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«Distopías», por don Óscar Vela D.

Ubicados hace tiempo en el terreno de la imaginación a través de la literatura, de la música o del cine, contábamos con distopías maravillosas que nos permitían sumergirnos en lugares y momentos capaces de estremecernos, aterrarnos...

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Ubicados hace tiempo en el terreno de la imaginación a través de la literatura, de la música o del cine, contábamos con distopías maravillosas que nos permitían sumergirnos en lugares y momentos capaces de estremecernos, aterrarnos, sacudirnos o seducirnos hasta la alienación. No en vano, una distopía, según el diccionario de la RAE es: “La representación ficticia de una sociedad futura de características negativas causantes de la alienación humana”.

A la luz de las obras a las que me referiré a continuación, quizá este significado hoy no sea tan preciso como lo fue antes, quizá se trate incluso de un concepto en extinción, muerto ante una palabra que se encuentra más viva que nunca, pues abraza y emboza a todos los tiempos. Sino, cómo entenderíamos, por ejemplo, a la mítica novela 1984 de Orwell, publicada en 1949, obra distópica por excelencia, que leída en el presente bien podría ser catalogada como una novela de ficción histórica o también como una obra de no ficción que recrea estos tiempos del Gran Hermano tecnológico que nos ve, nos escucha, nos juzga, nos utiliza y nos manipula cada instante de nuestra vida.

Lo mismo sucedería con Fahrenheit 451, de Ray Bradbury, que en 1953 presentaba una futura sociedad en la que se quemaban los libros que se consideraban un peligro para las ideas disidentes, en especial para la libertad en cualquiera de sus manifestaciones. Ya hemos visto en incontables momentos que la historia de la humanidad está llena de episodios de intolerancia, estupidez y fanatismo en los que se han quemado libros por razones religiosas, políticas o de reivindicación de derechos particulares, lo que nos llevaría a pensar que, en pleno siglo XXI, Fahrenheit 451 dejó de ser una obra distópica para convertirse en una novela urbana contemporánea que se adapta perfectamente a diferentes sociedades, naciones o regiones del planeta.

Y qué decir de Un mundo feliz, de Aldous Huxley, la historia de aquella sociedad en la que los seres humanos están divididos en castas y son controlados por un gobierno autoritario que los vigila y sanciona, que censura todo tipo de creación cultural y artística o las prácticas religiosas ajenas o extrañas al poder. Sin duda, hoy se podrían escribir decenas de historias casi exactas a la de Huxley simplemente leyendo los diarios, escuchando o mirando los noticieros, escarbando entre edictos y decretos oficiales o escuchando los discursos de decenas de dictadores, caudillos y teócratas en diversos rincones del mundo.

Es posible que nos encontremos hoy más cerca de Matrix o de Blade Runner que de La Naranja Mecánica de Kubrick (basada en la novela de Anthony Burguess); o que incluso ya hayamos traspasado el tiempo de El Cuento de la Criada, novela brillante de Margaret Atwood, adaptada magistralmente al streaming en la plataforma Netflix en una seria de varias temporadas, y nos encaminemos de forma precipitada al mundo espectral de Los Juegos del Hambre o al desgarrador y brutal Juego del Calamar.

Es posible que aún nos remontemos al pasado con Las Pasiones de Bach, cuyo argumento recoge episodios claramente distópicos del Nuevo Testamento, y que incluso hoy su música sea escuchada bajo influencia mística como una deformación auténtica y posible de la realidad, pero, con el tiempo, quizás la humanidad se ha aproximado más a la salvaje distopía consagrada en la ópera Ascenso y caída de la ciudad Mahagonny de Kurt Weill y Bertolt Brecht, que narra la historia de un par de forajidos que, en pleno desierto, crean una ciudad dedicada al juego y a la prostitución en la que terminarán recalando todos los desechos de una humanidad encaminada a su extinción.

Todo es posible, pero por desgracia me temo que aquel concepto primario de distopía resulta hoy tan real, tan plural y tangible, tan brutal y descarnado, tan delirante, que ya no se ajusta ni en tiempo ni en espacio ni en narrativa a la pesadilla de este presente que, a donde miremos, nos agobia, nos desconsuela y nos paraliza.

Y, por último, si todo esto se tratara de una nueva distopía, esperemos que caiga de una vez el telón oscuro y que ni siquiera nos enteremos de que ha concluido el último acto, y que, lenta, silenciosa y suavemente, nos absorba el abismo de la nada.

Este artículo apareció en la revista Forbes.

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