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«El teatro de papel: lectura de Augusto Sacoto», por don Bruno Sáenz Andrade

¿Vale la pena el esfuerzo de leer una obra de teatro, de reducir todas las voces latentes a dos, la de un dramaturgo ausente, de su palabra pronunciada de una vez por todas, irreversible, y la de un lector...

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¿Vale la pena el esfuerzo de leer una obra de teatro, de reducir todas las voces latentes a dos, la de un dramaturgo ausente, de su palabra pronunciada de una vez por todas, irreversible, y la de un lector cuya sensibilidad ha de improvisar la versión de los posibles intérpretes y un escenario tangible? La multiplicidad significativa de la escritura y el paso del tiempo servirían de mediadores, a lo mejor inoportunos, entre los contertulios, el insustituible bibliófilo y el “hombre invisible”, el plumífero vocinglero y elusivo a la vez… Abundar en disquisiciones acerca de las variantes de la comunicación me llevaría lejos de mi propósito, a leguas de Augusto Sacoto, y me empujaría a recorrer un laberinto retórico con el riesgo de caer víctima de las antipáticas fauces de la confusión… o las del minotauro semiótico.

Augusto Sacoto Arias escribió poco, compensando su relativa taciturnidad con la variedad de perspectivas. Un volumen de 1993, publicado por el Banco Central del Ecuador, ahora agotado, reúne lo que, a la fecha, se encontraba disponible o rastreable. Resumo: un poema debidamente estremecido, de profético intento y tangencialmente didáctico, Sismo; cantos a la España republicana, a la infancia (a la infancia, no al infantilismo), dos epístolas conmemorativas, una bella Elegía a un colibrí, sonetos, elogios (dos versiones del mismo a Alejandro Carrión), versos, versos, un ensayo de excéntrico y reivindicativo enfoque social, Hamlet y don Quijote o la dialéctica de la locura (el azogueño bogará por la corriente delcompromiso con admirable independencia), reseñas ocasionales y muestras señaladas de su correspondencia. (Cartas al amigo Pedro Jorge Vera, alrededor de la muy entrañable quisicosa literaria… Misivas respetuosas al maestro Aurelio Espinosa Pólit, proporcionándole noticias y solicitándole una intervención favorable ante las relaciones administrativas y sociales del jesuita). Cuatro piezas avalan su calidad de autor teatral, dos obras breves, un sketch o esbozo patriótico y una tragedia bíblica[1]. ¿El resto? Si lo hubo, fragmentos, extravíos, silencios…

Su personalidad literaria acepta, sin desmedro, influencias de la literatura española. He de anotar la del García Lorca gitano, más de tono que de sílabas y metros. El bagaje del andaluz abarca además experiencias estéticas de muy rico y moderno cuño. Filoteo Samaniego (su prólogo es imprescindible)[2] discute el préstamo europeo y se anima a sugerir que, acaso, temas similares exijan tratamientos similares. El parentesco de los asuntos, aquí, resulta superficial, aunque bien se podría reconocer influencias temáticas y de trama legadas por un creador a sus colegas. Sacoto ha de contar entre sus bienes la positiva contaminación de una actualizada herencia clásica, de un vanguardismo metafórico, de algún rezago modernista… Mal voy a asumir la polémica tarea del especialista… Una mentalidad y un estilo originales, estimo, reúnen voces dispersas y las distribuyen aquí y allá, a placer de la inteligencia y de la intuición del escritor.

La ciudad tambaleaba. / La ciudad tambaleaba. / Y solo los sismógrafos sabían las noticas profundas de la Tierra. / La ciudad tambaleaba. / La ciudad tambaleaba.
………………………………………………
Hasta que / de repente, / y en el preciso instante en que las brisas / corrían en auxilio de la última corola encenizada, / una total sonrisa puso en circulación la más dulce proclama: / ¡A la ciudad futura! / ¡A la ciudad futura! (De Sismo).

