Discurso de incorporación de don Vladimiro Rivas en calidad de miembro correspondiente

Compartimos con ustedes el texto del discurso «Vallejo y Tarkovski: la nostalgia metafísica», con el que don Vladimiro Rivas Iturralde se incorporó a la Academia Ecuatoriana de la Lengua en calidad de miembro correspondiente el 15 de diciembre pasado.

El jueves 15 de diciembre de 2022 se efectuó la ceremonia de incorporación en calidad de nuevo miembro correspondiente de la Academia Ecuatoriana de la Lengua de don Vladimiro Rivas Iturralde. A continuación la transcripción de su discurso de incorporación.

Vallejo y Tarkovski: la nostalgia metafísica

A las queridas memorias de mi hermano Ramiro,
de Bruno Sáenz Andrade
y de David Huerta

Gracias, Susana Cordero, Presidenta de esta Academia, que es un oasis en el horror en que se debate la República desde hace más de una década; gracias a todos los distinguidos miembros, por haber hecho posible mi ingreso a la Academia. Créanme que lo mejor del nombramiento que recibo es el sentirme en la grata compañía de todos ustedes.

Cuando Gonzalo Ortiz me transmitió su generosa y bizarra idea de postularme como miembro correspondiente de la Academia Ecuatoriana de la Lengua, idea secundada por Diego Araujo y Fernando Miño, a quienes también agradezco de corazón, experimenté una sensación combinada de vértigo, gratitud y orgullo. Vértigo, porque acudieron a mi memoria los nombres de académicos tan ilustres como Gonzalo Zaldumbide, Aurelio Espinosa Pólit o Jorge Carrera Andrade. Gratitud, porque consideré su iniciativa un acto de impagable amistad. Mil gracias, de nuevo, Gonzalo. Orgullo, porque consideré un reconocimiento a mi largo trato con la literatura. Mi vida ha consistido en buena parte en una relación amorosa y conflictiva con las palabras, a las que me he empeñado en domesticar y resignificar. Resultado de esos empeños han sido mis novelas, relatos y ensayos.

Entre mis publicaciones significativas, la novela El legado del tigre y las casi cuarenta historias de Relatos reunidos, han dado testimonio de un destino, a veces postergado, por imaginar y contar historias. La práctica del ensayo —treinta y cuatro se han reunido en mi más reciente libro Navegaciones, publicado por la PUCE— ha sido causa y consecuencia del placer fecundo de pensar la literatura. Debo incluir en este corpus de ensayos recientes mi libro mexicano Noches de ópera, voluminosa colección de artículos y crónicas sobre la ópera en general y la ópera en México, en particular.

Escritor dividido en dos patrias, una de nacimiento y otra de adopción, he tratado de ser fiel, no sin contradicciones, a las dos. He contado historias que se desarrollan tanto en Ecuador y en México, como en lugares más lejanos en el espacio y el tiempo, porque siempre he considerado que la verdadera patria del escritor es el lenguaje y es la imaginación. Igualmente, he dedicado ensayos, tanto a creaciones ecuatorianas como mexicanas, pero también de otras latitudes.

Los temas ecuatorianos que hubiera podido tratar esta noche ya aparecen desarrollados en mi libro Navegaciones, circunstancia que me ha dispensado de volver a ellos: la revista Hélice, el exilio en la literatura ecuatoriana, Carrera Andrade, Dávila Andrade, Pablo Palacio, José de la Cuadra, Javier Vásconez, Leonardo Valencia, Gabriela Alemán, Mónica Ojeda, entre otros.

El nombramiento que ahora se me concede no constituye solamente un honor, sino una responsabilidad. He de procurar siempre cumplir los compromisos que esta honorable institución me solicite.

Mi discurso de hoy será, creo, una novedad en muchos sentidos: un paralelismo entre dos artistas con medios de expresión, tiempos y geografías diferentes. del que se desprende un tema común y trascendental, sin el cual no se puede comprender al hombre moderno. Como la metáfora une lo distante, podemos considerar este tema una metáfora más.

