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«En el homenaje póstumo a monseñor Luis Alberto Luna Tobar», por Susana Cordero de Espinosa

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Por Susana Cordero de Espinosa

Quito, 17 de mayo de 2017

“Entre poder y no poder, el artista se siente mínimo cuanto más grande es su vocación y más cercanos sus ojos a la luz de Dios.  La fe le exige al genio que baje los ojos, que se encuentre consigo mismo, que tome greda en las manos, que palpe su aspereza exaltadora, que descubra el amasijo de sombras que hay en la entraña de todos los barros y que constate que, a pesar de todo lo limitado de nuestro vivir en tierra y en tiempo, en la curva amorosa del lodo hay una vocación de transparencia”.

En estas hermosas palabras de monseñor Luis Alberto Luna Tobar late el fondo de la antigua figuración bíblica: “entonces el Señor Dios formó al hombre del polvo de la tierra, y sopló en él el aliento de vida”. Si,  según este sacerdote y poeta –Monseñor Luna lo fue: para percibirlo,  basta leer alguna de sus piezas, como el discurso maestro del que extraje estas palabras-,   “…en la curva amorosa del lodo hay una vocación de transparencia” Dios, al unir, apretar y amasar el barro para soplar en él y dar vida al hombre, aprovechó la maleabilidad sagrada de la materia para infundirle el movimiento del espíritu. Por esta vocación de  transparencia, el ser humano pugna por limpiar su mirada y acercarse a la claridad de lo que es, y, en último término, a ese Dios que, según los filósofos que buscan explicarlo, es el único ser cuya esencia es su propio existir.  Pero debo aclarar que la voluntad de Monseñor  al escribir las palabras citadas,  no fue la de evocar al Dios bíblico, sino al artista creador de vitrales Guillermo Larrazábal, quien llegó a Cuenca  desde su país vasco, lleno de amor por la luz,  para deslumbrarnos con sus incomparables trabajos para la Catedral Nueva. El padre Luna,  como lo conocíamos sus alumnos en la Católica, al evocar al hombre-artista, intuye en él ese ápice de voluntad creativa que lo une a la creatividad divina que en su arte buscó.

El amigo y maestro, inició en Cuenca su misión arzobispal, y  en 1985, cuando debió pronunciar su discurso de incorporación como miembro de número a la Academia Ecuatoriana de la Lengua, eligió como tema, el arte de Larrazábal,  y tituló esta pieza magistral “Para hacer amistad con la luz en el recuerdo. Ensayo de entendimiento de la fe y el arte de Guillermo Larrazábal”. Este último, hombre bueno y vitralista genial, creó para la histórica ciudad  magníficos vitrales, que permiten la entrada tamizada de la luz, en intensos colores, a las inmensas naves catedralicias; gozó de la amistad de monseñor, pero  no supo jamás de su discurso, pronunciado cuando Larrazábal ya había muerto.

Monseñor, sensible al arte, hace en su ingreso a la Academia este hermoso homenaje al amigo y  la amistad, al artista y el arte en la cual Larrazábal supo expresar ‘la teología de la luz, del color y del cristal…, que retenía amorosa y celosamente lo que su imaginación de artista había concebido, lo que su mirada convirtió en imagen nueva, lo que su mano sacó del vacío y lo que su corazón consiguió de la nada’.

Como los antiguos vitrales del Medioevo, los de Larrazábal, por obvias razones, fueron ‘teófanos’, es decir, dedicados,  en su mayor parte, a revelar al Dios en el que creyó. Para el teólogo que existió en Monseñor Luna, cada vitral, en su maestría, estaba destinado a anunciar a quien los contemplara la presencia divina. 

Monseñor se ha ido. Evocamos con orgullo su merecido título de Académico de Número. Celebramos en el recuerdo al maestro sabio y bueno que narraba con gracia, hechos y   circunstancias, entre las cuales la  del talentoso y extraño psiquiatra español Antonio Vallejo Nájera, cuyas teorías sobre la inferioridad del destino femenino y la psicología enferma de todo el que se atreviera a  llamarse marxista,  le atrajeron el cariño del generalísimo Franco. Con su filonazismo,  mostró ante sus propios hijos, y ante sus discípulos, los síntomas patológicos de sus deleznables teorías y creencias que no pudieron evitar su positiva influencia como investigador,  aun en sus discípulos más críticos,  entre ellos, en monseñor Luna. Él  nos contaba que, los días en que Vallejo Nájera dictaba clases en la Universidad a primera hora de la mañana, los bedeles despejaban el edificio, hasta dejarlo vacío; llegaba  el  psiquiatra,  subía un piso hasta el aula en la que impartiría sus cursos,  dejaba sobre la mesa apuntes y libros, salía del aula, miraba a uno y otro lado, volvía a la escalera de mármol y trepado al pasamanos bajaba velozmente, para volver a subir al aula, ya tranquilo, después de este retorno envidiable a la infancia. Lo contaba con pena por el maestro perdido en el nazismo y en el odio a la república española, cuyo espíritu enfermo tenía,  entre sus gravísimos errores,  destellos de sabiduría.  

En este homenaje al arzobispo de Cuenca, Carmelita hasta la médula y ‘obispo de los pobres’, repito con él, esperanzada, los poderosos versos de su patrono San Juan de la Cruz:

¿Por qué, pues has llagado
aqueste corazón, no le sanaste?
Y, pues me le has robado,
¿por qué así le dejaste,
y no tomas el robo que robaste?

Apaga mis enojos,
pues que ninguno basta a deshacedlos,
y véante mis ojos,
pues eres lumbre de ellos,
y sólo para ti quiero tenerlos.

Descubre tu presencia,
y máteme tu vista y hermosura;
mira que la dolencia
de amor, que no se cura
sino con la presencia y la figura.