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Discurso de incorporación de don Niall Binns en calidad de miembro honorario

Compartimos con ustedes el discurso «Donde reinan los cóndores: el ave carroñera en las letras ecuatorianas», con el que don Niall Binns se incorporó a la Academia en calidad de miembro honorario el pasado 12 de octubre.

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El pasado 12 de octubre, don Niall Binns se incorporó a la Academia Ecuatoriana de la Lengua en calidad de miembro honorario. Durante la ceremonia leyó su discurso de orden «Donde reinan los cóndores: el ave carroñera en las letras ecuatorianas», que reproducimos a continuación para ustedes.


Donde reinan los cóndores: el ave carroñera en las letras ecuatorianas

Comenzó la literatura de Occidente con la cólera del guerrero más temible del ejército griego, pero no solo con esa cólera sino también con lo que ella engendraba: un campo de batalla sembrado de los cadáveres de guerreros anónimos, carne de lanza y flecha y espada, que sirvieron como alimento para los animales carroñeros. Leo los primeros versos de la Ilíada, con una traducción de Alfonso Reyes:

Canta, diosa, la cólera de Aquiles el Pelida,
funesta a los aqueos, haz de calamidades,
que tantas fieras almas de guerreros dio al Hades,
y a los perros y aves el pasto de su vida.

(Reyes, Obras completas, 98)[1]

En el griego clásico la palabra οἰωνός significa ave grande, y se refiere aquí sobre todo a los cuatro buitres europeos: el alimoche (Neophron percnopterus), que habrá sido el primero en llegar al campo de batalla y habrá rivalizado con cuervos y milanos para extraerles los ojos a los muertos; luego dos aves más grandes, el buitre leonado (Gyps fulvus), que habrá acudido en multitudes, y el aún más robusto buitre negro (Aegypius monachus); y por último, cuando nada más queda que el esqueleto de los cadáveres, el quebrantahuesos (Gypaetus barbatus), para alimentarse de la médula de los huesos. Los buitres son sabios y seguían a los grandes ejércitos, anticipando masacres como la de la guerra de Troya. Así lo diría Claudius Aelianus, en el siglo tercero después de Cristo: “El buitre ataca el cadáver humano, lo devora como si se lanzara sobre un enemigo, y acecha al hombre que está cerca de la muerte. Además, los buitres siguen a los ejércitos en territorio extranjero, sabiendo, gracias a su instinto profético, que van estos a la guerra y sabiendo también que toda batalla engendra muertos” (Historia Animalium, 64-65, traducción mía).

Con la llegada del pensamiento ilustrado, un animal que se alimentaba de cadáveres era visto como era una aberración, y el buitre —al igual que el chacal y la hiena entre los mamíferos— se convirtió en una lacra. Una escisión se abrió así, para la mente europea, en el seno de las aves de rapiña —rapiña, recordemos, del latín rapere: aves que rapiñan, arrebatan, saquean—; una jerarquía valorativa que separaba la supuesta nobleza de las águilas, y de otras rapaces más pequeñas que también atacaban y mataban sus presas, de la bajeza infame de las que comían animales y seres humanos ya muertos. De ahí las palabras del naturalista europeo más renombrado del siglo XVIII, George-Louis Leclerc, conde de Buffon:

Si se ha dado a las águilas el primer lugar entre las aves de rapiña, no ha sido porque sean más fuertes y mayores que los buitres, sino porque son más generosas, es decir, menos crueles: sus costumbres son más altivas, sus movimientos más atrevidos, hay más nobleza en su valor, tiene tanto amor a la guerra como afición a la rapiña. Los buitres, al contrario, no tienen más instinto que el del apetito vil y de la voracidad, no pelean con los vivos, sino cuando no pueden saciarse en los muertos.
El águila ataca a sus enemigos cuerpo a cuerpo; los persigue, los combate y los rinde sin el auxilio de nadie; los buitres al contrario, por poca resistencia que prevean, se reúnen en bandadas como cobardes asesinos, y son más bien ladrones que guerreros, aves carniceras más bien que de rapiña. […]
El buitre reúne al parecer la fuerza y la crueldad del tigre con la bajeza y la ansiedad del chacal, el que también se reúne para devorar los cuerpos corrompidos y desenterrar los cadáveres; al paso que el águila tiene según hemos manifestado la nobleza, la magnanimidad y la munificencia del león.

(Obras completas, 108-109)

El reparto de adjetivos es singular: las águilas son generosas, atrevidas y nobles, son magnánimas, munificentes y de costumbres altivas; los buitres, en cambio, son ladrones, son cobardes y asesinos, son ansiosos, crueles y voraces. Había dos clases de rapaces, entonces, las depredadoras y las carroñeras, y la división no podía ser más clara.

Lo que interesa aquí, sin embargo, es la presencia en las letras ecuatorianas de otros buitres, los del Nuevo Mundo —que no son de la misma familia que los europeos, aunque sus costumbres se parezcan—, y específicamente de cuatro especies: el cóndor andino (Vultur gryphus), los dos gallinazos más comunes de Ecuador: el negro (Coragyps atratus) y el cabecirrojo (Cathartes aura), y por último el gallinazo rey (Sarcoramphus papa).

1. El cóndor andino

1.1. El cóndor como ave nacional

La declaración de un ave nacional, por parte de los Estados, formaba parte de la maraña simbólica con la que se creaba y sustentaba la identidad patria en las jóvenes repúblicas de la América Hispana. Fueron nombradas oficialmente como aves nacionales: en 1871, en Guatemala, el quetzal (Pharomachrus mocinno), que con su deslumbrante belleza y su lugar preponderante en los mitos fundacionales mayas, ha figurado desde entonces tanto en el escudo como en la bandera del país; en 1928, en Argentina, el hornero (Furnarius rufus); en 1941, en Perú, el tunqui o gallito de las rocas (Rupicola peruvianus); en Venezuela, en 1958, el turpial (Icterus icterus); en Nicaragua, en 1971, el guardabarranco (Eumomota superciliosa); en Costa Rica, en 1977, el zorzal gris o yigüirro (Turdus grayi); en República Dominicana, en 1987, la cigua palmera (Dulus dominicus), un pájaro pequeño endémico en La Española que es el único miembro de la familia de los Dulidae; en Honduras, en 1993, la guacamaya roja o guara roja (Ara macao), también llamada lapa; en El Salvador, en 1999, el torogoz o talapo o momoto ceja turquesa (Eumomota superciliosa), que es la misma especie que el guardabarranco nicaragüense ya mencionado; y en Paraguay, en 2004, el guyra campana o pájaro campana (Procnias nudicollis). En Puerto Rico, después de años de debate sobre si el ave nacional debía ser el pitirre (Tyrannus dominicensis), el carpintero puertorriqueño (Melanerpes portoricensis), la reina mora (Spindalis portoricensis) o el guaraguao colirrojo (Buteo jamaicensis jamaicensis), se intentó zanjar el asunto con una votación en las escuelas primarias de la isla programada para el 29 de abril de 2020, pero que no pudo celebrarse debido a la pandemia. En julio de este año (2023), la Cámara de Representantes de Puerto Rico ha aprobado que sea definitivamente el diminuto San Pedrito (Todus mexicanus), aunque hoy, 12 de octubre, se siga a la espera del visto bueno del Senado. En Uruguay, el tero o terutero (Vanellus chilensis) —una versión embravecida de las avefrías europeas— suele ser considerado el ave nacional (ahí ha estado, en estas últimas semanas, el equipo de los “teros” en la copa del mundo de rugby), como lo es, en Cuba, también de manera no oficial, el trogón o tocororo (Priotelus temnurus).