*

Hay artistas que han hecho de la nostalgia una fuente de exploración estética y un signo de la identidad humana. Si el hombre está hecho de tiempo, recordar el pasado, añorarlo y recrearlo se han vuelto actividades indispensables para definirse a sí mismo. He aquí algunos de esos grandes nostálgicos: Giacomo Leopardi, Johannes Brahms, Gustav Mahler, Marcel Proust, César Vallejo, Malcolm Lowry, Federico Fellini, Andrei Tarkovski. Sus versos, música, novelas, su cine, son manifestaciones de la nostalgia de algo que se perdió en el camino de sus vidas. Nostalgia, dice el diccionario de Corominas, es el resultado de la unión de dos palabras griegas, que significan “regreso” y “dolor”: regreso con dolor. Los casos extremos del poeta peruano César Vallejo y el cineasta ruso Andrei Tarkovski me permiten conjeturar que la conciencia misma de sus existencias significó la pérdida de una vida anterior, inocente, acaso prenatal y mítica.

(Si alguien no conoce el cine de Tarkovski, puede ver todas sus películas en youtube en magníficas versiones restauradas por los estudios rusos que, tardíamente las han puesto en circulación para los públicos de Occidente, cuando en vida del cineasta lo maltrataron, lo censuraron. A esta hipocresía de la política cultural rusa debemos, sin embargo, el privilegio de poder verlas: La infancia de Iván, Andrei Rublev, Solaris, El espejo, Stalker, Nostalgia, El sacrificio).

Vallejo y Tarkovski son dos grandes poetas, uno de la palabra, otro de la imagen cinematográfica, y dos artistas de sensibilidades y mundos tan afines, que podrían considerarse hermanos, a pesar de sus orígenes culturales y medios de expresión diferentes. En los dos poetas la nostalgia se ha resuelto en una profunda religiosidad.

Tanto en la poesía de Vallejo como en el cine de Tarkovski —un hombre que casi todo lo dijo con metáforas—, la evocación ha sido la actividad psíquica fundamental puesta de manifiesto por sus voces. En sus grandes momentos de introspección autobiográfica, la voz poética de Vallejo recuerda, como también lo hace Tarkovski. Pero no se trata del recuerdo sólo como llamamiento al pasado, sino también, en su sentido etimológico y conceptual, fiel a la tradición mistérica de Occidente, como búsqueda de una entidad trascendente, anterior a la existencia terrena, a través de un rito escritural que no sigue un programa, sino que está guiado por el caos aparente de las vivencias y sensaciones, transmutadas en metáforas, en poesía.

El recuerdo personal es tan intenso en los dos poetas, que adquiere una marcada connotación religiosa. Cuando estos artistas evocan, llaman a un pasado que trasciende la vivencia individual para convertirse en experiencia de la especie. Pero vayamos por partes.

Quizá el rasgo común más evidente es la nostalgia de la casa. En la poesía de Vallejo y en el cine de Tarkovski existe la imagen recurrente de la casa, de la dacha, una casa ancestral que se ha perdido en el pasado y que en ambos casos se busca recuperar con análoga vibración poética. La casa de Vallejo es de adobe, la de Tarkovski, de madera. La casa es protección, pertenencia, filiación, vientre materno. Es también el escenario de nuestra infancia perdida. Son casas llenas de presencias, ora silenciosas, ora pletóricas de voces y sonidos. Ahí está la madre de Vallejo con sus hijos, sus “cuatro gorgas, asombrosamente mal plañidas” y, entre ellos, Miguel, que ha muerto. Los lavaderos, las tahonas, los poyos, los escondites, el “sillón ayo”, el patio, el capulí, de la casa infantil de Vallejo. En el autobiográfico El espejo de Tarkovski, está la madre con sus dos hijos, que presienten, en el movimiento y susurro de los arbustos y los árboles, el regreso del padre. Los tejados triangulares, las ventanas y puertas que se abren y cierran solas, los vasos de leche y agua que se derraman, las habitaciones que se inundan. Y los dos poetas parecen transitar de puntillas por esas habitaciones fantasmales. Ahora no están más, se han hundido en el túnel del tiempo.