Aparte de una representación de El velorio del albañil, hacia los años 80 del siglo veinte, ajustada a su textura lírica —nuestro optimismo juvenil fantaseaba acerca del renacimiento profesional de la actividad histriónica—, carezco de informaciones de la escenificación de los empeños de Sacoto. ¿Subieron a las tablas La furiosa manzanera, San Mateo en llamas, Adah…? Poco suenan —si hubo el precedente del grito— sus ecos, vegetan bajo las tapas de un libro cerrado, raro, nada fácil de conseguir. Se alzan tímidamente de la hoja para llamar la atención de tal o cual estudioso con vocación de anticuario o de un lector aficionado al reto de los diálogos impresos. ¿Han abierto su cubierta actores, escenógrafos, directores? La tendencia dominante privilegia la escenificación de guiones trazados por el elenco, por sus escritores y adaptadores, hechos a la medida por tanto… y acomodados a la actualidad inmediata, al día a día de la moda.

Queda, pues, el dramaturgo Sacoto reducido a la mínima y esencial expresión, al manuscrito y a la imprenta.

Cualquier texto, relato, poema, discurso, comedia, plantea un diálogo entre un autor ausente, sustituido por su palabra inmutable (rigidez atenuada por la posibilidad de dispares interpretaciones), así su objetivo final sea la animación de las tablas, la pantalla, la radiodifusión o la simple comunicación con un auditorio, con un lector que aporta al desafío su intelección, sus malentendidos… La inteligencia y la imaginación construyen a partir de la provocación del autor. El guión, el drama, el libreto complican la ya singular conversación; la vuelven una serie de diálogos entre el incitador ausente y el director de escena, pasan de este a sus actores (y viceversa); del elenco al público, del intérprete a la crítica… (Y viceversa. Esta ejerce el derecho de réplica aun sin invitación)…. Simplifico demasiado…

El prólogo de Filoteo Samaniego transcribe las fechas de las obras dramáticas: 1938 para El velorio el velorio del albañil, 1939 para La furiosa manzanera, y 1943 para San Mateo en llamas[3]. Adah obtuvo mención honorífica del jurado de un concurso de teatro nacional, en 1941.

Volvamos al diálogo elemental de dos contertulios, puesto que Sacoto nos brinda obras impresas, papeles ennegrecidos con palabras. El velorio del albañil contiene muy escasas indicaciones acerca de la localización, los movimientos, los elementos escenográficos… El contertulio ha de enfrentarse primero, para intentar una respuesta, a los límites que el autor ha querido (o ha sido capaz) de fijarle. Se trata de una pieza cortísima, predominantemente lírica. Abona al teatro con mayor generosidad la Furiosa manzanera. San Antonio se ciñe a las voces, desconoce el marco de un tablado. Habría que inventarle un desarrollo visual complementario, paralelo, que dejarlo a la fantasía del auditorio, a la agudeza auditiva, al placer de una cantata. Adah se afirma como pieza elaborada para la actuación. Tragedia, no se divorcia de la poesía: su planteamiento presta carne al símbolo, al mito significativo, remontándose al Génesis. Sus conjuntos corales reemplazar al pueblo o a la corte por colectivos vegetales y minerales, aunque preservan reminiscencias de modelos griegos. Habría que preguntarse, no acerca de la teatralidad de Adah, sino por los recursos aptos para montarla de manera convincente. Suscita interrogantes al actor, aun al ratón de biblioteca. La conversación vis a vis, la del papel y el ojo, entraña una mínima reconstrucción de un espacio, de un decorado, de una coreografía, de la intensidad y la sutileza de las voces.

La escena puramente metafórica a nuestra disposición nos devuelve a la tarea oficiosa de la editorial y a El velorio del albañil.