Estas aves nacionales contribuyeron a la ardua lucha, por parte de las repúblicas hispanoamericanas, para forjar un sentimiento de pertenencia a través de la fauna autóctona. Se habían acostumbrado, durante los siglos de la Colonia, al ave invasora. Las Indias habían sido conquistadas por la España de los Reyes Católicos, cuyo escudo era sostenido por las garras del águila de San Juan [Ilustración 1]; en 1516, llegó para sustituirlo el escudo imperial de Carlos V, con el águila bicéfala que encarnaba la unión con los Habsburgo [Ilustración 2]. Con su poderío de depredador sin parangón en el mundo de las aves, el águila era un símbolo más que apto para un imperio en que nunca se ponía el sol, y aunque desapareció más tarde con la llegada de los borbones, a comienzos del siglo XIX había águilas en el escudo del Sacro Imperio Germano, con su águila negra bicéfala [Ilustración 3], o en el escudo del Imperio Francés de Napoleón, con un águila dorada a punto de alzar el vuelo contra un fondo de azul e interesada, como se sabe, en extender sus alas imperiales sobre las Américas, como sucedería en los años sesenta con el imperio mexicano de Maximiliano de Habsburgo [Ilustración 4]. Tan importante y más cercano geográficamente era el Gran Sello de los Estados Unidos, inaugurado en 1792, en que un águila calva sujetaba en su pico el lema de la joven nación, “E pluribus unum”, mientras portaba sobre su pecho el escudo con los colores de la bandera [Ilustración 5]. No me resisto a recordar, sin embargo, que a uno de los padres fundadores, Benjamin Franklin, le pareció lamentable la elección del águila calva (Haliaeetus leucocephalus) como símbolo de su país. “He is a bird of bad moral character”, escribió a su hija en una carta de 1874: no se ganaba la vida honorablemente, era demasiado vago para pescar por su propia cuenta y prefería esperar a que lo hiciera la más pequeña águila pescadora para luego robarle lo pescado; además, era un cobarde abyecto, “a rank coward”, que se dejaba asustar y ahuyentar por los llamados tiranos, pájaros apenas más grandes que un gorrión. En fin, aseguraba Franklin, le habría gustado más tener como símbolo patrio al pavo (“From Benjamin Franklin”).

Al alcanzar la Independencia, fueron varios los países de América Latina que escogieron aves rapaces para sus escudos. Desde 1821 la bandera de México, en una alusión al mito fundacional de Tenochtitlán, luce en su escudo un águila —aparentemente, un águila real (Aquila chrysaetos)— posada sobre un nopal aunque aún sin la serpiente que devorará en escudos más tardíos [Ilustración 6]. En cuanto a Panamá, en 2002 se nombró como ave nacional la majestuosa águila harpía (Harpia harpyja), y el escudo original, inaugurado en 1904 con un águila más bien genérica en su cimera [Ilustración 7], fue adaptado para que figurara la especie autóctona [Ilustración 8].

Otras repúblicas americanas, al terminarse las guerras de la Independencia, introdujeron en sus escudos una especie tan majestuosa o más como el águila en su vuelo, aunque no existía en los manuales de heráldica. Hubo un cóndor en el primer escudo del Perú, que nació con diseño del propio general José de San Martín en 1821 [Ilustración 9], aunque cuatro años más tarde tanto el ave como la llama de ese escudo quedaron reemplazadas por una vicuña, un árbol de la quina y una cornucopia derramando monedas [Ilustración 10]. Chile tiene un cóndor, acompañado por un huemul, un pequeño ciervo andino, en su escudo desde 1834 [Ilustración 11], el mismo año en que la Nueva Granada (después Colombia) incorporó también un cóndor en el suyo [Ilustración 12]. Bolivia haría lo mismo en 1851 [Ilustración 13]. En el caso de Ecuador, una pareja de cóndores aparecieron por decreto en el escudo de 1836, posados en las cumbres del Ruca Pichincha y el Guagua Pichincha [Ilustración 14];[2] ya en 1843, el escudo del general Flores colocó un cóndor con las alas abiertas sobre la parte superior [Ilustración 15],[3] donde seguiría apareciendo tras la modificación marcista del 45 [Ilustración 16],[4] y luego en la versión definitiva, establecida por decreto bajo la presidencia de Eloy Alfaro en 1900 [Ilustración 17].[5] Ahí está el cóndor, también, rompiendo las cadenas y ahuyentando al león español en el Monumento a los Héroes, impulsado por Alfaro e inaugurado en la Plaza Grande de Quito en 1906 [Ilustración 18].

1.2. El ave de la Independencia

Cuentan que José Joaquín Olmedo se encargó del diseño de ese escudo marcista de 1845, y no es casual que dos décadas antes el cóndor ya había aparecido en un momento culminante de “La victoria de Junín”, su gran epopeya sobre la gesta independentista que fue el poema fundacional del Ecuador moderno. El inca Huayna Capac, erguido como deus ex machina en pleno fragor de la batalla, celebra el sueño bolivariano y corona su extenso monólogo augurando que el Libertador se sentará en el empíreo a la diestra de Manco Capac. “Así place al destino”, sentencia, y luego:

¡Oh! ved al cóndor,
al peruviano rey del pueblo aerio,
a quien ya cede el águila el imperio,
vedle cuál desplegando en nuevas galas
las espléndidas alas,
sublime a la región del sol se eleva
y el alto augurio que os revelo aprueba.

(La victoria de Junín, 50)

            El cóndor era el ave que traía la Independencia, el ave que ahuyentaba para siempre al águila española.

1.3. El ave sagrada de los Incas

La gran ave depredadora del imperio español cedió así ante el ave de los Incas, “peruviano rey” de las alturas, que aprobaba lo anunciado por Huayna Capac remontando el vuelo hacia el sol. El cóndor interesaba a Olmedo porque al igual que el águila habitaba las alturas y se aproximaba en su vuelo al cielo y al sol. Además, para los incas el sol era el dios Inti y el kuntur era el ave sagrada, un mensajero de los dioses e intermediario entre el mundo superior y la tierra.[6] No cabe duda de que esta identificación de las aspiraciones independentistas con la herencia incaica se mostraría, con el tiempo, más bien ilusoria, pero ahí está como promesa incumplida en el poema de Olmedo. Ahora bien, no ha desaparecido del todo esa herencia. En un poema titulado “Malkuta tapuy”, “Pregunta al cóndor”, recopilado por Lucila Lema Otavalo en su antología bilingüe Ñawpa pachamanta purik rimaykuna/Antiguas palabras andantes. Poesía de los pueblos y nacionalidades indígenas del Ecuador (2016), el poeta quichuaparlante Segundo Wiñachi se dirige al ninan malku, “poderoso cóndor”, como dueño de la memoria perdida de su tierra y su cultura, y de lo que hubo en Ecuador antes de la llegada de los “barbudos”. Sabe, sin embargo, que lo que posee el cóndor son las llaves no solo del pasado, sino también del presente y de un futuro más que incierto:

Solamente tú sabes cómo fue la creación
¿Y por qué ahora estamos enfermos en la peste de esmog?
¡Oh poderoso cóndor! Antes de tu extinción
cuéntame tus secretos que tienes reservados
de tu sabiduría, de tu poder
para así poder transmitir a mi futura generación
Si tú te pierdes ya no tendré a quién preguntarle.

(Ñawpa pachamanta, 67-68)

1.4. Un choque de símbolos. El cóndor vs. el águila

Olmedo apuntó en su poema a un choque de poderosos símbolos: el cóndor enfrentado no al león sino al águila del imperio español. Este encontronazo entre las dos aves, nacido en paralelo al intercambio de símbolos en los escudos de las jóvenes repúblicas de América, no desapareció después del poema de Olmedo. Volvería a aparecer a inicios del siglo XX, en otro poema de resonancia continental, cuando Rubén Darío en su “Salutación al águila” entonó para el nuevo imperio del norte, Estados Unidos, una polémica bienvenida a la III Conferencia Panamericana que tuvo lugar en 1906 en Río de Janeiro. Invitó a la “mágica Águila de alas enormes y fuertes”, al águila que “amara tanto Walt Whitman”, a “extender sobre el Sur tu gran sombra continental”, aunque luego le recordara: “Águila, existe el cóndor. Es tu hermano en las grandes alturas” (Poesía completa, 486-488).

1.5. El cóndor como depredador

En ese choque entre iguales, el águila y el cóndor, era habitual intentar apartar del cóndor los atributos negativos habitualmente asociados con los buitres, y otorgarle a la vez los rasgos más nobles vinculados al águila. Esta equivalencia resulta particularmente interesante en el contexto de la opinión negativa de Buffon sobre los buitres y en vista sobre todo de sus teorías respecto a la supuesta degeneración de la naturaleza americana, que era notoria para él en el empequeñecimiento de las especies que ilustraba comparando el tapir con el elefante, la llama con el camello y los (no tan) grandes felinos del Nuevo Mundo con el tigre y el león. Estas “teorías” —que serían combatidas por Juan de Velasco en su “historia natural”—[7] eran insostenibles cuando se trataba de las aves, y llama la atención la manera elogiosa en que Buffon se refería al cóndor andino, una especie que conocía solo a través del testimonio de viajeros y de un par de grabados de dudosa fidelidad. “Si la facultad de volar —dice— es un atributo esencial al ave, el cóndor debe mirarse como la mayor de todas”, superior incluso a las águilas (Obras completas, 131). Pero el francés fue más allá, al mostrar su desacuerdo con aquellos naturalistas que consideraban el cóndor un buitre debido a la falta de plumas en la cabeza y el cuello; en realidad, señalaba Buffon, “su índole tiene más analogía con la del águila”:

[El cóndor] es, dicen los viajeros, valiente y altivo, acomete solo a un hombre, y mata con facilidad a un niño de diez o doce años, detiene un rebaño de carneros y escoge el que se quiere llevar: arrebata los cervatillos, mata las corzas y las vacas, y también coge peces grandes: se mantiene, pues, como las águilas, del producto de su caza, se alimenta de presas vivas, y no de cadáveres; todos estos hábitos corresponden al águila más bien que al buitre.

