«El engreído», por don Juan Valdano

En mi ciudad, allá por los años 60, había un influyente canónigo de prominente presencia, alto como una torre y obeso como un tonel, su estentórea voz resonaba al interior de las elevadas naves de la catedral.

En mi ciudad, allá por los años 60, había un influyente canónigo de prominente presencia, alto como una torre y obeso como un tonel, su estentórea voz resonaba al interior de las elevadas naves de la catedral. Cuando salía de su morada, una vieja casa colonial, iba a la catedral a celebrar misa acompañado por dos curitas de aspecto desnutrido que abrían el camino apartando de las veredas a los peatones, a fin de que Su Reverencia no encontrara tropiezo alguno. Sin más atributos que los de un deán, este eclesiástico ejercía autoridad y dominio en la curia y la Iglesia toda, habiendo llegado a ser el verdadero amo y señor de la catedral y su feligresía, de sus rentas y limosnas, de sus beatas y congregaciones pías. Con el tiempo, llegó a desplazar al obispo y a la clerecía provinciana que, incómoda e impotente, aguantaba tamaño despojamiento de sus fueros y derechos. ¿Qué ocurría? Nada, que el petulante clérigo era uno de esos avispados engreídos, un jactancioso de guapezas y alcurnias aldeanas que, sin méritos mayores, prevalido tan solo de su aparatosa labia, logró imponerse en el rebaño clerical no admitiendo que nadie pusiera en duda su importancia.

Nunca faltan los engreídos, esos que se sienten superiores al resto de la humanidad. El engreído se valora a sí mismo de manera exagerada, nadie es mejor que él; todo lo que hace no se compara con lo que otros llegan a hacer. Este orgullo infundado —algo infantil e ingenuo— es común entre los mediocres. Cansa y da tirria escuchar con frecuencia a artistas e intelectuales —gente presumida por lo general— que menosprecian los triunfos ajenos, logros ganados en buena ley por otros de su mismo oficio. La poca tolerancia a las críticas muestra al engreído como un soberbio y vanidoso; alguien que está pendiente de la admiración y el aplauso de los demás; aquel que exige se le conceda el puesto que, según él, le corresponde.

Es saludable tener una buena dosis de autoestima; mas, cuando el auto aprecio supera el nivel de lo normal y alguien se enamora de sí mismo, se llega a la paranoia, al narcicismo. Las fantasías de grandeza del narcisista y su excesiva dependencia del elogio, brotan de sentimientos de inferioridad. Conocemos bien cómo actúa un político narcisista cuando llega a ejercer el mando de un país. La prepotencia y la arrogancia, unidas a la invulnerabilidad, abren las puertas a la dictadura, se instalan como en casa propia el despotismo y la tiranía.

El mito prometeico tan exaltado en el siglo XIX, mito del imparable progreso de la humanidad por los caminos de la civilización, fue estrepitosamente demolido en el siglo XX, ardió junto a las cenizas del Holocausto y de Hiroshima. ¿De qué sirvieron los grandes ideales entonces invocados, si lo que conseguimos fueron guerras, hambre y destrucción del planeta? De la alegre esperanza de Prometeo pasamos a la esquilmante labor de Sísifo, al esfuerzo sin esperanza. Ahora, en esta desmemoriada posmodernidad, celebramos el triunfo de Narciso. Ya no es cuestión de salvar el mundo. La búsqueda del bienestar y el halago del Yo, aún a costa del amor a los demás, ha dado lugar a una civilización hedonista en la que Narciso, desdeñoso del mundo que le rodea, solo se mira y admira a sí mismo.

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