(En los 200 años del nacimiento de Herman Melville (1819-1891).
La fría mañana del 3 de enero de 1841 zarpaba, del puerto de Fairhaven, Massachussets, rumbo a los Mares del Sur, un barco ballenero llamado Acushnet, para iniciar un viaje que debía durar alrededor de cuatro años. Uno de los tripulantes era un joven de aspecto distinguido, de ojos pequeños, anchas espaldas y un metro ochenta de estatura, al que no podía imaginársele como cazador y destazador de ballenas. Tenía entonces veintiún años y era ya, para siempre, un ser melancólico. Nadie podía imaginar que estaba iniciándose el viaje más importante para las letras norteamericanas, puesto que de él saldría, entre otras obras menores, un libro titánico, la mayor rapsodia del mar que la literatura ha producido: Moby Dick o la Ballena, obra de aquel joven sediento de cosas remotas, llamado Herman Melville.
Era, de alguna manera, un viaje sin retorno, pues Melville no regresaría igual, sino con la cabeza trocada entre las manos y con otra sobre el tronco. Había partido un joven consumido por la pasión de devorar el espacio y volvería otro, consumido por la sed de palabras que devorasen el espacio.
En el otoño de 1851 publicó la inagotable novela que lo ha inmortalizado. Leer Moby Dick es asistir a un prodigioso espectáculo de la naturaleza; experimentar el vértigo del espacio ilimitado; descifrar una larga y prolija metáfora impía; contemplar el drama de la mente en su narcisismo, autocontemplación hipnótica y monomanía; arbitrar un combate a muerte entre el orden y el caos; compartir la vehemencia casi demoníaca de un escritor empeñado en romper todas las fronteras y sólo detenerse en la catástrofe. Supondremos primero que se trata de los proyectos viajeros vagamente suicidas de un melancólico joven llamado Ismael; luego, de una crónica de la vida miserable de los balleneros de la época; más tarde, de una fascinante historia de aventuras: la insensata y vengativa persecución del capitán Ahab, con su pata de palo, a una monstruosa y legendaria ballena blanca que le ha arrebatado una pierna. Al final comprenderemos que se nos ha contado una gran parábola sobre la inagotabilidad del signo y el significado: ese mar de espejos que es el libro existe gracias a la polisemia de signos, que invita a cada lector a proyectar en ese mar sus propias ideas y fantasmas.
En 1907, habiéndosele pedido a Joseph Conrad una introducción a Moby Dick para la edición de World’s Classics, contestó lo siguiente:
Hace años eché un vistazo a Typee y Omoo, pero al no encontrar en ellos lo que busco en los libros, no proseguí. Posteriormente tuve en mis manos Moby Dick. Me impresionó como una intensa rapsodia de ballenería y por no contener en sus tres volúmenes una sola línea sincera.
Esta opinión del gran novelista sobre la presunta insinceridad del libro constituye un elogio para Melville, si por insinceridad vamos a entender lo que hay en él: riqueza connotativa y poética del texto: decir una cosa aludiendo a otra, escribir algo pensando en algo más y aun en otra cosa. Melville vivió a la vez fascinado y torturado por este mundo, orbe poblado de signos y símbolos. Todo significa, todo quiere significar. En la novela, todo es huella, incisión, presencia tatuada que se devora a sí misma. El universo verbal de Melville es quizá el más alusivo de todas las literaturas del siglo XIX: pretende comprometer a todo el mundo conocido. De ahí que elaborar una edición anotada del libro —como tuve que hacer en 1991 para la colección Antares de Libresa— supone un trabajo titánico. Como James Joyce en el XX, parece haber querido apropiarse de toda la lengua inglesa en un acto de bibliofagia. Así como el cuerpo tatuado del caníbal Queequeg es todo él un texto, así también la novela está atravesada por constelaciones de voces ajenas que el autor ha hecho suyas: escucharemos ecos de la King James’ Bible, de Marlowe, de Shakespeare, de John Donne, de Thomas Browne, de Milton, de Thomas de Quincey y, sobre todo, de Carlyle. El Sartor Resartus de Carlyle es clave para Moby Dick. A través de ese desgarrado libro, Melville concibió su visión romántica: el carácter fantasmal del mundo, que es sólo un traje que enmascara el vacío, la búsqueda de una revelación absoluta en la naturaleza, la inflación del yo, la fascinación por la posesión demoníaca.
Mundo tatuado: el extraordinario capítulo XCIX, acerca del doblón, la moneda ecuatoriana clavada por Ahab al mástil del «Pequod», el barco ballenero, y destinada como premio a quien primero aviste a la ballena blanca, es revelador de los procedimientos de Melville. Varios marinos, empezando por Ahab, desfilan ante la moneda de oro y descifran a su manera la imagen representada. Todos «leen» el mismo «texto» pero la interpretación es distinta. Esto, que ocurre en el microcosmos de un episodio, ocurre también en el macrocosmos del libro entero. Por eso hay tantas lecturas posibles de Moby Dick.