(135)

La valentía y la altivez lo sitúan inequívocamente en el lado de los nobles depredadores y lejos de la ignominia de los buitres. Resulta curioso, por tanto, que Buffon sugiriera, a continuación y de manera sumamente paradójica, que el cóndor no era en realidad otra cosa que el quebrantahuesos europeo, un ave que era un buitre, no un águila (por mucho que se alimente de huesos en vez de carne putrefacta), que tampoco había visto en vivo el francés y que consideraba erróneamente del tamaño del cóndor (137-138).

A ojos de Buffon y de otros, que el cóndor fuese un depredador que cazaba y mataba sus presas lo dignificaba como especie. Conviene recordar que no es así, a pesar de la abundancia de leyendas populares y testimonios falsos o parciales que siguen hoy denunciando matanzas perpetradas supuestamente por cóndores y sirven como aliciente y excusa para proceder a su exterminio. Solo hace falta comparar las garras de un cóndor y un águila real para ver y comprender la diferencia entre un ave carroñera y otra acostumbrada a matar. El Inca Garcilaso de la Vega lo diría con claridad, al escribir sobre el cóndor en sus Comentarios reales: “La naturaleza, madre común, por templarles la ferocidad les quitó las garras; tienen las manos como pies de gallina”. No por ello dejó de señalar la capacidad mortífera de los cóndores, que poseían “el pico tan feroz y fuerte, que de una herronada rompen el cuero de una vaca; que dos aves de aquéllas la acometen y matan, como si fueran lobos” (Comentarios, 261). Esa fuerza del pico es, en efecto, notoria, pero lo normal es que un cóndor mate solo en casos excepcionales, al encontrarse con animales indefensos o incapaces de defenderse como un becerro recién nacido, pero poco más. No puede llevarse en las garras, como el águila, su presa. Colocarlo, sin embargo, en el rango de las rapaces depredadoras se hizo habitual. Juan de Velasco, por ejemplo, lo diría así en su Historia natural: “Tiene tanta fuerza, que con un alazo derriba un ternero bastante grande. Si es ya torejón crecido, le echa la garra al pescuezo y lo derriba; y lo mismo hace con otras especies de bestias” (Historia, 100). Hasta Alexander von Humboldt, que tanto tiempo pasó con los cóndores en el Pichincha y el Chimborazo, y describió detalladamente los dos ejemplares que pudo ver, analizar, diseccionar y dibujar [Ilustración 19], contribuyó a perpetuar ciertos errores de Buffon. El cóndor, decía, no era en efecto más grande que el quebrantahuesos, aunque eran especies distintas y fisionómicamente muy diferentes (Receuil, 35, traducción mía aquí y en las citas siguientes). Era “más fuerte y audaz” que el quebrantahuesos y, aunque prefería “los cadáveres a los animales vivos”, era un ave que cazaba y mataba:

Dos cóndores se lanzan no solo sobre el venado andino, sobre el pequeño león que es el puma o sobre la vicuña y el guanaco, sino incluso sobre una novilla; lo persiguen largamente, hiriéndolo con sus garras o con su pico, hasta que la novilla, sin aliento y abrumada por el cansancio, extiende la lengua y brama: entonces el cóndor agarra la lengua, que le gusta mucho, y luego arranca los ojos a su presa, que, tendida en el suelo, expira lentamente. En la provincia de Quito es muy considerable el daño que los cóndores hacen al ganado, sobre todo a los rebaños de ovejas y vacas. Me contaron que en las sabanas del Antisana, a 4.093 metros sobre el nivel del mar, se encuentran a menudo toros que no pudieron librarse de la persecución y fueron heridos en el lomo por los cóndores.

(41-42)

Aun así, el alemán rechazó los cuentos sobre cóndores que atacaban y mataban niños —un comportamiento que costaría describir como noble o altivo—, insistiendo en que los indígenas que conoció en los Andes cerca de Quito “aseguraron unánimemente que esta ave no es peligrosa para el ser humano” (36).

1.6. El héroe como cóndor

En medio del bestiario maniqueo de halagos e insultos del que se han dispuesto los escritores a lo largo de los siglos, en hagiografías de héroes impolutos o diatribas contra enemigos diabólicos, el cóndor se ganó así el derecho de alinearse con los depredadores y connotarse de manera casi siempre positiva. Ahí están, como hombres cóndores, el general San Martín de Mary Corylé, en su curioso poemario El Cóndor de Aconcagua (1964), un “Monomento d’Romances” tan extenso como extraño, “taliado / en la miya antiga fabla”, como si fuese un Gonzalo de Berceo trasladado a la década de los Beatles (El Cóndor, 9), y el José Peralta de César Hermida Bustos, en su novela El Cóndor y el Colibrí (2008). El más célebre de los hombres cóndores es, sin embargo, Eloy Alfaro, a raíz del libro de José María Vargas Vila, La muerte del Cóndor (1914). La forma en que el colombiano organiza su bestiario incide en los tópicos que hemos visto. Alfaro, para él, no era solo un “viejo cóndor andino” (La muerte, 96); era también un “viejo león” (68, 79, 91), era “un águila que tuvo el corazón de una paloma” (33) y tenía “ojos de halcón; audaces y voraces” (35). Son cuatro animales “nobles”, “carniceros” —si incluimos, por supuesto, al desnaturalizado cóndor. Frente a ellos pasaba, en un triste “desfile de tigres”, los tiranos animalizados de la América Latina: Porfirio Díaz, el “Puma Azteca”; Raimundo Andueza Palacio, “el cerdo trágico”, y Cipriano Castro con sus “gestos de antropoide”, ambos de Venezuela; los colombianos Rafael Reyes, un “tigre paralítico” o “esqueleto de fiera”, y el “coleóptero lírico, venenoso y cruel” que era Rafael Núñez; y el hondureño Domingo Vázquez con su “talla de jaguar” (23-28). Estaban, también, los que llevaron a la muerte a Alfaro: Leónidas Plaza, un “lobo desmadrado” y “enorme vaca andrógina”, que era de la “raza de las víperas”, que era un “anfibio extraño”, “mitad hiena, mitad boa” (68-69), que era un “horrososo chacal” y “un gato castrado” (126), que era un ser tan extraño que desconcertaba “todos los cálculos de la Zoología” y estaba “colocado por la Naturaleza fuera de ella, y al cual se olvidó de clasificar” (69); y también Carlos Freile Zaldumbide, una “burra de oro convertida en tigre” a la que le crecían “garras bajo las pezuñas” (87). Estaban, por último, “los buitres taciturnos de la Traición Clerical” (94), responsables de soltar contra Alfaro una turba de “buitres asquerosos”, “buitres ahítos de sangre, y arrodillados ante el oro” (33-34). Quedémonos con esta paradoja brutal: son buitres quienes perpetran el asesinato y la profanación del hombre-cóndor que era Eloy Alfaro, aunque el cóndor, como sabemos, es el buitre más grande e imponente que hay en nuestro planeta.

1.7. El poeta como cóndor

Este uso figurado del cóndor se entronca con el diálogo que mantuvieron los poetas de América Latina con el que fue, para ellos, el más grande de los románticos, Víctor Hugo, el paladín de las luchas cívicas cuyo símbolo predilecto para el poeta era el águila, un ave cuyo contacto con las alturas se emparentaba con la altura espiritual. Los poetas, decía el francés, eran hermanos del águila,[8] y este en el reino de las aves era el genio: “L’aigle, c’est le génie! oiseau de la têmpete, / Qui des monts les plus hauts cherche le plus haut faîte” (Oeuvres complètes, I: 331: el águila es el genio, ave de la tempestad, que entre los montes altos busca la más alta de las cumbres). No era difícil americanizar el águila de Hugo convirtiéndolo en cóndor. Hasta en Brasil —un país, recuérdese, sin Andes ni cóndores— los poetas de la última generación romántica, grandes seguidores de Hugo, se pusieron a sí mismos el nombre de condoreiros,[9] y el mexicano Salvador Díaz Mirón, en una “Oda a Víctor Hugo”, describió a este como un titán que “escala[ba] el cielo, desafiando al rayo…”, apuntando: “El cóndor gigantesco de los Andes, / el buitre colosal de orlado cuello / no ha batido jamás alas tan grandes / ni ha visto tan cerca un sol tan bello” (Poesías, 1).