Los dos artistas escriben y filman desde un estado de orfandad y exilio interior, experiencia que acrecienta su nostalgia, la vuelve inevitable. El exilio es temporal: de la infancia protegida a la adultez desamparada. Y es espacial: del Perú a París, de Rusia a Europa. Aun la muy metafísica Solaris de Tarkovski empieza con la imagen de la dacha, la casa familiar, y termina, cíclicamente, con un regreso desde el planeta de ese nombre a la dacha, aunque descubramos al final que sólo es otro replicante, una isla en el océano de Solaris, una creación de ese planeta que tiene vida propia y que la crea (en el fondo, el planeta inventado por el novelista polaco Stanislav Lem y más tarde por el cineasta, no es sino una metáfora de nuestra misma Tierra, organismo vivo que engendra vida, la destruye y la recrea). En la película, el psicólogo Kris Kelvin vive en la nave espacial en un estado de exilio interior del que sólo escapará por el ejercicio de la memoria trascendente, la recuperación del pasado, de la casa ancestral. Poco antes del desenlace (la pérdida de la esposa), la madre aparecerá para consolar y sanar las heridas físicas y morales del hijo. La visión de Tarkovski es una protesta contra el mundo industrial y posindustrial. La actividad humana está envenenando su casa grande, el planeta, y su fin apocalíptico parece inevitable. En un mundo sobrepoblado, el regreso a la dacha sólo es posible en una ficción poética.

El mundo evocado es, en ambos, marcadamente provinciano y rural. Son casas individuales bien plantadas en la tierra, no agujeros idénticos a otros en los colmenares urbanos. La casa pueblerina de adobe con su patio y su capulí, en medio de los Andes peruanos. La casa de madera, en medio del vasto campo ruso. Estas moradas rurales, por el solo hecho de serlo, y de ser los objetos de la mirada nostálgica, constituyen una protesta contra la cultura industrial y una adhesión al individualismo preindustrial, mirada y adhesión más poderosas, quizá, en Tarkovski, por tratarse, en él, de una casa más evidentemente rural que la casita pueblerina de Vallejo en Santiago de Chuco y, sobre todo, por tratarse de un entorno industrializado en un sistema colectivista. Sin embargo, este entorno rural, primero, y la casa, después, son sólo estaciones, las más visibles, para llegar más lejos, a su habitante esencial, la madre, y aun al mundo prenatal. Es, en ambos casos, una casa materna, una casa en la que el padre está ausente. En Vallejo se lo ignora. En Tarkovski se lo espera.

En el poema XIX de Trilce leemos esto:

Penetra en la maría ecuménica.
Oh sangabriel, haz que conciba el alma,
el sin luz amor, el sin cielo,
lo más piedra, lo más nada,
hasta la ilusión monarca.

La voz poética implora al Arcángel anunciador que “penetre en la maría ecuménica”, una Virgen concebida, no sólo como la madre de Cristo, sino como la madre del mundo, de todos los hombres y países, e induce a la fecundación del alma, que los hombres aún no poseemos. Se trata de una religiosidad radical, semejante a la que percibimos en Tarkovski; una religiosidad de campito lejano, con apetencia de una dimensión espiritual que, según el cineasta, se ha perdido en las grandes ciudades contemporáneas (en El sacrificio, su última película, esta declaración es explícita, como ya veremos más adelante, tanto en las palabras como en las imágenes). Según Tarkovski, el ser humano no ha acabado de ser: su alma ya ha sido concebida, pero la civilización le ha privado de su espiritualidad. Tesis rousseauniana, sin duda. Y reclama un regreso a la fe elemental, inocente, del pueblo ruso, aspiración muy semejante a la que encontramos también en la obra de Dostoyevski.