Lo inspiran la muerte de un obrero, el amor de su gente, el peligro de un servicio mal recompensado… No cuentan el heroísmo mítico de un carácter, el rol histórico de una figura. El albañil es alguien anónimo, pero lo común de sus rasgos no basta para anular su dignidad humana, su reflejo en la conciencia dolorida de los suyos, de su novia, del escuadrón de manos edificadoras. La rebeldía se manifiesta a flor de piel, se resiste a la envoltura del discurso. El labio filtra el grito airado hasta resolverlo como canto. La pieza, en prosa y verso, se acuerda de García Lorca y del teatro español, aprovechándose a capricho de tal o cual de sus riquezas, sometiendo el hurto a un procedimiento de asimilación, de esencialidad argumental. Ese tradicionalismo estético se anima a traer a tierra propia, a un ámbito proletario, hechos universales (el accidente, la muerte, la desigualdad), resaltando sus aspectos poéticos y dramáticos antes que los veristas o naturalistas. El apretado torso, verbal y gestual, se asimila a cierto tejido musical, numeroso, parlamentos e intervenciones sin atribución a un emisor particular; a un “eco” individual o masivo. La eventual teatralización se confía al criterio y buen sentido de los hombres de teatro, a la zaga de la lógica del texto. Tales “ecos”, recitaciones, implosiones, surgen, aquí y allá, sin desentonar ni reducirse a decoración lingüística. Los obreros suman sus solos al unánime coro, anuncio de una anhelada transformación. Las indicaciones, restringidas, aluden al hablante de turno, al esbozo de un ademán, a una ubicación física, de preferencia a través los títulos asignados al cuadro vivo… ¿Se ha de escoger un escenario único, polivalente, acomodado a una reticencia nada propicia al cambio, a cualquier irrupción imprevista? ¿Se ha de atender las insinuaciones de lugares diversos, concordes con el desenvolvimiento de la acción? ¿Se considerará la escenificación como un arte autónomo, a riesgo de apartarse del significado del texto y hasta de contradecirlo? Algunos de los “poemas (¿a quién concretamente se destinan?), traen a la memoria las acotaciones de Valle-Inclán, tan literarias que han de ser recitadas, “actuadas” por encima de su utilitario destino.

El lector podría acercarse al Velorio con la convicción de acceder a un poema. Los detalles, las circunstancias exteriores quedan transfigurados por el verso, por la lengua única del escritor descartado. La ilusión lírica culmina (y se humaniza) alrededor del duelo de Alegría del Carmen, la novia desolada:

CORO (y las azadas resplandecen ya): Tierra fornida y en andamios ala, / hombre del alba, / ya te escogen ancha cabecera eterna. / Alhelí morado / tu cruz pequeñita, / con un brazo menos en la tempestad. / Que ya la tu novia / se cambió de nombre: / No cabe Alegría / en la Soledad.

El velorio ha pasado la prueba del telón alzado. Mis recuerdos se remontan a la encarnación de una elegía, a una perspectiva temporal, concreta, de la obra. Ha de dar esta sitio, sin desmedro de una cuidadosa artesanía, a renovadas maneras de re-creación de sus virtualidades escénicas; del testimonio airado de un autor de clara conciencia social e irrenunciable vocación artística, de dudoso afecto por la didáctica de la propaganda.

La furiosa manzanera, apretada síntesis, revela la aspiración a las tablas, pese a haberse sometido al jurado de un concurso de poesía. Comparten sus líneas la prosa y el verso. Filoteo Samaniego resalta una libertad métrica nada académica. Menciona las estrofas heptasílabas, octosílabas, decasílabas, endecasílabas y las combinaciones métricas (por ejemplo, un soneto cerrado con un expresivo heptasílabo). El frecuente surgimiento del verso —los diálogos se quieren prosa— obedece a una finura de oído desasida de la rigidez de las reglas, sin renegar por ello del influjo del clasicismo español. Samaniego rechaza un supuesto traslado de la acción al campo ibérico y desdeña la influencia de García Lorca, el gitano y popular, real, pero quizá consistente en cierto parentesco rítmico antes que en la técnica del versificador. Hay al lado del “andaluz profesional” bautizado por Borges, un García Lorca urbano, de tintes superrealistas. Me refiero a su Poeta en Nueva York, a la máscara multiforme de su dramática. No se ha de negar el legado de Federico dedicado a la América de idioma castellano. En el Ecuador, su contagiosa entonación se percibe aún en el primer Antonio Preciado, poeta de la negritud.