            Algo de ese espíritu de Hugo se encuentra en un poema juvenil de Jorge Carrera Andrade, “¡Hacia las cumbres…!”. Es de cuando Carrera Andrade no era todavía el poeta del guacamayo y del colibrí, y fue rescatado por Álvaro Alemán en el tercer volumen de su imprescindible edición crítica:

¡Arriba, pensadores; subid a la alta cumbre,
a los áridos montes de la gloria inmortal;
donde reinan los cóndores, donde impera la lumbre
y donde entona el viento su canción funeral!

(Marginalia, 43)

1.8. La dignificación de una especie autóctona

En su silva a “La agricultura de la Zona Tórrida” de 1826, aunque sin renunciar a las formas neoclásicas europeas, Andrés Bello quiso americanizar la poesía con la introducción de especies autóctonas como el nopal, el agave, la yuca, el banano y el cacao. Intentaba mostrar que eran una materia poética tan digna como cualquiera de las especies europeas consagradas por una tradición milenaria. Olmedo había hecho lo mismo un año antes con su cóndor, dando categoría poética a un ave americana inexistente hasta entonces en la poesía universal. Era el comienzo de una conquista en que los escritores de ambas Américas fueron librándose de una dependencia crónica de especies europeas como la alondra y el ruiseñor, para elaborar un repositorio simbólico con una fauna y una flora propias. Se sentían autorizados para hacerlo al ver a Humboldt, el naturalista vivo más renombrado de la época, mostrar tanta fascinación por la geografía y la naturaleza latinoamericanas, en particular por Ecuador y de manera muy singular por el cóndor. Llegó luego el respaldo del parnasiano francés Leconte de Lisle, autor de “Le sommeil du condor”, “El sueño del cóndor”.[10] Cuando José Enrique Rodó, en su Ariel (1900), celebró este poema de 1862 como una cumbre de la civilización europea,[11] desató una plétora de poemas de cóndores. Ese comentario de Rodó, junto a algo que un año antes había dicho de Rubén Darío —“no es el poeta de América”—,[12] impulsó ingentes esfuerzos por parte del nicaragüense y de otros muchos modernistas para escribir sobre cóndores, con la convicción de que se convertirían, así, en poetas de América.

Ahí está “El crepúsculo de los cóndores” de Leopoldo Lugones, publicado en 1905 en Los crepúsculos del jardín, o la ya mencionada “Salutación al águila” de Darío, de 1906. De este mismo año son los cinco sonetos dedicados a cóndores por el argentino Leopoldo Díaz, traductor de Leconte de Lisle, en su libro Atlántida conquistada, y los numerosos poemas sobre cóndores en Alma América. Poemas indoespañoles, de José Santos Chocano. Miguel de Unamuno diría en su prólogo que Chocano recordaba precisamente a Leconte de Lisle, porque “uno y otro han sacado gran partido del cóndor, el águila americana, del arrogante cóndor que se cierne sobre las nubes” (Obras completas, VII: 191). En el caso de Ecuador, de 1911 es un soneto de Humberto Fierro, “Tarde”, que comienza:

El paisaje de selvas y peñones
cruza un vuelo de cóndores nevados,
que hacia los horizontes incendiados
se funde en tenebrosos nubarrones.

(Arias, Poetas parnasianos y modernistas, 320)

Y luego está Medardo Ángel Silva, que en sus póstumas Trompetas de oro vira hacia el llamado “Mundonovismo”. En “Dios te salve, Patria”, el primero en una lista de representantes de la nación es “el invicto cóndor cuyas sonoras alas / conocen los Andes, tu diamantina diadema” (Obras completas, 210); en su poema a “Los Libertadores”, pide que los versos vuelen “con un estremecimiento de alas de cóndores y palomas” (213-214); y luego, en su “Cabalgata heroica”, otro homenaje a los próceres, convoca a los poetas, “meditabundos pálidos, / buceadores de infinito”, para que reconozcan y celebren su identidad: “ved el regreso de águilas y cóndores / y vuestro sol de oro, americanos” (216).

El ímpetu que alcanzaría la poesía ecuatoriana en las siguientes décadas siguió teniendo al cóndor como personaje predilecto. En el poema inaugural de sus Hélices de huracán y de sol (1933), titulado “Hombre de América”, Gonzalo Escudero se enfrentó a la experiencia telúrica del hombre americano, criado en medio de una loca geografía, de una naturaleza y un clima desmesurados: “Revoloteaban cóndores en tu cabeza brava / —insectos de la lámpara de los amaneceres— / ¡y aprendiste a beber en los cráteres lava / para que den a luz volcanes tus mujeres!” (Hélices, 73-74). Asimismo, César Dávila Andrade, en su Catedral salvaje (1951), una oda a la vastedad indómita de América —“¡Catedral de la altura, rezada por millares de insectos y de cóndores! / ¡Cataclismo incesante, sin sonido ni escombros!” (“Catedral”, 125)—, volvería al cóndor para mostrar que no cabía en el Nuevo Mundo la pequeñez amable y domesticada de los paisajes y las especies europeos:

¡En su lecho de espanto, renace el cielo a cada esquirla suelta!
¡Allí yace el cóndor con su médula partida
y derramada por la tempestad!
¡Amauta valeroso, toda verdadera canción es un naufragio!
¡Aquí, no cantará nunca el pajarillo matinal!

(115)

1.9. El suicidio del cóndor

Según lo que parecería ser una vieja leyenda andina, los cóndores ancianos, conscientes de su incapacidad de sobrevivir por su propia cuenta, suben volando en dirección del cielo para luego dejarse caer, precipitándose a la muerte sobre las rocas o el mar. Dávila Andrade la incorporó a su Catedral salvaje:

Alguna tarde, en una sorda pausa entre dos tempestades,
torna a elevarse el negro cóndor ciego, hambriento de huracanes.
¡En el más alto límite del vuelo, cierra las alas repentinamente
y cae envuelto en su gabán de plumas…!

(“Catedral”, 122)

Años más tarde, en su relato “El cóndor ciego”, Dávila Andrade regresaría a la leyenda. Cuatro cóndores están posados en su atalaya de granito negro. El más viejo de ellos, al que conocemos simplemente como el viejo o el ciego, es el primero en sentir el olor a quemado que llega desde una hacienda donde se esta marcando al ganado con hierro candente. Da lo mismo que el sentido del olfato en los cóndores sea, en realidad, limitadísimo; en el relato no es así. A órdenes del viejo sale en busca de comida el cóndor Sarcoramphus, que regresa diciendo que al fondo de una quebrada están los cadáveres de un indio joven y una mula. El viejo pide que le traigan el corazón y los testículos del hombre. A solas sobre la roca, rememora los días en que revolaba con su pareja oteando la comarca, y recuerda los días en que mataba terneras golpeándolas con “un aletazo matemático”: “¡Cómo resplandecían los bellos ojos de su compañera entre el vaho picante de las vísceras!” (“El cóndor ciego”, 30). Después de comer los manjares que le llevaron sus compañeros, al final de la tarde subió con ellos a una piedra negra, corrió a lo largo de la rampa y se echó a volar. Los demás cóndores, compungidos al despedirse del viejo que tanto les había enseñado, lo vieron ascender hasta convertirse “en una sola mancha horizontal contra la ilimitada transparencia”. Y termina así el cuento:

El ciego ascendía serenamente, adivinando la inmensa candela de la tarde. Ya era una sola mancha horizontal contra la ilimitada transparencia, sobre las aguas. La sal húmeda y bullente de las profundidades le llegó al sentido. La aspiró con gusto mortal para el último gesto. En seguida, sabiéndose sobre el abismo, cerró las alas de golpe.
         Ellos miraban.
         Un cuerpo oscuro y apretado cayó girando como un fruto.

(31)

Lo que me interesa aquí es cómo Dávila Andrade ha mezclado la leyenda del suicidio del cóndor con una costumbre particularmente cruel a la que se solía someter al ave. A comienzos del siglo veinte, el costumbrista argentino Fray Mocho publicó una crónica titulada “La caza del cóndor”. Lo primero que había que hacer, explicó, era matar un caballo, extraerle las vísceras, esconderte bajo la piel y esperar hasta que un cóndor se percatara y bajara para comer; cuando este estaba torpe ya de tanta comida, había que saltar fuera de la piel del caballo, agarrar las alas del ave y atarlas. El que se lo enseñaba a Fray Mocho le anunció que provocaría ante sus ojos el suicidio del cóndor atrapado. Le traspasó los ojos con una lezna ardiente y lo soltó. El cóndor “corrió un trecho, graznando de dolor, y luego se remontó casi recto” hasta perderse en el azul; pero al darse cuenta de su ceguera, se dejó caer desde las alturas como muerto. Así lo dice el cronista: “lo vimos caer pesadamente, allá, en la lejanía brumosa de los cerros desiertos!” (“La caza”, 41-42).

