional, es indudable.
Magnífico sería que el posible destinatario recibiera el mensaje, lo descifrara y fuese capaz de emitir una respuesta; pero ello no siempre ocurre.
En cuanto a respuestas, hay también una sutil variedad: una convencional, que califica, sin más, de bonito al mensaje poético, en un gesto de una vacuidad impresionante. El autor ha martillado largamente ese texto, producido con su sudor y sus lágrimas, fervorosamente, y recibe el calificativo más vano de la lengua.
Un segundo grado de respuesta, quizás menos convencional que el primero, pero igualmente estéril, es aquel lugar común: “no entiendo”. Raramente, un autor que se inicia escribe en un lenguaje de difícil comprensión, pero es una manera simple de esquivar cualquier comentario. En el mismo plano podría estar la respuesta más acre: “no me interesa”. Quizás es más dura que la otra, pero más sincera.
En un grado más alto, talvez, está la del crítico que puede ser de diferente calibre: analiza el texto y mueve la cabeza, sesudamente, mascullando “no sirve”; da su criterio en tono doctoral: “tiene que empeñarse y continuar trabajando, la estructura es débil, no hay un dominio de la lengua, los personajes…”; o se burla, sardónico, hiriendo no ya a la creación, con su estocada maligna, si no a quien la produjo, adquiriendo así fama de estricto y gran conocedor, o, finalmente, destripa la obra y demuestra a sus boquiabiertos escuchas las flaquezas de la misma, poniéndola, con gesto de escarnio, en el más bajo nivel en que puede estar, en la desamparada compañía de su autor.
Ahora bien, vale la pena preguntarse, ¿quién invistió de autoridad a estos señores de la crítica, hasta el extremo de convertirlos en los gratuitos descabezadores de la literatura? Nadie, por supuesto, salvo su vanidad, una vez más —defecto este con el que nos topamos cada dos por tres en los campos de la literatura y el arte, que supondríamos libres de tal bajeza—, y unas cuantas lecturas de libros más o menos herméticos, de otros pontífices de lejanas tierras —a la moda—; aproximaciones dificultosas y, en ocasiones, erróneamente asimiladas.
La función crítica es, sin duda, muy necesaria y complicada, pero tiene que basarse, de modo esencial, en la comprensión del texto y en un intento de explicación y valoración; mas, si quienes la practican se empeñan en transformarla en un discurso inaprehensible, volviéndose intencionalmente abstrusos y, en apariencia, inalcanzablemente intelectuales, caemos, justamente, en uno de los defectos más comunes de la escasa apreciación literaria ecuatoriana: la aparente erudición.
En conclusión, y volviendo al terreno de la escritura creativa, hay que recomendar a quienes la practiquen, que cuando construyan su obra, por abstracta que sea, piensen que siempre tiene un destinatario, y que eliminen de su repertorio ideas como aquella tan ingenua de que no escribimos para nadie, salvo para nosotros mismos, porque la opinión ajena no nos interesa; pues, lo que en verdad hacemos todos los autores es buscar un lector comprensivo, humanamente crítico, pero cordial y paciente, y si hallamos, aunque sea uno entre mil, ya podemos darnos por satisfechos: esa obra que sale de lo más hondo de nosotros mismos ha encontrado el eco que andábamos buscando desde que sentimos la semilla del texto germinando en nuestra mente y nuestra sensibilidad.
Como en el amor, aunque tonteemos un poco o bastante en su búsqueda, un día nos sale al paso ese otro yo, que ha de acompañarnos por los caminos de la vida; en la escritura, cuando hallamos esa o esas almas gemelas, que reciben nuestro esfuerzo con afecto, con interés, se completa magníficamente el circuito comunicativo, en este caso con una finalidad primordialmente estética.
Esos hermanos del afán y de la búsqueda, esos compañeros que van leyendo aquello que escribimos, a veces, perdidos en un lejano anonimato, en el que no los identificamos, si no por casualidad, son los destinatarios fundamentales de nuestra escritura, y una suerte de apóstoles de esa vocación por las letras, que desemboca en más de una ocasión en un verdadero sacerdocio del exigente culto de la literatura. Gracias a ellos, a su comentario, a sus preciosas opiniones, a sus reparos, a sus consejos, dados sin una pizca de torcida presunción, no solo que los escritores encontramos los definitivos destinatarios de nuestro trabajo, si no también el permanente apoyo para seguir hilvanando sueños a lo largo de la vida.