La geografía de la Manzanera pisa el suelo patrio. Nacionaliza el olor de las manzanas, el cultivo de la parra. Filoteo acude a la historia para reivindicar su ecuatorianidad. No hemos sido productores de vinos y de sidras; cultivadores de excelente manzana y aspirantes insatisfechos a la fruta vinatera desde los siglos coloniales, sí. La rebelión literaria de Sacoto se habría inspirado en un levantamiento de manzaneros contra los fiscalizadores y avaluadores estatales, heraldos de abusivas tributaciones. La conjunción de la poma del paraíso y la uva se proclama símbolo del cariño por la tierra trabajada. ¿Debió ser sustituida por un plebeyo alzamiento de cavadores de patatas, por uno de modesto ovejeros…? La protesta de Sacoto no se precia de política ni de naturalista. Se afina con la inspiración lírica, se afinca por un paraje campesino fundamentalmente humano. Evita los contagios de un costumbrismo convencional, de un pretendido color local.

La Furiosa manzanera teatraliza una explosión social y la trasciende. La individualiza, la priva de un forzado cariz ejemplar al enlazarla al relato de amor, al idilio brutalmente interrumpido de Antonia y de Narciso, manzanera y viñador. Se justifica así la “supresión” de un acto intermedio entre el planteamiento y el desenlace, el de la lucha y la derrota, resucitado simplemente por el relato de Filomeno. El destino frustrado de la pareja se superpone, dota de un matiz íntimo, personal, al acontecimiento colectivo.

Hija de una acendrada madurez, La Furiosa Manzanera, al lado de su hermano mayor, El Velorio, sostiene ante nosotros, tras la portada de un volumen sin abrir, el rostro y el silencio de Augusto Sacoto.

Copio un fragmento de la Manzanera:

FILOMENO con ira: Pero los caballos llegan / igual a un mazo de flechas / y su belfo borra el agua / de la pileta de piedra. (En voz poética) ¡Ay agua del alba! / ¡agua del alba! / Agua que fue propiedad / de palomas y trenzas y plantas / de sombra. (Después de su brevísima elegía del agua) Buscando cuerpos la lanza / donde clavar su agua dura, / y los soldados buscando / para su garra de lodo / mozuelas de fruta dura… / ¡Que así ocurrió el otro abril / cuando acechaban doncellas / con alta nariz de toros!

Adah se destaca del conciso universo ofrecido al espectáculo por Sacoto —como Sismo en el ámbito de la poesía— por su longitud y su ambicioso objetivo. El azogueño emprende su mayor aventura teatral, la más afín con sus tangibles siluetas. (Para nuestro propósito, hemos de reducir los múltiples diálogos posibles al inicial y básico, el del autor velado detrás de su texto y el lector). Edifica una obra mayor de la literatura ecuatoriana. Se remite a la Biblia, al Libro del Génesis. Se apropia del motivo de la muerte de Abel, agregándole bien tramados elementos de un conflicto de celos y de rebelión con ribetes psicológicos y morales. Se codean allí, parlamento a parlamento, reflexión a reflexión, la pasión, el libre albedrío, la intuición del azar, el mísero orgullo del mortal, la compulsión íntima del mal y su encarnación en el Tentador, la Gran Sombra. Caín se ha de reconocer la víctima del último. Y su émulo.

El entorno ideal de un mundo —¿un universo? — expulsado del no-lugar privilegiado del Paraíso, elude aquí la determinación geográfica, todo provincialismo, todo color local, aun el de una prehistoria de supuesta antropología, digamos a lo Aduanero Rousseau. ¿Aportan algo los nombres del río Phisón y de la Tierra de Evilat al panorama de un paisaje originario no descrito —los “primitivos elementos cósmicos” de “imponencia sinfónica”?

Un epígrafe de Jean Cocteau, brillante prestidigitador y vanguardista de la dorada entreguerra francesa y la segunda postguerra, nos agita una verdad junto a la nariz: la seriedad del arte más noble (la teatral, específicamente) juega con la ilusión, desanuda un pañuelo de colores, recita una copla socarrona… ¿Nos impone la verdad o la simula? ¿La menciona o la finge y de seguida la escamotea?

El “enredo”, del dominio del espectador no obstante las modificaciones argumentales, se desenvuelve a lo largo de los tres actos, El sacrificio, Nuestros primeros muertos, El tribunal de Dios.

