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«Homenaje a Hernán Rodríguez Castelo», por Susana Cordero de Espinosa

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Queridos miembros de la familia de don Hernán Rodríguez Castelo.

Queridos colegas académicos.

Amigas, amigos todos.

Introduzco este acto como un homenaje de estricta justicia.

4 de mayo de 1875. Hace 142 años, el presidente Gabriel Garcia Moreno aprueba la existencia jurídica de la Academia Ecuatoriana de la Lengua, instalada en Madrid el 15 de octubre de 1874. Conmemoramos  este aniversario con el orgullo y el honor de honrar, a la vez,  la presencia académica de Hernán Rodríguez Castelo,  hombre de incomparable lucidez y capacidad de trabajo, subdirector de la AEcuatoriana,   hasta el lunes 20 de abril de desamparo cuando, al llegar a casa de su excursión semanal al Ilaló, monte de su devoción, vino a llevárselo la muerte.

Es de  justicia que este homenaje ocurra en  la fecha que él reivindicó como la más importante en la vida académica, aunque debamos reconocer  que las palabras que hoy se pronuncien sobre su vida y su obra,  se quedarán cortas para siempre.

Hernán, miembro de número de la Academia, ostentaba su subdirección cuando lo llamó la muerte.   Largo sería enumerar títulos, premios, honores y pertenencias que él cumplió o recibió, merecidamente,  a lo largo de su prolífica vida. Nos queda su obra,  admirable por extensa y profunda, inspirada en su patria, el Ecuador; en su otra patria,  la lengua española; en la historia,  el arte, el paisaje y cuanto en nuestra realidad fue digno de conocerse y exaltarse. Maestro, ensayista, crítico, sus colegas nos hablarán de su ingente quehacer.

          Acudo a las palabras pronunciadas en el velatorio de nuestro académico por Simón Espinosa, otro polígrafo imprescindible para la cultura del Ecuador:

 

Seco, venoso, flaco, obsesivo. Subía montañas y bajaba a archivos empolvados. Desde que en 1982 se mudó a          la parroquia rural de Alangasí, iba a la cruz del Ilaló todos los lunes. Con ochenta y pico de edad se venía de Alangasí a Quito en bus. Si llovía, llegaba a la Academia de la Lengua, junto al templo de La Merced, con su abrigo arrugado de detective de La Marín.  ¡Qué poderosa resistencia para haber escrito ciento veintiocho libros!        Ha escrito más que cualquier escritor ecuatoriano desde la colonia hasta el día de hoy.

 

          Este homenaje es una forma de justicia con nosotros mismos.  No recordarlo, abonaría en el olvido en el que, salvo de parte de quienes le conocían, admiraban y admiran sus enseñanzas, su trabajo inagotable, se le sumió ya en vida, por falta de lectores formados y profundos, por carencia de crítica, pero, sobre todo, por ese tipo de ruindades que priman en sociedades como la nuestra, de política,   educación, y capacidad de asombro que dejan, por desgracia,  tanto que desear.  El egoísmo hizo que  el mayor polígrafo ecuatoriano que ha dado el Siglo XX fuese ignorado, que no olvidado,  por el único premio nacional, el Premio Eugenio Espejo  que se confiere desde  1975,   en ámbitos como Arte, Literatura o Promoción Cultural: en cualquiera de ellos,  dicho premio habría tenido en Hernán,   sin reserva, al candidato idóneo. Dije una vez y lo repito: El Premio Espejo se encuentra huérfano sin el nombre de Hernán Rodríguez Castelo.

          Así, anhelo impulsar  la concesión póstuma de este Premio al maestro, al académico,  al crítico señero, al amigo, concesión que,  de alguna manera,  reivindicaría, si eso fuese posible, tan necio olvido. 

                   Profesor, muchos de sus exalumnos del antiguo colegio San Gabriel, –algunos de ellos hoy, con sobrados méritos, son académicos de la lengua- han caminado con fervor por la creación literaria, la lengua y la búsqueda de belleza.  Como promotor cultural, difundió el que llamamos canon de la literatura ecuatoriana del siglo XX, en los cien volúmenes de la Colección de clásicos Ariel, por él armada, trabajada, prologada… Su devoción por las artes plásticas nos entregó ilustrados artículos y libros, como el  irreemplazable Diccionario de las artes plásticas del Ecuador.

 

          Espinosa no duda al afirmar lo siguiente:

 

          Pasadas unas pocas décadas, Hernán ocupará su puesto junto a Juan de Velasco, Pedro Vicente Maldonado,     Rocafuerte, Juan Montalvo, Juan León Mera. Y como los antiguos mitos [reposará] “en sus torsos de mármol /          con los ojos lejanos de mineral continuo / fijos,  despetalados,  absortos de pretérito”.  (De ‘Oda al Arquitecto’,           César Dávila Andrade, 1946).

 

          Cuando aún tan recientemente se publicó su estupenda biografía de Gabriel García Moreno,      los editores de Paradiso afirmaron: Estamos frente a una de las obras mayores de Hernán Rodríguez Castelo, una biografía desmesurada y definitiva… Tomo estos calificativos para atribuirlos a su personalidad, a su trabajo, a su existencia entera, que, dedicada al saber, a la cultura y el conocimiento de lo mejor de su patria, fue también desmesurada,  definitiva. 

          Agradezco a su esposa, Pía; a sus hijos, Sigrid, Selma, Christian, la donación  a esta Academia,  de un hermoso busto de Hernán,  realizado por el gran escultor y amigo, don Jesús Cobo.  Nos habíamos empeñado, desde que vinimos a esta casa, por conseguir bustos de los fundadores de la AEL para colocarlos en las hornacinas de esta antigua y querida sede,  y los hemos solicitado, aún sin respuesta, al Ilustre Municipio de Guayaquil y al de Ambato. Ni Hernán, ni ninguno de nosotros imaginamos que sería su efigie, en talla perfecta, la que llenaría, real y metafóricamente, tantos de nuestros vacíos.

          También llegan desde Ambato a nuestra sede magníficos retratos de tres de los fundadores de la AEL, que Hernán requirió de su gran amigo, don Franklin Ballesteros, expresidente de la Casa de la Cultura de Tungurahua, pintor y retratista excepcional. Los rostros de don Pedro Fermín Cevallos, don Juan León Mera, don  Julio Zaldumbide  iluminarán nuestro camino desde un lugar privilegiado de esta sede.  Nuestro compromiso ante Hernán y ante todos los miembros de la Academia Ecuatoriana en su secular existencia,   consiste en acrecentar el aporte de amor al idioma, de sabiduría y cultivo intelectual y personal de cada uno de sus miembros, y seguir  su ininterrumpido ejemplo de dignidad y vida  intachable.

Agradezco a las personas que participan en la evocación del personaje y amigo que se fue, modelo de sabia sencillez y cumplimiento del deber, hasta el fin.