El dolor más antiguo de la tierra
Reiteradamente, Dávila Andrade concibió al acto de escribir como “el dolor más antiguo de la tierra”, y no le faltaba razón. Escribir de verdad, crucificarse en el acto de construir el poema, el discurso narrativo, teatral o ensayístico, es una forma de agonía, lo hemos dicho.
Pero dijimos también, que semeja este morir al parto, en el que se alumbra una nueva vida, y eso causa una inmensa alegría.
Sí, engendrada en el dolor, en la lucha con el ángel de la palabra, en medio de las penas de la incomprensión, la indigencia y otras acechanzas, la obra literaria es semejante al hijo, como una nueva vida que saliendo de nuestro ser más íntimo busca su destino por el mundo. Y eso significa un gozo de inmensas proporciones.
La mejor expresión de esa alegría ocurre cuando entregamos la criatura apenas salida de nuestro dolor y nuestros anhelos al primer lector, llenos de ilusiones y esperanzas, y recibimos una palabra buena. La reacción de gozo no se hace esperar, nos sentimos alentados, llenos de deseos de seguir creando, dueños de una mínima parcela de palabras, en un mundo continuamente vaciado de ellas.
Así, pues, el milagro de escribir, de liberar nuestra alma de sus secretas torturas, de dar a luz una criatura nuestra, sustentada en el verbo, dueña de una vida suya y propia, y que a partir del momento en que la entregamos al mundo exterior, emprende su marcha casi autónoma, con todas las dificultades y los miedos consiguientes, pero también con su proyección y designio hacia los otros, llena nuestro corazón de enamorados de la palabra, más aún, de amantes suyos, de una felicidad tan intensa como el dolor que engendró dioses en las piedras, según decir del mismo Dávila Andrade, que como nadie sabía de la tortura y del supremo contento de producir un texto cabal y digno de estar entre los del repertorio de nuestras letras y, con suerte, de las del mundo entero; porque nadie puede quitarnos nuestra esperanza, y aunque estemos hechos de sueños, ellos son nuestro mejor sustento y la forma óptima de ir hacia adelante por los caminos de la vida y del arte.
Confesión y escritura
Dice Abdón Ubidia que la modestia es el orgullo perverso. Ni quiero ser modesto ni quiero llegar al jubiloso extremo de Pedro Jorge Vera, que en alguna ocasión decía: “ y ahora voy a hablar del tema que más me gusta: yo”.
Deseo, simplemente reflexionar en torno a lo que han sido estas cuatro décadas de producción literaria, que comenzaron con la poesía y el teatro y siguieron con el cuento, la novela y el ensayo, hasta llegar al estado actual de la situación, cual suelen delimitar los expertos, marcado por el micro relato, del que me he vuelto un adicto y un cultor, y también por mi ferviente retorno a la poesía.
Una de las características esenciales de mi trabajo literario es la constancia. A lo largo de muchos años hube de combinar las más diversas tareas de supervivencia con la producción de obras de distinto género.
Evoco siempre que hacia el año 1972, trabajaba en un banco, y en mis horas más o menos libres, escribía en la vieja máquina Underwood de una de mis compañeras. Hay un cuento por el que no tengo especial simpatía, debido a su exceso de realismo, que acabé por rechazar: “Perla”. Cuando lo empecé a crear, olvidé la hoja con el primer borrador en la máquina de mi amiga, que al leer ese texto, construido en forma de carta, creyó que se trataba de una confesión real.
Antes, en mi época de colegio nocturno, presenté un deber de contabilidad, sin darme cuenta de que en una de las páginas del enorme cuaderno marcado por el debe, el haber, los balances y otras maravillas que nunca me fueron útiles, porque aunque me gradué de contador, nunca fui más que un contador de historias, había escrito un poema para el hijo recién nacido de uno de mis mejores amigos. El profesor era un viejecito muy bondadoso, y me preguntó con aparente ingenuidad si aquello había que cargar a las pérdidas o a las ganancias del ejercicio que debía calificar.