Y así lo cuenta José Santos Chocano, también, en “El cóndor ciego”. El ave, desconcertada por la pérdida de la vista, bate las alas y se dirige al cielo, como si lo guiara “el instinto eterno de la inmortal belleza”, hasta comprender, por fin, que está ciego: “Y, al fin, caes sin vida: / caes como cayese la esperanza perdida” (Alma América, 134). A Unamuno le impactó mucho este poema. Así lo dijo en su prólogo al libro de Chocano, refiriéndose a “uno de los asuntos más profundamente poéticos, más sugestivos, más abismáticos que pueden darse” (Obras completas, VII: 191), y él mismo, en su libro El Cristo de Velázquez, hablaría de los que “ciegan, crueles, al cóndor de los Andes”. El “ceñudo soberano / de las crestas” sube y sube en busca de luz hasta que la asfixia lo posee; entonces, “pliega sobre su pecho que revienta / su corvo pico y se desploma muerto” (Obras completas, XIII: 728-729).

Quisiera rescatar, también, “El suicidio del cóndor” del poeta parnasiano de Guayaquil Francisco José Fálquez Ampuero. Tiene la gracia, entre otras cosas, de rescatar la noción del ave sagrada: el cóndor es “el torvo mensajero / de los difuntos Incas” (Caja de cromos, 34); y a la vez, de reconocer su carácter de carroñero: “Hacia el cadáver de un corcel tendido / en la esmeralda de la fértil grama, / los cóndores hambrientos / rápidos bajan en ruidoso enjambre”. Llega después el cazador furtivo, que apresa al ave, repleta de comida, en su lazo y luego, “implacable, le revienta / con agudo punzón el ojo ardiente” (35). El cóndor huye volando, pero en seguida, “fatigado ya se precipita / entre el espanto de carrera loca, / desde el zenit hirviendo en rayos de oro, / contra el puñal desnudo de la roca”. Fálquez Ampuero aprovecha, además, una moraleja final para dar una vuelta de tuerca a la analogía romántica del poeta con el cóndor:

El Genio, hasta la Gloria,
se encumbra con empuje soberano;
y como el rey suicida de los aires,
harto ya del acíbar de los necios,
contra el peñón del sufrimiento humano
se lanza sin un gesto ni una queja
con el más varonil de los desprecios!

(36)

1.10. El cóndor en peligro de extinción

En 2009, la caída alarmante de la población de cóndores en Ecuador, debido a la caza y la muerte por envenenamiento, llevó al Ministerio del Ambiente a decretar el 7 de julio como el Día del Cóndor Andino. En un censo de 2018 se calculó que quedaban solo 150 cóndores en el país, pero en ese año y el siguiente se registraron 20 ejemplares muertos por envenenamiento. Más al sur, en el Perú, ya se sabe que el peligro a la población proviene también de la industria turística: la demanda de plumas de cóndor y la atracción en que se han convertido los Yawar Fiesta, en los que se ata un cóndor al lomo de un toro para escenificar la lucha secular entre el indígena y el invasor hispano.[13] Cuánto me habría gustado poder comentar aquí el que fue, al parecer, el primer texto publicado por una jovencísima Gabriela Alemán, precisamente sobre su asistencia a una de estas fiestas. Últimamente, el cóndor andino enfrenta un nuevo peligro, el de la gripe aviar. Ya ha hecho estragos en la población de cóndores californianos, deshaciendo de un plumazo la lucha conservacionista de décadas, y —según he leído— ha llegado recientemente a Galápagos. En unos versos que cité arriba, el poeta quichuaparlante Segundo Wiñachi pidió al poderoso cóndor, ninan malku, que antes de extinguirse le contara los secretos de su sabiduría. Estamos, en estos días, más necesitados que nunca de esos secretos​.

2. El Gallinazo

2.1. ¿El peor de los buitres o el gran limpiador?

El conde de Buffon, que tanto admiraba al cóndor, despreciaba en cambio al gallinazo (al que tampoco había visto en vivo), un ave que apestaba y que era, según él, el peor de los buitres: “es más cobarde, más sucia y más voraz que ninguno de ellos, alimentándose más bien de carne muerta y de inmundicias que de carne viva”. Citaba al viajero Renaud des Marchais, a quien le parecía aberrante leer que los españoles y los portugueses lo protegían, “a causa del servicio que los prestan devorando los cuerpos muertos e impidiendo así que el aire se corrompa”, e imponían multas a sus cazadores: “Esta protección ha multiplicado extraordinariamente esta horrible especie de pavo” (Obras completas, 129). Juan de Velasco, por su parte, no veía nada aberrante en aquello: a la vez que reconocía el “tufo intolerable” del gallinazo, celebró su “oficio de limpiar las inmundicias de las casas y las campañas” (Historia natural, 101), y Humboldt también valoraba la utilidad de los gallinazos dentro de “la gran economía de la naturaleza”, ya que hacían “desaparecer las sustancias animales corrompidas y purifican, por tanto, el aire cerca de las habitaciones humanas” (Cuadernos, 319). El alemán supo distinguir, por otra parte, las dos especies hasta entonces confundidas: el gallinazo negro Coragyps atratus, y el cabecirrojo, Cathartes aura.[14] Ambos pertenecen, como todos los buitres del Nuevo Mundo, a la familia de los Catártidos, los que limpian. O bien, mejor dicho, los que producen, acaso como una obra literaria, la catarsis.

2.2. El gallinazo como personaje popular

Decía Juan de Velasco que los gallinazos andaban “muy domésticos dentro de las ciudades, o solos o en tropas numerosas” (Historia natural, 101). Han sido y son —juntos o separados, negros y cabecirrojos— los buitres cotidianos, aves familiares para millones de americanos desde el sur hasta el norte del continente, que los llaman, de acuerdo con el lugar y entre otras cosas, jotes, cuervos, suchas, uribús, goleros, zamuros, zopes, zopilotes o turkey buzzards. Abundan en la poesía y los relatos populares. Ahí está el que recoge Juan García en sus Cuentos y décimas afro-esmeraldeñas con el nombre “La cabeza pelada del gallinazo”, porque antes no la tenían así. Sucede, sin embargo, que érase una vez un gallinazo con hambre, que descubrió una vaca “echada como muerta”, y le entraban ganas de “picarle la cagalera a esa vaca”, así que “se jue brincando, brincando, brincando, brincando” hasta ponerse a su lado. Brincaba y decía: “Muerta, muerta, muerta…”, mientras que un gavilán en un árbol cercano le avisaba “Viiivo, viiiivo, viiiivo…”. Siguieron así, el primero diciendo “Muerta, muerta, muerta…” y el otro “Viiiivo, viiiivo, viiiivo…” hasta que el gallinazo no podía más, “cogió truuuss, metió la cabeza por la cagalera de la vaca…”, pero ay, la vaca estaba viva y cerró el culo, “y ahora sí, ese gallinazo, carajo, cómo era que caspalateaba y pataleaba y jalaba y la vaca más era que lo apretaba y ese gallinazo caspaleteaba”, y cuando por fin consiguió soltarse, “toditas las plumas de la cabeza se le quedaron adentro de la cagalera de la vaca… Desde ahí jue que quedó con la cabeza así pelada como la tiene” (Cuentos y décimas, 169-170).

Asimismo, son varios los textos dedicados a gallinazos en la recopilación de poesía popular ecuatoriana llevada a cabo por Abdón Ubidia, entre ellos un amorfino de Manabí que dice:

Compadre gallinazo
la mula se ha perdido
si no me ayuda a buscar
usted se me la ha comido.

Su mula flaca no he visto
usted está confundido
si me van a interrogar
me voy como he venido.