La Virgen María es, por excelencia, la representación sacra de la Madre. La nostalgia de ella genera un pasado transhistórico, mítico, prenatal. En los dos poetas, la madre posee a menudo una imagen y significación casi sagradas y míticas, ciertamente poéticas. Abundan en Trilce los poemas sobre la casa materna y la madre evocada, “la muerta inmortal” del poema LXV: el III (“Las personas mayores”), el VI (“El traje que vestí mañana”), XVIII (“Oh las cuatro paredes de la celda”), XIX (“A trastear, Hélpide dulce, escampas”), el XXIII (“Tahona estuosa de aquellos mis bizcochos”, quizá el más profundo, entrañable y conmovedor poema de Vallejo), XXVIII (“He almorzado solo ahora, y no he tenido”), XXXIII (“Si lloviera esta noche, retiraríame”), XXXIV (“Se acabó el extraño, con quien tarde”), LXV (“Madre, me voy mañana a Santiago”), LXXII (“Lento salón en cono, te cerraron, te cerré”) … En Los heraldos negros consta, entre otros, ese emotivo poema elegíaco que es “A mi hermano Miguel”, donde la casa familiar tiene una presencia luctuosa al tiempo que física y mítica… ¿para qué citar más ejemplos?

Por carecer de nombre, la madre se convierte en figura genérica y mítica. La madre en Vallejo es lavandera, panadera, cuidadora de los hijos, “capulí de obrería”, contemplada de manera entrañable y conmovedora. El espejo está dominado también por la presencia de la madre sin nombre. Como en Vallejo, la madre. Es la madre vista en tiempos diversos por el director, por los dos niños (particularmente Ignat, el mayor), y por sí misma en el espejo de su propia vida y condición de mujer y madre. Mientras que la madre vallejiana es un fantasma evocado y convocado, la de Tarkovski es, además, una presencia física con vida propia. No es sólo una mujer que espera al esposo ausente, sino que atraviesa los obstáculos del tiempo y la lluvia para revisar unas pruebas de imprenta que amenazaban publicarse sin correcciones; es la esposa que discute con el esposo la separación y con quién ha de crecer su hijo Ignat, que decide finalmente quedarse con ella; es la mujer que recuerda a los españoles exiliados del franquismo en la Rusia soviética; es, en fin, la madre que mira en el espejo las múltiples facetas de su persona. Pero la nostalgia es la misma. La mirada de la cámara a esta madre rusa es una mirada contemplativa más que analítica; inocente, más que reflexiva; poética, más que dramática.

Si en el poema XIX de Trilce el arcángel Gabriel “penetraba” a la Virgen para fecundar el alma humana, en Nostalgia asistimos a una escena de inagotable hermosura: la breve procesión con la figura de la Virgen María llevada en parihuelas por un grupo de mujeres devotas, frente a la imagen de la “Virgen del Parto” de Piero della Francesca, rito que culmina con la apertura del vientre de María, de donde brota como torrente y se esparce en el aire una bandada de gorriones. Como casi toda metáfora, la escena es inexplicable por autosuficiente: se basta a sí misma. En El sacrificio, subrayo un episodio pleno de misterio y sugerencia. Ante la amenaza atómica que se cierne sobre el planeta, Otto, un amigo íntimo de Alexander, el protagonista, le aconseja, como única solución, acostarse con María, una de las sirvientas de la casa, que tiene fama de bruja. Pero se esconde, en el tono de voz y las frases insistentes de Otto, un sentido sibilino, casi sagrado: “Vaya con María”, le insiste, “Vaya con María”, “Pase la noche con María”. Alexander va, en efecto, se acuesta con María y la pareja asciende en el aire, levita, como Remedios la Bella en Cien años de soledad. Ha ocurrido un milagro, de esos que sólo Tarkovski es capaz de mostrar con tal atrevimiento y fe absoluta. Al otro día, en efecto, el peligro atómico ha sido conjurado. ¿Quién es esta María, nombrada con tan religioso fervor? ¿Quién es esta extraña María que ha realizado dos milagros tan visibles? Pero Alexander, en una intensa oración, se había ofrecido a sí mismo en sacrificio para salvar a la humanidad y acaba renunciando a todo, incendiando su casa y dejándose llevar a esa cruz sin clavos que es el manicomio. A través de la aniquilación personal ha recuperado su pasado absoluto, su vida prenatal, su no-ser.

