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«El sol de los venados», por Fabián Corral B.

Con el frío de la tarde, llega el sol de los venados. Las sombras se prolongan. Los cerros se iluminan y todo parece esperar. El sol se mete de a poco en el horizonte, se pierde y queda su testimonio en las nubes que vagan intensas, anaranjadas por el cielo de verano.

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Con el frío de la tarde, llega el sol de los venados. Las sombras se prolongan. Los cerros se iluminan y todo parece esperar. El sol se mete de a poco en el horizonte, se pierde y queda su testimonio en las nubes que vagan intensas, anaranjadas por el cielo de verano. Ya no hay venados, solamente su nombre evoca otros tiempos, pero persiste la magia de la hora, la dubitación entre la tarde y la noche que se prende de una campana distante. Queda el campo latente, entre mugidos lejanos, ladridos que anuncian casas, y algún grito que escapa quebradas abajo. Queda el recogimiento. Queda un silencio que prolonga la vida de las cosas, el recuerdo de esa penumbra que, cuando estoy en casa, se atreve a salir de los rincones, y alguna memoria que renace, alguna tímida mención de lo que fue.

“El sol de los venados”. Ese frío que viene, la luz que se afirma agarrada a las lomas, la premura de la noche y las oleadas del pajonal vibrando al viento, el abrazo cariñoso del poncho, el caballo que apura el andar sintiendo desde lejos la querencia. La urgencia de llegar gobierna ahora la vida. Estamos lejos y la distancia, aquí, sin más auxilio que la cabalgadura, es un desafío esencial.

Después, casi súbitamente, cae la noche. Los caminos se borran. El horizonte es difusa alusión al comienzo del cielo, es, apenas, la frontera de unas estrellas mustias. Quizá, habrá más tarde algún rezago de luna que ayudará un poco, o será el simple instinto del criollo que avanza seguro olfateando la proximidad de un potrero. Ahora, mientras se afirma la obscuridad, el campo es otro, hostil, difuso, incierto. Cada curva del camino es una duda, cada piedra, un punto donde apostamos a la distancia. Cada pájaro nocturno, un sobresalto. Cada tropiezo, un carajo.

El camino se mete en la garganta de cerros negros, y voy, a tientas, sumergido en mi silencio, mirando apenas la nota clara del anca del tordillo que me precede, siguiendo las chispas de los herrajes en las piedras, callados todos, esperando en cada curva las luces de las casas que no aparecen nunca.

Es medianoche y vamos llegando. Resoplidos y relinchos, riendas tensas y galope corto, los caballos apresuran sus andares, y por allí, entre árboles y cercos de cabuya, una luz precaria, discreta, un patio de tierra, un poyo arropado con pellones, unos perros que insinúan ladridos y amagan adulos. Es el tambo, el descanso. Nos apeamos. Espuelas y arneses llenan de momentáneo alboroto la posada.

Ponchos y mochilas, alforjas y pellones hacen de camas. El cansancio y la sensación de refugio que nos invade son suficientes para hacer de la noche una maravilla. La sopa campera devuelve energías olvidadas. El rescoldo convoca a la charla que pronto languidece como las brasas. Mañana será otro camino. Quizá, otra hora de los venados, otra tarde de fuego sobre el mar de las montañas azules.

Fabián Corral B.

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