(Poesía popular andina, 16)

2.3. Un ave sin prestigio poético

Si la poesía culta de Ecuador y de toda Hispanoamérica abrió las puertas al cóndor desde los años de la Independencia, estas se mantuvieron herméticamente cerradas para el gallinazo, un ave con una fama de fealdad incompatible, se diría, con las bellas letras. Llegó el momento, sin embargo, en que los poetas bajaron del Olimpo y la idea de que existían temas y sujetos intrínsecamente poéticos se esfumó, sobreviviendo como una mera rémora del modernismo. En la estela de Víctor Hugo, los poetas del Nuevo Mundo habían aspirado a habitar allí donde reinaban los cóndores, pero los nuevos poetas bajaron a la tierra, abandonaron sus pretensiones visionarias de antaño, y ahí está el libro de 1970 de Humberto Vinueza, Un gallinazo cantor bajo un sol de a perro, el largo monólogo de un poeta o antipoeta que picotea y procesa los recuerdos fragmentarios y nada transcendentales de una relación de pareja, los restos de una relación ya muerta, y entre esos fragmentos se levanta de pronto el sarcasmo de un anuncio de periódico: “se necesita gallinazo cantor / de buena presencia etcétera” (Un gallinazo cantor, 144). Seguramente, cuando un poeta tzántzico, como buen parricida, se pone a reducir la cabeza de sus padres cóndores, con lo que se queda al final es con la cabeza y el canto de un gallinazo.

Y después, con qué naturalidad aparecen los gallinazos, por ejemplo, en el libro Constancias (1993) de Julio Pazos, en un poema como “Alucinación en primera persona”, donde un ser de ultratumba recuerda cómo su cadáver, ya hinchado, bajó flotando por el río Daule, rodeado por gallinazos que danzaban y se decían alabanzas (Constancias, 21); o bien en el poema “De la pura realidad”, en que “una turba de gallinazos” extraía los ojos y luego despellejaba un asno muerto. “La belleza suele escupir sombras”, dice el poema, que desvela un acto escamoteado hasta entonces por la poesía: “Cuidadosos gallinazos se ocupaban de un asno muerto. / Nada podía cambiar la inmóvil y desdeñosa realidad” (129). Ojo, el título hablaba de pura realidad. Así son las cosas, la muerte y la vida: es la pura realidad; pero esa realidad es pura, desde otra perspectiva, porque los gallinazos están allí para ejercer su catarsis, para purificar la tierra de la podredumbre del cadáver del asno.

2.4. Ahí hay una mortecina: Los Sangurimas

Antes de que llegase a la poesía culta, los novelistas de los años treinta ya habían descubierto en el gallinazo una materia narrativa insuperable. A fin de cuentas, así como los buitres de Homero acudieron al campo de batalla para alimentarse de los muertos en combate, los gallinazos de la costa pacífica asistían puntualmente a cada acto brutal de violencia perpetrado. En Los Sangurimas, José de la Cuadra pauta la decadencia de la familia de don Nicasio con dos grandes hitos, asesinatos cometidos dentro de la familia contra parientes que habían ido a Guayaquil a “cultivarse”: la muerte del abogado Francisco por parte de su hermano, el coronel Eufrasio, hijo favorito de don Nicasio; y luego, la muerte de María Victoria, hija del hijo mayor de don Nicasio, Ventura, a manos de “los Rugeles”, los tres hijos de Eufrasio. Ambos asesinatos se anuncian con una “mancha” de gallinazos. Sobre la casa de don Francisco se vislumbraba “una mancha negra de gallinazos que voltejeaban sobre el techo y penetraban por las ventanas, saliendo después en cruentos combates, como arrebatándose presas”, y dentro de la casa, en el rellano de la escalera, “el cuerpo del doctor Sangurima, pedaceado, medio comido por los gallinazos, estaba ahí, desprendiendo un profundo olor a cadaverina” (“Los Sangurimas”, 483). Más tarde, después de que Ventura desaprobó las ganas de los Rugeles de casarse con sus hijas, estos raptaron a María Victoria y no se supo más de ella hasta que la expedición que salió en su busca observara desde lejos “una mancha de gallinazos”. “Ahí hay una mortecina”, anunció un peón, y así fue: violada, asesinada, con una cruz de madera clavada en el sexo y picoteada por los gallinazos, encontraron a María Victoria (499-500). Ahora bien, recuérdese: los depredadores son los hombres; los carroñeros se encargan, simplemente, de limpiar sus estropicios.

2.5. ¿Gallinazo o Gavilán?

En Cuando los guayacanes florecían (1954), de Nelson Estupiñán Bass, la narración de la guerra de Concha contra el gobierno de Leónidas Plaza se centra en la emboscada de El Guayabo. Después del relato de la batalla, hay un capítulo dedicado al día después: “La pampa continuaba llena de cadáveres. En algunos sitios la sangre estancada había formado charcos claramente visibles. Los gallinazos empezaban a ennegrecer las cercanías del llano. Se los veía acudir a prisa desde lejos. Volaban sobre la pampa, y luego se situaban en las ramas de los árboles cercanos, esperando el momento propicio para empezar a devorar los cadáveres”. El narrador traza un vínculo inmediato entre los gallinazos y los revolucionarios conchistas que, “como aves de rapiña, habían madrugado a despojar a los cadáveres de los soldados leales de todo aquello que consideraban aún de algún valor. Atropelladamente, exhibiendo una codicia jubilosa, iban y venían revolviendo cadáveres” (Cuando los guayacanes, 111). La carroña que buscaban era dinero, anillos, dientes de oro y a falta de estos: casacas, pantalones o zapatos. Después, arrojaban al río los cadáveres desnudos y semidesnudos para que los llevase la corriente, y “entonces los gallinazos volaban desde los árboles hacia los cadáveres, se paraban en ellos y empezaban a devorarlos” (112). Es poco edificante, sin duda, la actuación de los revolucionarios, pero junto a los gallinazos limpiaron el paisaje, y sería demasiado fácil censurar su comportamiento de carroñeros sin cuestionar la carnicería que ellos mismos y sus enemigos perpetraron en la víspera. Los gallinazos regresan en la novela cuando baja por el río Esmeraldas una lancha de la Cruz Roja con heridos de El Guayabo, y un sargento conchista los manda matar a todos: “Al día siguiente, dándose de golpes contra las paredes del río, sin gobierno y con una tripulación macabra, llegó la lancha a la ciudad. Los únicos guías eran los gallinazos que ennegrecían la lancha, disputándose la masa informe y pestilente a que habían quedado reducidos los médicos, los enfermeros, los tripulantes y los heridos”. Tras esta nueva carnicería perpetrada por humanos, ahí están de nuevo los gallinazos señalando lo que el narrador descubre como “el más abominable crimen de los secuaces del coronel Carlos Concha Torres” (136). Conviene señalar, por último, que en la segunda parte de la novela, tras el fracaso de la Revolución en la ciudad de Esmeraldas, el más repugnante y sórdido de los personajes, el intendente general de policía, don Gervasio Carabalí, se conoce por un nombre de ave, pero no de ave carroñera, sino de una rapaz depredadora que mata para comer: “El Gavilán”.

En Las cruces sobre el agua (1946), de Joaquín Gallegos Lara, abundan también los gallinazos. Están parados en el techo de zinc del lazareto donde Alfredo Baldeón lleva a su padre contagiado con la peste bubónica (“Las cruces”, 67); aletean en “la penumbra ciega” después de que participa Alfredo (junto a las fuerzas conchistas) en la batalla de Camarones (84), y están allí cuando se instala a trabajar y vivir cerca de un basurero, rodeado de insectos, perros, chanchos, mendigos y “gallinazos hediondos” (203-204). Lo que me interesa destacar aquí, sin embargo, es que entre los múltiples personajes del pueblo presentados al lector en el capítulo VIII, “Los barrios silenciosos”, y cuyo destino se decide en la masacre del 15 de noviembre relatada en el X, “Fuego contra el pueblo”, destaca sobre los demás el que se llama Gallinazo Morales. En la Casa Exportadora donde trabaja, sufre la grave crisis en la producción y exportación del cacao y pasa largos días de espera —una espera emparentable, quizás, a la de los gallinazos— a que llegue un “embarque” (175). Se trata de un personaje entrañable, con una conciencia moral destacada —propia, quizá, de alguien apellidado Morales—, visible en la preocupación por su amigo, el Loco Becerra, y en el sentimiento de culpa que lo asedia después de llevarlo a la manifestación y ver cómo lo matan. No es banal que Gallinazo Morales sea un personaje tan favorablemente representado, y que el sobrenombre sirva como dignificación popular de un ave cotidiana habitualmente vilipendiada. Tampoco es banal, por supuesto, que el encargado de dignificarla en la literatura sea Joaquín Gallegos Lara.

3. El Guaraguao o Gallinazo Rey

3.1. La palabra “guaraguao”

Hace algunos años, en un coloquio internacional sobre la poesía de Carrera Andrade organizado por Álvaro Alemán y que tuvo lugar, en parte, aquí en la Academia Ecuatoriana de la Lengua, conocí al ornitólogo y pintor Juan Manuel Carrión, que impartió una charla magistral sobre las aves en Carrera. Esa noche, en la cena, le pregunté sobre el guaraguao, y me dijo que no existía en Ecuador un ave con ese nombre, y que Gallegos Lara, en su relato, debía de estar hablando del Gallinazo Rey, Sarcoramphus papa.

