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«Hernán Rodríguez Castelo, homenaje», por Marco Antonio Rodríguez

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Marco Antonio Rodríguez   

¿Qué hizo el tiempo con Hernán Rodríguez Castelo?: dramaturgo, historiador, biógrafo, lingüista, escritor de literatura infantil, crítico literario y de artes visuales, gestor de revistas, periodista, autor de más de una centena de libros…? ¿Aislarse…? ¿Dilatarse…? ¿Rezagarse…? ¿Quién o qué lo exoneró del invicto tiempo para posibilitarle tantas realizaciones emergidas de su soberbia inteligencia y de su portentosa energía? Tiempo humillado por una férrea voluntad creadora. Tiempo rendido por las demandas inacabables de uno de los más lúcidos talentos que ha dado Ecuador y América en los últimos cincuenta años.

Sabio —Rodríguez Castelo profundizó en la razón de ser de las cosas en general y del ser mismo en particular—, adusto, cortés, pulcro, sobrio y familiar, vivió en un espacio austero, rodeado de sus íntimos: su familia y sus libros, y —¿simple coincidencia?—, del volcán Ilaló, cuyo nombre originario es “montaña de luz”. A él ascendía con unción todas las semanas a celebrar su comunión con la naturaleza y la libertad. Hernán Rodríguez Castelo es uno de los escritores más prolíficos de Hispanoamérica. Este hombre, de encumbrado pensamiento y levadura humana noble y proverbial, nunca buscó fama ni fortuna, pero dejó un invaluable legado intelectual y humano, acaso único en la historia ecuatoriana. Tiempo y sueño: los elementos que edifican nuestro ser esencial. Los dos, ante seres humanos como Rodríguez Castelo, se disponen a su servicio.

De su ingente talento creador salió más de una centena de libros, muchos de ellos fuente de consulta para nuestro presente y futuro. Sus volúmenes sobre nuestra literatura precolombina y de los siglos XVII, XVIII, XIX y XX; aquellos dedicados a nuestras artes visuales (679 artistas plásticos en su Nuevo diccionario de artistas plásticos del Ecuador del siglo XX); sus biografías, rebosantes de conocimientos y discernimientos; su Camino del lector, excepcional guía de lectura que acopia 2.600 libros de narrativa, catálogo selectivo y crítico; sus índices comentados de teatro, cine, música; su Léxico sexual ecuatoriano y latinoamericano; sus manuales de retórica, gramática, ortografía…

A sottovoce, como solemos actuar en nuestro medio, se habló siempre del “orgullo” de Rodríguez Castelo; yo hablo de su dignidad, de su dación integral a la cultura, de su anchura de espíritu. Cuando el Círculo de Lectores publicó en dos volúmenes su Lírica ecuatoriana contemporánea se la criticó acentuando que aparecían decenas de personas que nada tenían de poetas, sí de ‘poetastros’ —peyorativo de poetas en las viejas retóricas— o, dicho por los pontífices de nuestra cultura de aquella época (corrían los setenta del siglo que dejamos), que en esa obra había una mayoría de cultores de ‘paraliteratura’. Pero es que allí, precisamente, se devela la magnanimidad de Rodríguez Castelo y aparece nítida su faceta de gran suscitador de nuestra cultura.

Por cierto, sus detractores omitían sus juicios severos —muchas veces demoledores— respecto de cada poeta. Hernán nunca escribió para complacer, su crítica —sapiente y rigurosa— jamás se prestó para concesiones. Los lectores de sus libros de crítica no hallarán voluntad de ofensa, tampoco aroma de sahumerios, sino libertad de juicio.

Fue mi maestro en el viejo colegio San Gabriel y nunca dejará de serlo. En su colosal empresa de Clásicos Ariel (cien volúmenes sobre literatura ecuatoriana), lo ayudé —un ápice por cierto—. En el volumen 41 dedicado al cuento contemporáneo, constan las líneas que me pidió —entre otras de otros volúmenes—, las de mi presentación de su cuento.

Hernán era sencillo como todo ser humano de veras sabio. El sobretodo azul y su bufanda eran fieles compañeros al salir de su casa y acceder al transporte urbano que le conducía a la ciudad. Severo, estricto, grave y cordial, jamás transigió con el poder ni alardeó de su sabiduría o disminuyó a sus contrarios. Ensayista señero, su palabra era su honra. Como el viejo Montaigne, decía su verdad y le bastaba. En su página digital se hallan lúcidos y cáusticos comentarios sobre diversas atrocidades y absurdidades del autócrata que gobierna Ecuador.

Hernán prefirió una suerte de autoexilio voluntario y vivió en Alangasí, alejado de todo. Él y sus libros. Junto a Pía, su compañera ejemplar, y a sus hijos: brillantes cómplices de sus asombrosos proyectos. “Nadie rebaje a lágrima o reproche/ Esta declaración de la maestría/ De Dios, que con magnífica ironía/ Me dio a la vez los libros y la noche”. Estos versos de Borges describen una de las facetas de la eminente personalidad de Rodríguez Castelo. Trabajaba las noches, descansaba lo indispensable en las mañanas. Por eso, amaba a los búhos porque “son semejantes a mí”, solía proclamar.