La sacralización de la mujer elevada a Virgen María es evidente en Tarkovski. En Vallejo esa sacralización es más sutil, como en el poema XIX. El contacto con María no significa, en los dos poetas, contaminarla con las impurezas y la violencia de la carne, sino contagiarse, bañarse de su pureza, una pureza metafísica, anterior al nacimiento. La combinación de virginidad y maternidad que se da en la Virgen María es una contradicción imposible de resolver con las luces de la razón. Pero Vallejo y Tarkovski la animan con la luz de la metáfora, con el misterio de la poesía, que concilia los contrarios. ¿Podríamos hablar de gnosticismo en el pensamiento de los dos poetas? Según esta doctrina —forma heterodoxa del cristianismo primitivo—, los iniciados no se salvan por la fe en el perdón gracias al sacrificio de Cristo, sino mediante la gnosis, o conocimiento introspectivo de lo divino, que es un conocimiento superior a la fe. Pero ni uno ni otro son teólogos ni doctrinarios, sino poetas.

De la nostalgia de la madre se deriva la nostalgia de la infancia, donde la madre estuvo presente. Ahora, en el tiempo de la escritura, está ausente, y es sólo perceptible por el recuerdo y el acto convocatorio de la creación poética. La madre, en Vallejo y en Tarkovski, posee una voz. De ahí que la presencia del niño es, en ambos artistas, fundamental, a pesar de que, según el poema LXI, la de Vallejo fue una “adolorida infancia”. En muchos poemas, Vallejo se mira a sí mismo como niño: “Rosa, entra del último piso. / Estoy niño…” (CLII). La infancia es la presencia humana más próxima a la madre y la más cercana representación de la inocencia prenatal, que es la inocencia absoluta. Pero el elemento físico por antonomasia de la vida prenatal es el agua.

El agua es símbolo de purificación, fertilidad y abundancia, de vida, en suma. Es un elemento omnipresente en ambos artistas. No sólo afirma el poeta peruano que morirá “en París con aguacero”, sino que el agua riega muchos de sus poemas. Quizá el más hermoso es aquel canto a la madre que vivía en contacto con el agua, “mi aquella lavandera del alma”, “ese capulí de obrería” que ya no está y que era capaz de “planchar y azular todos los caos”: “El traje que vestí mañana / no lo ha lavado mi lavandera: / lo lavaba en sus venas otilinas / en el chorro de su corazón…” Dicho sea de paso, el neologismo “otilinas” es una hipóstasis del nombre Otilia, una ex-novia adolescente de Vallejo y de las funciones específicamente maternales de lavar la ropa de los hijos. El agua de Vallejo purifica y crea un vínculo de dependencia con la madre. En el poema LXVIII escribe: “…Ahora estamos / bien, con esta lluvia que nos lava / y nos alegra y nos hace gracia suave / Y preguntamos por el eterno amor, / por el encuentro absoluto, / por cuanto pasa de aquí para allá…” Vallejo no es, pues, un poeta de circunstancias: es un poeta esencial: la purificación por el agua lo ha conducido a la pregunta por el encuentro absoluto en el amor.

En la obra fílmica de Tarkovski hay ríos, estanques, jarrones y aguamaniles, agua derramada, suelos encharcados; lluvia que cae afuera y adentro de las habitaciones, el sonido de la lluvia impactando sobre la tierra, los pies que chapalean el agua. A veces, en la misma imagen, arde la casa bajo la lluvia, como la dacha vecina en El espejo o la casa que Alexander quema al final de El sacrificio. Esta agua es más filosófica que la de Vallejo, pues la alusión al agua como uno de los cuatro elementos de los presocráticos es evidente. Pero esta agua a menudo se corrompe: se vuelve impura, fangosa, con residuos plásticos y químicos flotantes: un ejemplo de la pérdida de la inocencia y corrupción del hombre, que ha ensuciado el planeta y se ha ensuciado con él.