En efecto, en las guías de aves de Ecuador no hay ninguna especie llamada guaraguao. Ya he mencionado este nombre al hablar del guaraguao colirrojo, un ave rapaz parecida al gavilán que era candidata a ser nombrada ave nacional de Puerto Rico. Se trata, en efecto, de una voz de origen caribe, que proviene del taíno, y cuyo uso está registrado por primera vez en la Historia general de las Indias de Gonzalo Fernández de Oviedo, que incluyó el guaraguao en una lista de rapaces del Nuevo Mundo.[15]

Ya a mediados del siglo XIX, en un poema del cubano Juan Cristóbal Nápoles Fajardo, más conocido como El Cucalambé, un poeta y amante despechado se compara un guaraguao:

Tu querido y mi rival
ha de pasar más congojas.

Más amarguras que hojas
se ven en un guayabal;

¡Ay, desdichado de tal
si yo lo encuentro en el sao!

Más negra que el cucubao[16]
su estrella contemplará,

porque ella perdiz será
y yo seré el guaraguao.

(Rumores del Hormigo, 191)

En 1938, el colombiano Jaime Buitrago habla de guaraguaos en su libro Pescadores del Magdalena, pero el nombre apareció antes en Guayaquil. ¿Cómo llegó la palabra a Joaquín Gallegos Lara, que la utilizó para nombrar no a una especie de gavilán sino al ave que se suele llamar el Gallinazo Rey? ¿Lo habrá tomado de sus lecturas? Yo diría que no, y que era ya, a finales de los años veinte, una voz popular. Abdón Ubidia, en su recopilación de poesía popular, recoge un amorfino del Guayas que dice: “La culebra en el espino / le persigue al guaranguao, / así me persigue mi negra, / la del otro lado” (Poesía popular andina, 20). “Guaranguao”, con ene, debe ser una errata, pero me quedo con el sujeto masculino emparentándose con el ave rapaz y con el enigma de la mujer que viene “del otro lado”. Se trataría, quizá, de una figuración de la muerte.

3.2. Un verdadero rey de los gallinazos

Según el conde de Buffon, que hablaba como siempre —en cuestiones del Nuevo Mundo— de segunda mano, dependiendo de sus informantes y de un grabado [Ilustración 20], ya en el siglo XVIII se hablaba del rey de los buitres. Era “el ave más hermosa de este género”, decía el francés, y el ancho collar de plumas en el que escondía su cuello se parecía a una cogulla, de ahí que algunos naturalistas lo llamaban el fraile (Obras completas, 123). Así lo registró el nombre científico que se impondría en 1805, Sarcoramphus papa: sarcoramphus procedente del griego σάρξ (o carne) y ῥάμφος (pico ganchudo), y papa de la palabra en latín por obispo. A pesar de su aspecto, Buffon lo consideraba despreciable: “Esta hermosa ave no es limpia, noble, ni generosa, solo acomete a los animales débiles, y no se alimenta más que de ratones, lagartos, culebras, y hasta de los escrementos de los animales y del hombre; así es que huele muy mal, y ni aun los salvages pueden comer su carne” (125-126).

Juan de Velasco llamó la atención a una característica de esta ave que aprovecharía Gallegos Lara en su relato. Los gallinazos más pequeños, decía, “en las provincias frías y templadas, son moros sin señor, mas en las calientes tienen su soberano que no puede vivir sino en clima ardiente. (…) Se llama el rey de los gallinazos, y goza todos los fueros de soberano. Mientras él come solo, ninguno se le acerca: cuando está satisfecho, se aparta para que coman sus vasallos, y aunque estos hayan acabado, ninguno levanta el vuelo hasta que no lo haga su rey, a quien siguen todos” (Historia natural, 101). Humboldt lo corroboró:

He visto a veces, en la América tropical, 70 u 80 gallinazos agrupados en derredor de un buey muerto, y puedo confirmar, como testigo ocular, un hecho que los ornitólogos han puesto en duda sin razón, a saber: que la aparición de un solo Buitre real, siquiera no sea esta ave de mayor tamaño que los Gallinazos, basta para ahuyentar a todo un bando de ellos. Nunca se traba combate; los Gallinazos (…) se aterran al aparecer repentinamente el Sarcoramphus Papa de altivo porte y brillante plumaje.

(Cuadernos, 319-320)

Así vemos al guaraguao, en el relato de ese nombre, ahuyentando primero a los asesinos y luego a todos los gallinazos, e incluso a otro de su misma especie, que se atrevieran a acercarse al cadáver de su querido amo. Era, “naturalmente, un capitán de gallinazos”, dice el relato, y aunque no se le nombre al ave como gallinazo rey, es llamativo que cuando Chancho-rengo, la “especie de hombre” huraña que vivía a solas en el bosque con una escopeta y el buitre, salía a disparar contra las garzas, “el guaraguo volaba i desde media poza las traía en las garras como un gerifalte” (“El guaraguao”, 17). El símil funciona en distintos planos. Tanto el guaraguao como el gerifalte, sobre todo en los ejemplares más llamativos de esta última especie, deslumbran por la blancura de su plumaje. El gerifalte, además, es un ave asociada a la realeza: en la edad media, era el ave del rey y habría sido inconcebible que alguien que no fuese noble lo llevara en el puño. Hablar de nobleza en relación con un buitre —por real que sea— o con un personaje como Chancho-rengo puede parecer absurdo, pero hay una abnegación propia de un héroe medieval en el comportamiento del guaraguao de Gallegos Lara, al que encuentran ocho días más tarde, “terriblemente flaco-hueso i pluma-muerto”, junto al cadáver de Chancho-rengo, que estaba podrido y comido de gusanos y hormigas, pero “no tenía la huella de un solo picotazo” (19). Por último, el que tenemos en el relato es un guaraguao desnaturalizado, que ha renunciado a sus costumbres de carroñero: se porta como ave de cetrería al recoger las garzas y a la hora de defender el honor de Chancho-rengo, es capaz de matar.

3.3. El guaraguao escritor

Escribí hace poco a Mario Campaña, que desde 1996 dirige y coordina desde Barcelona la revista Guaraguao. Tanto en el número inaugural como en otros posteriores se ha reproducido el cuento de Gallegos Lara, cuya presencia resuena así fuera del Ecuador, dentro y más allá de España. Me contestó Mario diciendo que el relato le parece “una pequeña obra maestra”, y que le fascinan la resonancia simbólica de ese ave-personaje que es “el que huele de más lejos la podredumbre” y muestra tanta lealtad en la defensa de su amigo. Se trata, sin duda, de una relación singular: el gallinazo rey convertido en especie de compañía.

Es posible que Gallegos Lara se haya inspirado en las palabras de Humboldt, que apuntó que “una singularidad muy notable, señalada ya por don Félix de Azara, es que el Buitre real, cuando se le cría de muy joven, tiene tal adhesión a su amo, que en los viajes sigue al carruaje de éste, volando por las praderas en el curso de muchas leguas” (Cuadernos, 320). Es curioso ver, sin embargo, que el alemán cita mal al naturalista de origen aragonés, que en sus Apuntamientos para la Historia Natural de los páxaros del Paraguay y del Río de la Plata, de 1802, hablaba no del gallinazo real, sino del Iribú, un nombre con el que señalaba indiscriminadamente a las dos especies de gallinazo más pequeñas:

Criaron uno en una casa, y le vi de más de un año. No se podía dar cosa más mansa. Distinguía al dueño, y le acompañaba 8 y 10 leguas volando sobre su cabeza, y a veces posándose sobre la carreta. Venía a la mano siempre que le llamaba, y jamás se juntaba con los de su especie para comer; porque no hacía caso de otra carne de la que le daban con la mano cortada a pedacitos, y si eran grandes no los quería.

(Apuntamientos, 89)

El buitre real del relato forjó una relación insólita con un ser de otra especie, con el hombre que lo llevaba por la selva sobre su hombro. ¿No es una viva imagen del propio Gallegos Lara, alguien capaz como nadie de percibir la podredumbre social de su país, que salió de la burbuja elitista del campo intelectual para establecer un contacto fraternal con otra clase social, que estaba dispuesto a pelear en defensa de la clase trabajadora a pesar de las masacres, y que estaba acostumbrado, además, a ser llevado por las calles de Guayaquil sobre los hombros de Juan Falcón?