“Tenemos que reunirnos para conversar sobre alta cultura”, solía decirme algunas veces con reserva, consciente de que esa expresión produce urticarias en los estultos que abundan en la porosa intelectualidad de nuestro medio (algunos de sus representantes han hallado su zona de confort en el reciente década extraviada).

La amistad es disposición y sensibilidad para congregarnos con otros, pero es también censura cuando es sentida como dependencia. Jamás hubo dependencia alguna entre nosotros. Solo abrazo franco, sin reservas, que no excluyeron respetuosos desacuerdos.

Historiador —Hipólito Taine decía que la única manera de penetrar en la historia es por la literatura, ceñirse a los hechos en forma descarnada como la ejercen los historiadores oficiales, es despojarla de la terrible maravilla que nombramos vida—. Las críticas a sus biografías —vitriólica alguna de ellas— se depositan en la mezquindad o el sentimiento de minusvalía, estereotipos de nuestra idiosincrasia. Al escribir estas páginas y situar la señera figura de Rodríguez Castelo en el contexto hispanoamericano, pensé en sus adversarios e incluso en algunos de sus allegados, rumiando esa muletilla de ‘salvando las distancias’ que usan a menudo nuestros seudocríticos.

¿Es en el ensayo —ese ‘centauro de los géneros’ que lo llamara Ortega y Gasset, o en sus biografías, o en sus libros de crítica; en su dramaturgia o en sus obras de literatura infantil; en su periodismo o en sus ‘textos de ocasión’, así llamaba Umberto Eco, a los que conminan al autor desde afuera y que muchas veces son mejores que los que afloran de un llamado interior, donde mejor se expresa su genio…? No sabría decirlo. De lo que sí estoy absolutamente cierto es que el mayor crítico de nuestra literatura y de nuestras artes plásticas es Hernán Rodríguez Castelo. Y que el mejor homenaje será el de publicar sus obras completas en varios volúmenes, uno de ellos deberá compilar sus estupendas páginas sobre teatro, cine, música, fútbol y sus encarcelados de papel. (Acontece que Hernán sentenció a cadena perpetua a muchos ‘intelectuales’ y politicastros que incurrían en inverosímiles faltas gramaticales y ortográficas).

Las biografías de Rodríguez Castelo nos acercan a los personajes como si los tuviéramos frente a nosotros o los conociéramos desde siempre. Su versión de Manuela Sáenz despertó erupciones en los tardomarxistas del movimiento político que nos gobierna. Estuve cerca de él en el proceso de su escritura. Investigación exhaustiva de la historicidad o, mejor aún, del escenario donde discurrió la tumultuosa existencia del personaje. Los materiales que acopió Hernán, especialmente epístolas y relatos inéditos, fueron releídos hasta la fatiga. Tratamiento probo y creativo del personaje, la narrativa no esquiva porciones de fina ironía que acicatea la lectura. Más que vuelos de la imaginación, entereza no exenta de frescura para interpretar aconteceres y actitudes de otras imágenes, especialmente la de Simón Bolívar.

Rodríguez Castelo no se detiene en la descripción epidérmica de hechos y personajes en sus biografías, adensa su palabra en las razones axiales de los actos de los personajes, fluctuantes entre carencias y desatinos, consustanciales de la condición humana. Prosa tersa y limpia de todo lo que pueda ser o parecer adiposidades.

Y en cuanto a su ensayo. Este es la glorificación de la palabra. Sin los apoyos acompasados y sonoros del verso ni los espacios abiertos a la tarea literaria en prosa por la ficción narrativa o la presión dramática. La palabra, sin más. Pero, por supuesto, con la idea que entraña palabra. En el ensayo, la palabra asoma grávida de ideas. Esta gravidez de ideas es lo que erige confines entre el ensayo y otras maneras de prosa artística. Este, el brillante y vibrante ensayo de Hernán.

Hernán fue el más antiguo miembro de nuestra Academia Ecuatoriana de la Lengua. Desbordaba energía, esa energía de la mente que es la esencia de la vida. Al concluir estas líneas acudieron a mi memoria los intensos y magníficos años que compartí con él y algo que me sale del alma preguntarle. Los papas, los reyes, los grandes, los comunes, ¿de qué tiempo están hechos? Los ateos, los creyentes, los indiferentes, ¿qué oyen? Cuando lo abatido ya no se levanta, ¿cómo caminan? ¿Quién anima al hombre que ha quedado abandonado para siempre? ¿Qué aire estalla sobre su rostro? Cuando se extingue el sol de los ojos, ¿dónde encuentran luz? Estoy seguro de que mi sabio y entrañable amigo tiene la respuesta.