Este par de anécdotas, solamente para subrayar un hecho que considero importante en mi historia personal: nunca he dejado de escribir, ni en las circunstancias más adversas, y solo desde el momento en que me jubilé, hace más o menos cuatro años, he podido dedicarme por entero a la escritura.
Por ello es que siempre recomiendo un ejercicio de paciencia y constancia a los jóvenes creadores, repitiendo una frase que se atribuye a numerosos autores, pero que —con más o menos variantes— parece ser de Leopoldo Lugones: “a escribir, se aprende escribiendo”.
Hace unos años, Xavier Oquendo condujo el programa “El narrador en su tinta”, que organizaba la Casa de la Cultura, y me pidió que elaborase una especie de decálogo de la escritura. Me he permitido incluirlo en estas páginas, y espero que no suene a pedantería. En todo caso no son “mandamientos”, sino únicamente recomendaciones, que he procurado aplicar en mi escritura, pero que no siempre fueron respetadas a la letra:
1. No imitarás a nadie, por perfecto o gran escritor que sea.
2. No temerás desechar aquello que, luego de muchos esfuerzos, veas como no salvable.
3. No te apresurarás a publicar tus escritos.
4. No tendrás otro modelo que el que nazca del fondo de ti mismo, por convicción.
5. Nunca descuidarás el trabajo sobre el lenguaje.
6. No tendrás límite en los temas a tratar.
7. Nunca dejarás de trabajar sobre la materia dada, porque jamás debemos estar satisfechos de nuestros logros, ni dejarnos devorar por la vanidad.
8. No te avergonzarás del fruto de tu labor, pues uno puede tener hijos feos o hermosos, pero todos son hijos.
9. No compararás ni siquiera el mejor de tus textos con los que escribieron otros.
10. Ni ante la más bella de tus realizaciones pienses que ya todo está dicho por ti.
Hay tantas cuestiones literarias y humanas sobre las que podríamos seguir meditando en voz alta; hay tantos aspectos de la escritura que generan pasiones de todo tipo; hay un universo entero que queda por explorar, pero todo, incluso la paciencia de ustedes, tiene un límite.
Me excuso si me excedí, pero es tan intenso mi amor por la palabra, que cuando empiezo a hablar sobre ella y sus posibilidades, difícilmente logro detenerme.
Espero que este ímpetu y esta pasión me duren todavía unos años. Sería una dicha muy grande.
Señoras y señores, es hora de decir AMÉN.
Cuenca-Quito, septiembre-noviembre de 2012.
[1] La luz en el abismo y otros cuentos, Quito, Campaña de Lectura Eugenio Espejo, Colección Cuarto Creciente, 2004, y La noche maravillosa, Quito Libresa, Colección Antares (74), 2006.
[2] Se suele establecer una marcada diferencia entre cuento y relato, pero yo uso los dos términos indistintamente, como he señalado en varias oportunidades. Y nada impide que se proceda así. Es necesario tener presente, eso sí, que la definición de cuento —como un subgénero de la épica en prosa, de extensión breve, de carácter ficcional (la literatura es esencialmente ficción); que tiene un número reducido de personajes, un nivel de acontecer mínimo y poca descripción—, no siempre puede corresponder a relato; pues, el término, por ser más general, abarca mayores posibilidades expresivas. Una novela es un relato extenso, un cuento, uno breve. Relato puede ser sinónimo de narración. No es, en cambio, como suele afirmarse un cuento largo, de menor concentración, algo más vago, más difuso, que lo que se considera cuento en el perfecto sentido del término, como obra acabada, redonda, perfecta en su estructura. Eso será, simplemente, una novela corta, o un cuento carente de una de las virtudes mayores del género: la economía expresiva, que lo vuelve especialmente sintético.
[3] Nueva narrativa hispanoamericana, Madrid, Cátedra, 2003, p. 368.