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[1] Agradezco a Gustavo Salazar Calle la información sobre esta traducción parcial hecha por Reyes de La Ilíada.

[2] El 12 de enero de 1833, un decreto expedido por el general Flores sobre la simbología nacional utilizada en las monedas describió las armas del Estado como “dos cerritos que se reúnen por sus faldas”, sobre cada uno de los cuales “aparecerá posada un águila, i el sol llenará el fondo del plano”. Pregunta Rex Sosa: “¿Por qué águilas? ¿Por qué no cóndores como los que ya empezaban a aparecer en escudos como el neogranadino? Acaso el cóndor aún no era considerado un elemento simbólico del país? Eso es posible, pues hay que reconocer el considerable uso de las águilas en los emblemas del orbe por ser considerada ave de amplio uso heráldico, desde el siglo XII” (El escudo de armas, 35). Tres años más tarde, el decreto del 14 de julio de 1836 precisó que las aves sobre las dos cumbres en ese escudio embrionario eran cóndores (42).

[3] Según un decreto sobre el escudo del 18 de junio de 1843, “en la parte superior del escudo, y en lugar de cimera, descansará un cóndor cuyas alas abiertas se extenderán sobre los dos ángulos” (Sosa, El escudo, 51).

[4] Como señala Rex Sosa, después de la revolución marzista de 1845, la Convención de Cuenca modificó sustancialmente el escudo de armas anterior con un nuevo decreto, en el que se precisaba: “El escudo en un lío de haces consulares como insignia de la dignidad republicana; será adornado exteriormente con banderas nacionales y ramos de palma y laurel y coronado por un cóndor con las alas deplegadas”. Si bien el diseño impulsado por Flores ya mostraba al cóndor “individualizado y en lo alto del símbolo, el nuevo escudo lo ratificaba y lo perennizaba en una actitud de vuelo. Esta actitud nos induce a pensar en la energía que desarrolla el cóndor, momentos antes de emprender el vuelo, como un signo demostrativo que Ecuador, que se halla justamente por debajo, está llamado a volar alto en los cielos de la prosperidad” (El escudo, 65; 69-70).

[5] En un decreto del 28 de septiembre de 1900, el Congreso resolvió lo siguiente: “Art. 1º. Las armas del Ecuador serán un escudo ovalado que contenga interiormente en la parte superior el sol con aquella porción de la eclíptica en que se hallan los signos correspondientes a los meses memorables de marzo, abril, mayo y junio. En la parte inferior a la derecha se representará el monte histórico Chimborazo del que nacerá un río; donde aparezca más caudaloso, estará un buque o vapor que tenga por mástil un caduceo como símbolo de la navegación y del comercio. El escudo reposará en un lío de haces consulares como insignia de la dignidad republicana; será adornado exteriormente con banderas nacionales y ramos de palma y laurel, y coronado por un cóndor con las alas desplegadas” (Sosa, El escudo, 102).

[6] Convendría matizar esta noción del cóndor como ave sagrada de los incas. No lo menciona como tal el Inca Garcilaso, y Luis Millones y Renata Mayer, en un capítulo dedicado a “El puma, el cóndor y la serpiente”, señalan que “el documento de Huarochirí no abunda en referencias al cóndor, hecho que se refleja también en los papeles del siglo XVI, en contraste con la frondosa mención y relatos milagrosos del ave en el folclor contemporáneo. Pareciera haber tomado una nueva vida en el siglo XIX, tanto es así que pertenece de manera explícita al imaginario criollo” (La fauna sagrada de Huarochirí, 86).

[7] En la introducción de su Historia natural, Velasco denostó los “quiméricos sistemas” no solo de Buffon, sino también de los también franceses Guillaume-Thomas Raynal y Jean-François Marmontel, así como del holandés Cornelius de Paw y el escocés William Robertson, historiadores y filósofos que “sin moverse del mundo antiguo han querido hacer la más triste anatomía del Nuevo” (II). En cuanto a Pauw y Buffon, “ningún asunto inculcan con mayor empeño […] que la suma escasez de cuadrúpedos, y esos imperfectísimos que se hallaron en América”. A continuación, se centró específicamente en el naturalista francés: “El Sor. Buffon que ha trabajado inmensamente y por largo tiempo sobre la historia natural, ha merecido justamente el renombre del Plinio de la Francia; mas yo temo que este renombre le convenga más justamente por las falsedades contra la América, que por su gran trabajo. Yo no hallo otra diferencia entre los dos Plinios, sino que el antiguo refiere muchas fábulas, por falta de crítica y por sobra de buena fe; y el nuevo las refiere por sistema” (79).

[8] En su extenso poema “Pan”, del libro Les feuilles d’automne (Las hojas de otoño, 1831), escribió Hugo: “Frères de l’aigle! aimez la montagne sauvage!” (¡Hermanos del águila! ¡Amad la montaña salvaje (Oeuvres complètes, II: 423).

[9] El “condoreirismo”, que correspondería a la última y la más politizada generación del romanticismo brasileño, surgió en torno a 1865 y tuvo como sus figuras centrales a Castro Alves, Tobias Barreto, Victoriano Palhares y Joaquim de Sousa Andrade. Véase, por ejemplo, el libro de Domingos Carvalho da Silva, A presença do condor: Estudo sobre a caracterizaçao do condoreirismo na poesia de Castro Alves (1974).

[10] En traducción de Leopoldo Díaz: “Más allá de las rígidas pendientes, / Más allá de las rudas cordilleras, / Más allá de las brumas conocidas / Por las águilas negras, / Más alto que las cumbres horadadas / En espirales tétricas / Do el flujo hierve de las ígneas lavas, / Con la flotante plumazón revuelta / El gran pájaro lleno de sombría / Taciturna indolencia, / El espacio infinito, el sol que muere, / Con sus ojos impávidos contempla”; tan alto sube el ave, dejando atgrás los Andes, que al final del poema, “distante del mundo y de la vida, / Distante de la tierra, / Duérmese el cóndor en el aire helado / Con sus alas inmóviles abiertas” (Díaz, Traducciones, 38).

[11] Terminó así el sexto capítulo, dedicado a Estados Unidos: “Pero no le busquemos, ni en la realidad presente de aquel pueblo, ni en la perspectiva de sus evoluciones inmediatas; y renunciemos a ver el tipo de una civilización ejemplar donde sólo existe un boceto tosco y enorme, que aún pasará por muchas rectificaciones sucesivas antes de adquirir la serena y firme actitud con que los pueblos que han alcanzado un perfecto desenvolvimiento de su genio presiden al glorioso coronamiento de su obra, como en el sueño del cóndor que Leconte de Lisle ha descrito con su soberbia majestad, terminando, en olímpico sosiego, la ascensión poderosa, más arriba de las cumbres de la Cordillera” (Obras completas, 243).

[12] Lo dijo Rodó en su breve libro Rubén Darío, Su personalidad literaria, su última obra, publicado primero en Montevideo en 1899 y luego como prólogo de la segunda edición madrileña de Prosas profanas, de 1901, en la que apareció por equivocación de los editores sin el nombre del autor uruguayo (Obras completas, 169).

[13] Véanse, al respecto, los artículos “Trade in Andean Condor Vulture gryphus feathers and body parts in the city of Cusco and the Sacred Valley, Cusco region, Peru”, de Robert S.R. Williams et al. (2011), y “Human-caused and Yawar Fiesta-derived Mortality of Andean Condors (Vultur gryphus) in Peru”, de Renzo P. Piana (2019).

[14] Aún no se habían fijado sus nombres científicos, y Humboldt habla de “los Gallinazos, dos de cuyas especies ha confundido con frecuencia una nomenclatura por desgracia incierta, el Cathartos Urubu y el Cathartos Aura” (Cuadernos, 320).

[15] Véase la entrada sobre el guaraguao en el Diccionario histórico de la lengua española, donde se señala que el primer registro de la palabra sería de 1557, en la Historia general y natural de las Indias de Gonzalo Fernández de Oviedo: “Hay asimismo vencejos y en mucha cantidad; garzas reales; los que el [sic] en España e Italia suelen ir, azores grandes e muy hermosos; águilas pequeñas; guaraguaos; éstos no los hay en España, pero púselos aquí porque son de la condición e oficio de los milanos, no porque les parezcan en más garzotas; halcones; neblís e muy buenos, algo más negros que del oficio del hurtar los pollos, porque en el plumaje, ni división de la cola, ni en la cabeza no les parescen” (https://www.rae.es/dhle/guaraguao) [consultado el 02/11/2023].

[16] Un pequeño búho: el autillo cubano, sijú cotunto o cuco (Margarobyas lawrencii).

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