Afirmé que la conciencia misma de sus existencias significó en los dos poetas la pérdida de una vida anterior, inocente, acaso prenatal y mítica. Alexander, a través de su sacrificio personal, recupera su pasado absoluto, su vida prenatal, su no-ser. Esta oposición entre inocencia y conciencia nos conduce a la noción más profunda de la nostalgia. La nostalgia es un hacerse a un lado el artista para dar lugar al pasado convocado por la memoria. Hay, en cierto modo, un sacrificio de sí mismo, un borramiento del sujeto que recuerda, para dar paso a los recuerdos. ¿Quién es el individuo Marcel Proust, el personaje Marcel Proust de En busca del tiempo perdido? Su identidad personal, su rostro, su cuerpo, su yo, que buscaba afirmarse en 3500 páginas, acaba paradójicamente por diluirse, afantasmarse, a pesar de que su propia voz es el lugar desde donde se piensa, se evoca y se narra. Sólo permanece una conciencia poderosa que recuerda. El yo narrativo se disuelve en un océano de sensaciones que se dispersan en el tiempo. No se parece en nada al yo narrativo de David Copperfield de Dickens, por ejemplo, ni a ningún otro yo narrativo de la historia literaria, pletórico de incidentes pretéritos que son momentos sucesivos de un sujeto llamado David Copperfield o cualquier otro. Los rasgos personales del sujeto Proust han sido sacrificados para dar paso a esa otra vida: la de la memoria y los recuerdos, cuyo sentido trascendental radica en sumergirse en el torrente del tiempo para tratar de comprenderlo y descubrir que es incomprensible. Los recuerdos son tan caudalosos, que acaban por absorber, con la fuerza de un agujero negro, al yo que narra y lucha por sobrevivir en ese maremágnum de memorias y sensaciones. Sin embargo, esta memoria trascendental proustiana no busca un pasado transhistórico, prenatal. Marcel Proust era un hombre demasiado feliz y avenido con la vida para desear otra diferente. Por eso buscaba afirmarse en el tiempo, ese fluido misterioso, inaprehensible, indefinible.

La aniquilación del yo en aras de una fuerza superior la encontramos en los místicos. Y, como afirma Hugo Friedrich en La estructura de la lírica moderna, no la aniquilación, pero sí la despersonalización del yo es el origen de la poesía moderna, visible en Baudelaire, Rimbaud, Mallarmé. El poeta radicalmente nostálgico se acoge a un pasado absoluto, prenatal, buscando recuperar el no-ser. Es una curiosa forma de misticismo: la aniquilación del ser, no absorbido por el amor a Cristo, por ejemplo, sino por la nostalgia de la semilla, del pasado anterior, de lo no-nacido.  El pasado absoluto es anterior a la existencia, y el nostálgico radical toma un camino escritural para encontrarlo. Por eso, en el fondo de un nostálgico radical hay un aliento suicida. Algo de esto, mucho de esto, había en la sustitución del suicidio que es la locura de personajes como Alexander en El sacrificio, o de Domenico, en Nostalgia. Es comprensible. Víctima de la censura soviética, Tarkovski terminó su obra y su vida como exiliado en Europa, y él mismo se exilió de sí mismo en su propia obra. Su nostalgia tenía un fundamento real y político. Vallejo, en cambio, logró superar su nostalgia “politizando la polis”, como dice Julio Ortega, en los Poemas humanos y celebrando a los voluntarios de la guerra de España. Si ser consciente de la existencia es perder la inocencia, Vallejo no la perdió del todo, porque supo transformar esa conciencia en ternura y una solidaridad humana nunca vista en la poesía. En Vallejo no es frecuente el afán de aniquilación para remontarse a un pasado prenatal, como sí lo es en Tarkovski. La poesía más íntima de Vallejo es ternura a manos llenas: es un beso a su pasado: a su casa, a su hermano muerto, a su patio, su capulí, sus lavaderos, su agua, su madre.