Detengámonos en «El doblón», capítulo homenaje a las fantasiosas Casas de Moneda hispánicas de la Colonia y comienzos de nuestras repúblicas. El doblón era una moneda acuñada en España con el oro de las Indias Occidentales, pero también en los virreinatos de Nueva España, del Perú y Nueva Granada. Abundaban esas monedas en imágenes de ríos y volcanes, cóndores y serpientes, alpacas, torres medievales, discos del sol, cuernos de la abundancia, eclípticas y signos del zodíaco, quizá con la pretensión de acrecentar su valor: oro sobre el oro. No se nos narra cómo llegó el doblón ecuatoriano a manos de Ahab, pero podemos suponer que en el viaje realizado en 1841 al archipiélago de Las Encantadas (las Galápagos)[1], con una probable escala en Guayaquil, Melville entró en contacto con la moneda, que luego pondría en las manos ficticias del capitán Ahab. La inmortalizó en este magno capítulo. Escribe: «Y, aunque clavado ahora entre las herrumbres de los tornillos de hierro y el verdín de los pernos de cobre, intocable e inmaculado de cualquier impureza, el doblón conservaba aún su fulgor de Quito». Melville nunca estuvo en Quito, pero el brillo que atribuye a la ciudad está en la moneda.
La describe en estos términos: «Esas nobles monedas de oro de Sudamérica son como medallas del sol y distintivos tropicales. En su canto redondo llevaba la inscripción: REPÚBLICA DEL ECUADOR: QUITO. De modo que la brillante moneda procedía de un país plantado en el medio del mundo, debajo de la gran Línea cuyo nombre lleva y depositado a mitad de camino de los Andes en un clima invariable que no conoce el otoño. Circundadas por esas letras se destacaban las reproducciones de tres cumbres andinas; sobre la primera, una llama; sobre la otra, una torre; sobre la tercera, un gallo cantando mientras que, en arco sobre ellas, había un segmento del zodíaco con los habituales signos cabalísticos, y el sol, la clave, entrando en el equinoccio en Libra».
Basado en esta descripción del poético doblón, acudí al libro Historia numismática del Ecuador de Carlos Ortuño (Quito, Banco Central del Ecuador, 1978), donde encontré la imagen fotográfica del doblón de Melville. Todo parecía indicar que se trataba de una onza fuerte o moneda de ocho escudos, que empezó a acuñarse en la Casa de Moneda de Quito a partir del 14 de mayo de 1838. Fue la de mayor denominación en la historia de la moneda ecuatoriana. Inmortalizada por Melville, es también la de mayor importancia literaria.
Después de dejarla durante días clavada en el mástil, Ahab descubre que ningún marinero se ha apropiado de ella. Es que hay en la tripulación un temor reverencial por el doblón, al que consideran un talismán del cachalote blanco. Se preguntan a quién pertenecería y si viviría para gastarlo.
Al menos nueve personajes desfilan, por turno, ante la imagen del doblón: Ahab, el capitán del «Pequod»; Starbuck, el primer oficial; Stubb, el piloto segundo; Flask, el piloto tercero; el pequeño «Puntal»; el salvaje Queequeg, arponero; el parsi Fedallah, otro de los arponeros; el viejo marinero de la isla de Man; el negro Pip, el niño sirviente tonto y tierno. Cada uno de ellos dice, en soliloquio, su versión de la imagen numismática, versión que, también con estilo teatral, es escuchada por el antecesor. Su elocuencia poética es tal, que nos remite a los grandes soliloquios de Shakespeare. No sólo el estilo es teatral, sino también la estructura, con base en sucesivos monólogos, apartes escénicos, anuncios de quienes van a entrar en escena y despedidas de los que hacen mutis. Cada soliloquio se ajusta, además, al carácter de quien lo profiere. El oro redondo de la moneda es la imagen del planeta que, como el espejo de un mago, devuelve a cada quien su propio yo misterioso. Así, en el discurso de Ahab predominan la tremenda soledad de su egoísmo, el orgullo, una soberbia demoniaca y la determinación obsesiva de su designio persecutorio: ir en pos de la ballena. La mirada de Starbuck es la antítesis: tropieza, por su proximidad, con la del capitán, quien ha visto en el oro una obra del demonio; sin embargo, el piloto tiene fe, y ella le infunde un optimismo radical: advierte en el mundo rectitud de juicio, benignidad y sinceridad, no exenta de cierta tristeza. Stubb, en su momento, se jacta de conocer doblones de todas partes, pero asegura no haber visto nunca uno como el del Ecuador, al que encuentra «mortalmente maravilloso». Su lectura es la más imaginativa y maravillada de todas: los signos zodiacales son prodigios que se desplazan sobre el mundo; pero es también la lectura más inteligente: parece la voz de Melville: «¡Libros!», exclama, «vosotros servís para darnos las meras palabras y hechos, pero a nosotros toca proporcionar los pensamientos»: he aquí la raíz de toda una teoría semiológica. Para el pequeño «Puntal» la moneda no es más que una cosa redonda hecha de oro, con un valor de dieciséis dólares, y se retira. Flask ve en la imagen del doblón una paradoja: cuanto más necia es, más sensata, y viceversa. El viejo de la isla de Man presiente, en su lectura, el final trágico del barco. Queequeg, el salvaje tatuado, compara los signos zodiacales con los tatuajes de su cuerpo. El zoroástrico Fedallah hace una reverencia al sol del doblón en señal de adoración. Y el negro Pip se limita a conjugar el verbo mirar en presente de indicativo: yo miro, tú miras, él mira. Dentro de su inocencia, la lectura de Pip resume lo que ha ocurrido en todo el capítulo: los hombres han mirado, leído e interpretado, y Melville ha procurado abarcar el mundo en sus miradas. Para alcanzar esta visión ecuménica, Melville se sirvió de un símbolo dorado del centro del mundo.
(Ciudad de México, 14 de julio de 2019)
[1] Véase mi artículo «Bartleby y Las encantadas de Herman Melville: dos visiones del nihilismo», en Repertorio Literario, México, UAM, 2014.