El acto inicial persigue la oscilación cainita de la rebelión contra la divinidad a un amargo y jamás concluyente remordimiento. Caín duda y decide o es presa de una imposición, no evoluciona. Envidia a Abel, su hermano y su asunción natural de la fe. Los dos pretenden a Adah, hija de Eva. (Su nombre está tomado de la descendencia de Caín). A Sacoto no le interesa la interpretación psicoanalítica de un incesto inevitable. La rivalidad del sembrador y el pastor basta para sugerir el soterrado tinte erótico de la pieza. Al oído de un Caín atormentado murmura la Gran Sombra, el demonio; también la propensión al mal y la desdicha latente de la criatura desde el despertar de su conocimiento, desde el mordisco ilícito al fruto del árbol de la ciencia.

Caín, en diálogo inconsciente con el coro de las higueras, es caza y cazador de sus tentaciones. (De pasada, los coros comentan y advierten. Su condición ambigua se remite a los orígenes, mantiene la indeterminación entre lo vegetal, lo mineral y el espíritu…) El fraterno Abel se esforzará por volver a Caín a la justa adoración del Creador…

El segundo acto expone el compromiso de Abel y de Adah. La mujer compadece a Caín, a cuya larga vida posterior, la centenaria de los patriarcas, ofrece en desagravio la compañía de la hija que ha de tener con Abel. Una disputa de los hermanos, provocada, a guisa de pretexto, por la cordera destinada al sacrificio al Creador, se degrada a mutua agresión y culmina con el asesinato de Abel. Adah llora al muerto. Caín la agrede y, accidentalmente, la mata. La adición de este episodio fúnebre corre de cuenta, por entero, de Sacoto. La aparición fugaz de la Gran Sombra nos coloca ante la evidencia del mal compartido. El seducido es cómplice del seductor.

La voz interior de Caín —arribamos al tercer acto— pretende justificar sus delitos, deriva hacia la imposibilidad de renunciar a la revuelta. Asume su destino de réprobo. Secundan los vaivenes de su conciencia los acantilados negros.

La Gran Voz instaura el juicio del fratricida. El diablo tienta al Altísimo, reclama, en vez de un anatema de larga expiación, el castigo inmediato de Caín. Sobreviene una curiosa duda teatral del Creador: ¿Ha de sujetar al pecador impenitente a una cadena oprobiosa? ¿Ha de abandonarlo a la prueba de la libertad? Ratificará la sentencia, aconsejado por los ángeles: maldice al reo, lo manda a vagar por la tierra. Eva, la madre, comparece para impetrar la piedad divina. No va a conseguirla. El hombre caído, con la marca a fuego de Caín, será acosado a perpetuidad por el dolor y la desesperanza. La Gran Sombra, que aguardaba astutamente esa condena, bendice las tenazas ardientes de Dios. Se ha consumado la complicidad del mortal miserable y el maligno. La ambigüedad esencial inflama la terrible alegría del demonio.

(¿Ha de indagar la desorientación del escéptico por los insondables designios de la Suprema Voz?)

El doble y desacostumbrado recurso coral, un grupo de ancianas higueras, un sólido amasijo de acantilados negros y las “apariciones” (la invisibilidad de la Gran Voz, la Gran Sombra y de la Voz Interior de Caín), requieren soluciones ingeniosas en pro de la verosimilitud y la inmediata comprensión de un eventual espectador… Don Augusto se toma licencias poéticas… No veo la imposibilidad de domar las dificultades…

Acerca el tiempo la oportunidad de Adah a la ocasión de La furiosa manzanera. A pesar de ello se dan las espaldas su forma exterior y sus destrezas verbales. Los asuntos similares no fuerzan a seguir tratamientos semejantes, pero a intenciones distintas convienen, es presumible, técnicas, enfoques y hasta lenguajes apartados. El autor ha de descubrirlos, inventarlos, sacudirlos del polvo de su repertorio de juglar trascendental…

Adah se atiene, negociando sus términos, a la herencia clásica. A la liberalidad rítmica de la Manzanera opone una frase arrítmica, a imitación del de verso, que se sirve de la elocuente viveza de ciertos recursos líricos —la metáfora y un hipérbaton levemente arbitrario. Pero la intensidad reside principalmente en el contenido y el vigor de los parlamentos y lo angustiado del conflictivo pensamiento matriz:

CAÍN: ¡Oh Espíritu de la Noche, / de tu compañía familiar maldigo! / Jehová es el alto testigo / de la escena sangrienta. / ¡Yo no quise matar al pastor! / ¡Fue el Destino / quien blandió en el aire / el marfil funeral! / ¡A Adah yo no quise matar! / ¡Fue el huracán del Destino / quien la estrelló contra el guijarro!
LA GRAN SOMBRA: Sabia excusa que los futuros Caínes / emplearán a maravilla / ante el humano tribunal…

San Mateo en llamas, alegoría coral del Capitán Antonio Ricaurte, la postrera concepción lírico-dramática conservada de Sacoto, ocupa menos de cuatro páginas de imprenta. (“La única de las piezas históricas que se conozca inédita”: Se acuerda Filoteo de los proyectos inconclusos, extraviados o destruidos por un Sacoto avaro del acabamiento y perfección de sus criaturas, absorbido además por su emprendimientos de artista sin fortuna. Fue librero e intentó la carrera diplomática). Ilustra la muerte heroica de Ricaurte, salvador de las fuerzas de Bolívar en San Mateo, propiedad del líder independentista. La tradición cuenta que el capitán hizo saltar, a costa de su vida, el polvorín a punto de ser tomado por las armas del español Tomás Morales. (El Diario de Bucaramanga del general Luis Perú de Lacroix lo niega. Atribuye la inmolación legendaria a un ardid de Simón Bolívar, improvisado para subir el ánimo a sus tropas, victoriosas al cabo, y la revelación del engaño al propio Simón. Ricaurte habría caído de un balazo y un lanzazo, en plena retirada. Tal aseveración no parece haber prevalecido).

Sacoto rinde homenaje al mártir, valga lo que valga la reserva de Perú de Lacroix. Destinada la recitación o al canto, pues a ellos se presta, o a la lectura pura y simple, la alegoría descarta las acotaciones, salvo la determinación de las voces solistas o corales que glorifican al capitán. La poesía tiende a la épica y, sin ser la más honda y acertada de su autor, merece difusión. No hay motivo para prescindir de los logros menores de un poeta. Ni de sus errores. La tacha bibliográfica equivaldría a ignorar el lunar de su rostro, a embellecer sus orejas a costa de truncar su apariencia objetiva.

La interrupción de la frase en el tercer verso de la “voz coral” (segunda estrofa del poema) deja adivinar la inconclusión, siquiera la falta de una revisión acuciosa. La exaltación, convencionalmente conmemorativa y de elaborado lenguaje, apta para una recitación pública o previsible base de una cantata, no carece de remozadas imágenes. El solista (cabe, a mi entender, la alternancia de registros masculinos y femeninos) y el conjunto vocal sostienen la alabanza y la oblicuidad del relato, se eximen del cuadro vivo. Llevar San Mateo en llamas a reflectores y bambalinas equivaldría a adaptarlo al criterio de quien lo provea de la dimensión actoral, e implicaría una prescindible superposición de una parte visual a la enunciación literaria.

Sacoto desdeña la superstición de los géneros. Los valores de La furiosa manzanera fueron reconocidos por el jurado de un concurso de poesía…

VOZ CORAL: ¡Del fuego de la guerra yo soy la lengua! / yo soy, y tiendo a los labios / de los guerreros de ligera…[4] / ¡Mi girasol con un nudo de gusanos en el cáliz! / Será mi regalo cuando en los bosques de Dios / pelean los oprimidos / ¡Con los duros opresores! / ¡Que soy el fuego del Bien y del Mal! / Y la mejilla de cuero del viejo tambor guerrero / Sonará como cristal / ¡Manchado de sangre negra!


[1] El velorio y La furiosa manzanera aguardan también al curioso en Clásicos Ariel, colección que ha dejado de circular. Prologa sus entregas Hernán Rodríguez Castelo.

[2] Existe otro estudio, del que no dispongo, Antonio Sacoto, el hombre y su obra, de Marco Antonio Rodríguez.

[3] Pese a que Sacoto muere en 1979, las Obras completas apenas registran después un poema (¿final?) de 1951, Mensaje infantil a Teresa Crespo Toral.

[4] Aquí falta una palabra.

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