Estas consideraciones me llevan a hacer más explícita la idea (sobre todo en Tarkovski) de que detrás de la casa materna, de la madre, subyace otra, que parece contenerlas, la madre naturaleza, evidentemente sacralizada, el planeta que a todos nos aloja y a todos nos nutre, y a la cual estamos traicionando, hasta ahora, de manera irrevocable. Era uno de los grandes temas de los románticos asociar metafóricamente la madre con la naturaleza. Los románticos ingleses incluso la sacralizaban escribiendo siempre “Nature” con mayúscula. No quiero detenerme a analizar las no por obvias complejas relaciones, simbólicas, metafóricas, entre la madre y la naturaleza, sino solamente señalar su existencia.

Voy a detenerme en un rasgo estilístico de sus respectivas obras de arte: en Trilce, Vallejo concibe el poema como un balbuceo, una expresión verbal inacabada. Tarkovski hace lo mismo en sus películas, particularmente en El espejo. Abundan los hiatos, las preguntas que no se responden, los planos cinematográficos que no se resuelven ni concluyen en otros. El espectador tiene que armar las piezas del rompecabezas. En ambos, encontramos la destrucción de la sintaxis tradicional y la invención de una nueva. Veamos el comienzo del poema VI de Trilce: “El traje que vestí mañana / no lo ha lavado mi lavandera”. Aquí la ruptura de la concordancia temporal “vestí mañana” tiene en Vallejo un sentido: la identificación de la voz poética con la sintaxis del niño, que suele no distinguir, en los primeros años del aprendizaje de la lengua, el pretérito del futuro. Así, la sintaxis misma del poema se hace infancia. Quizá Vallejo tenía claro que el lenguaje de la infancia nos llevaba a la infancia del lenguaje. En Tarkovski abundan también las secuencias en que la narración y la puesta en escena recrean el punto de vista del niño.

Tarkovski es un director melancólico, grave y solemne. La lentitud y adustez de sus últimas películas son con frecuencia irritantes. Nostalgia, por ejemplo, posee una lentitud que provocaría la envidia de un caracol. En Vallejo, en cambio, aun en sus poemas más oscuros y herméticos, encontramos un humor desconsiderado, agresivo, salvaje. Muchos de sus juegos lingüísticos (faltas deliberadas de ortografía y sintaxis, neologismos, onomatopeyas) están pletóricos de un humor explosivo, muy semejante al humor destructivo infantil.

Poetas elegíacos, Vallejo y Tarkovski alteraron la sintaxis tradicional de sus respectivos medios artísticos para encontrar en el balbuceo deliberado la expresión de un mundo incompleto y fragmentario, pero colmado de una dimensión espiritual muy infrecuente en los artistas de nuestro tiempo. Desde lo incompleto y fragmentario buscaron lo absoluto religioso. Eran muy conscientes de la función de la poesía: evocar, invocar y convocar. La cultivaron con humildad, pero con valentía. Sus obras son dos momentos excepcionales en que la sensibilidad creadora toca las simas más profundas de lo humano, esas simas donde el hombre intenta comulgar con lo divino. No soy creyente, pero sé que, en algún laboratorio de la intimidad, la emoción estética se transmuta en religiosa o en una estética superior. Superior, porque revela la aspiración humana a trascender su finitud. Así, en Vallejo y Tarkovski, la casa, la madre, la Virgen, la naturaleza, la infancia, el agua y el pasado prenatal constituyeron los signos sucesivos de esa nostalgia metafísica, de ese intento por recuperar, con los medios de la poesía, la inocencia perdida, característica inconfundible de dos obras geniales, innovadoras, que acaban por desembocar, como esta exposición, en el silencio.

(México, agosto-septiembre de 2022)

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