Vestía pantalones de bastas anchas, chamarras apretadas, botones y fulares multicolores, boinas, botas de caña alta. Trabajó sus primeras series sobre maderas desechadas: puertas, contraventanas, baúles devastados por el tiempo. Preludio de su Estética del desamparo, resuelta, más tarde, en grandes óleos. “Galería de los suplicios”, “Pasiones íntimas”, “Mujeres virtuosas”, “Jardín de invierno”, tituló a algunas de sus series Washington Mosquera (Quito, 1953).
Deambulaba por el Quito de los setenta bajo lluvias y soles; lo conocíamos como El Discípulo. Esquivo y solitario, su rostro de niño triste y bueno, con su imperdible carpeta de bocetos y dibujos bajo el brazo, nació en San Diego, en casa de vecindario aledaña al cementerio y al convento, donde aún se escuchan los resuellos del cura Almeida encaramándose sobre el Cristo que accedía al ventanuco por el cual corría a sus extravíos nocturnos.
Cuando niño sufrió pobreza extrema; pronto aprendió a inventar la vida: vendía agua a los visitantes del cementerio, fabricaba pelotas de viento y fue ‘gritador’ de autobuses (los conductores organizaban fulminantes torneos de box entre los muchachos, el triunfador voceaba la ruta y cobraba pasajes en el estribo del vehículo).
En 1980 expuso en la Fundación Guayasamín. El gran artista y el autor de estas líneas presentamos la muestra. Apasionado como era Oswaldo, le pidió que dejara de firmar como El Discípulo pues su obra era “la de un maestro consumado”. Sensible y riguroso, Mosquera confiesa que debió haber nacido en tiempos del Renacimiento o en la Antigüedad clásica; sus ojos centellean al rememorar sus visitas a los museos donde estudió a Durero, El Bosco, Brueghel, Leonardo, Lucas Cranach el Viejo, Velázquez, Rembrandt.
Mosquera emergió como dibujante y grabador. En 1984 triunfó en la Bienal de Mini Grabado de Barcelona, en 1985 en la muestra Arte Sacro del Ecuador y en 1987 en la exposición Grabado Latinoamericano en Tokio. Pero su horizonte era ser artista pintor y empezó con denuedo a fundar su universo. Criaturas insólitas extraídas de alcantarillas y pasadizos subhumanos. Amotinamiento de escorzos de humanos y animales; esbozos esperpénticos, extraños y conmovedores. (La iluminación tenebrista de Caravaggio barría su creación).
Personajes antológicos: aquel que mostraba un viejo aristócrata asoleando sus cachivaches, una sumisa criada como un objeto más; una jaula con una maceta desflorada y un pajarraco embalsamado en actitud de vuelo suspendido. O el gasfitero con traje de domingo para ver, en lejanía inalcanzable, una hermosa muchacha de otro tiempo y otro lugar. O el ánima de un ser crucificado, mientras un perro aúlla a sus pies: migración del ser hacia su vacío.
‘Un pájaro vive en mí./ Una flor viajaba en mi sangre./ Mi corazón era de violín./ También a mí me alegraba la primavera./ Digo que el hombre y la mujer deben ser felices, alguna vez’: la Estética del desamparo de Washington Mosquera.
Este artículo apareció en el diario El Comercio.