«Entre el orden y el caos», por Juan Valdano

Como previa a la presentación de «Después de la batalla», les compartimos un fragmento del texto que don Juan Valdano leyó en el lanzamiento de su libro «La nación presentida. 30 ensayos sobre Ecuador».

Hacia 1830, Alexis de Tocqueville, un jurista francés decepcionado del napoleonismo, visitó Estados Unidos de América. Luego de esta experiencia escribió un libro fundamental: ‘La democracia en América’. Tocqueville destacó los logros tempranos que, en poco tiempo, habían alcanzado las antiguas colonias inglesas donde, en su opinión, triunfaba un sistema republicano y democrático bajo el imperio de la Constitución y las leyes. A la América Latina la mira de soslayo y lo que en ella observa no le gusta. Dice Tocqueville:

Se sorprende uno al ver agitarse a las nuevas naciones de América del Sur, desde hace un cuarto de siglo, en medio de revoluciones renacientes sin cesar, y cada día se espera verlas volver a lo que se llama su estado natural. (…) Pero, ¿quién puede afirmar que las revoluciones no sean en nuestro tiempo, el estado más natural de los españoles de América del Sur? (…) El pueblo que habita esa bella mitad del hemisferio parece obstinadamente dedicado a desgarrarse las entrañas y nada podrá hacerlo desistir de ese empeño. El agotamiento lo hace un instante caer en reposo y el reposo lo lanza bien pronto a nuevos furores. Cuando llego a considerarlo en ese estado alternativo de miserias y de crímenes, me veo tentado a creer que para él el despotismo sería un beneficio.

El “estado natural” de estas sociedades -en opinión de Tocqueville- es la agitación constante, la “revolución renaciente”, en fin, el desorden. Pueblos que oscilan entre la civilización y la barbarie, el orden y la anarquía, la paz social y la agitación latente. Sociedades en las que la tolerancia, el respeto a la ley y la democracia parecen ser utopías difíciles de alcanzar. Hace casi dos siglos este era el retrato que un europeo culto hacía de nosotros. ¿Cuán cerca o cuán distantes estamos hoy de este diagnóstico?

Las realidades de entonces ya no son exactamente las de ahora. Un sano perspectivismo histórico nos aconseja matizar las opiniones de los testigos del pasado tomando en cuenta los factores históricos y culturales bajo los cuales estas fueron emitidas. Así y todo, no deja de inquietar su opinión: para pueblos como el nuestro, dice este francés, “el despotismo sería un beneficio”. Son palabras que duelen… palabras que deberían hacernos reflexionar.

Y, sin embargo, hasta podríamos pensar que Tocqueville sigue teniendo razón cuando observamos que la vida del ecuatoriano se desenvuelve en una paradoja continuada. La tendencia a la indisciplina, al desbarajuste, al irrespeto de la norma ha pasado a ser un hábito de nuestra rutina. Un ecuatoriano que vive largos años en Alemania hizo una observación que me pereció muy acertada, dijo: este país es el vivo ejemplo de un caos que, a pesar de todo, funciona.

Y aunque él no sabía exactamente cómo funcionaba este caos, observó algo evidente: funciona en el sentido de que a pesar del desorden imperante nadie descamina, nadie, al parecer, pierde la cabeza y aunque no pocos reaccionan ante lo arbitrario, muy luego se acomodan a lo que parece normal: el babélico desorden de nuestra vida diaria. Y esto es también parte de lo nuestro.

Entre nuestras virtudes está la capacidad de improvisación y entre los defectos, la inconstancia, la alegre irresponsabilidad. Vivimos para el instante que viene, no para el futuro que sobreviene. Imaginativos, nos favorece cierta innata capacidad de reaccionar ante lo ines­perado. Superado el sobresalto, vegetamos en el olvido. El jolgorio pronto sustituye a la tristeza. Libertad para nosotros es esa capacidad de inventar, es indisciplina, extravío de la norma. Para decirlo de manera figurada: si la selva es lo nuestro, somos también capaces de orientarnos en medio de ella, trazar caminos que permitan la supervivencia.

Cuando el orden es el hábito, el desorden repentino provoca desconcierto, histeria. Pero aquí el mundo no se acaba por ello, la vida sigue su curso y cada quien se adapta a lo que viene, se amaña con lo que consigue.

Caos equivale a vida en constante ebullición y reacomodo; es naturaleza primigenia en busca de su forma; es inestabilidad e inseguridad consiguiente. Y si este es dato objetivo, el caos, en el individuo, se traduce en subjetividad pecu­liar: la de aquel que vive de sorpresa en sorpresa; perplejidades que obligan a la innovación, a la respuesta improvisada ante lo inesperado. La asonada, el fracaso repetido y la consiguiente decepción son manifestaciones de una relación anárquica del poder.

Lo aceptemos o no, nos incomode o no, el caos y nuestra histórica adaptación a él han ido marcando la pauta del modo de ser del hombre ecuatoriano, esa disonancia con la que marchan nuestras vidas. En un ambiente de caos institucionalizado rige la ley silvestre del sálvese-quien-pueda; sobrevive el más audaz. De ahí que sea la selva nuestra realidad dominante, la realidad que nos circunda, realidad que trasciende lo meramente botánico, lo geográfico, lo climático para adquirir un valor simbólico, un peso semántico que en­globa lo sociopolítico.

La imagen de nación que hemos tenido los ecuatorianos ha estado siempre en crisis, y lo sigue estando ahora, porque nuestros logros colectivos han sido contingentes y provisorios y nuestra política no ha dejado de marcar un ritmo de inestabilidad y duda acerca del futuro del país. A este magma de constante agitación y anarquía que brota de las entrañas del ser social, nuestros escritores del siglo XIX lo llamaron barbarie y los políticos del XX, ingobernabilidad.

Si nuestra mirada se quedara aquí, en la visión de una sociedad desordenada, pecaríamos de pesimistas; pero no, el diagnóstico de la propensión a la anarquía nos conduce, por reacción saludable, al aprecio de lo positivo que hay en todo este proceso, a la afirmación de aquellas tendencias salvadoras que persisten en nuestra condición humana y que se han manifestado históricamente impidiendo la desintegración del Ecuador como Estado y como Nación. Me refiero a fuerzas racionales e instintivas, morales y culturales propias del pueblo ecuatoriano que han obrado de tal forma que han permitido, después de todo, que ese caos “funcione” para bien, no para la desintegración. Estos son justamente esos caminos que nos permiten orientarnos en medio de la selva. Esos caminos pueden ser muchos, y uno de ellos es, justamente, este deseo nuestro y plebiscitariamente expresado de ser nación.

Por debajo de este magma bullente de nuestra enmarañada vida cotidiana está presente cierto orden que, a pesar de todo, subsiste. Los fundamentos de ese orden impedirían que nos disgreguemos como sociedad, que nos diluyamos en la incivilidad. Y si se trata de identificarlos, me atrevería a señalar unos cuantos: un fuerte sentimiento de comunidad; el respeto por el ser humano; la aversión al autoritarismo; una apelación a la mesura; cierta humanidad de fondo que busca la avenencia, que añora la disciplina. Y algo que es fundamental y que quizás ni notamos: la voluntad de una comunidad, de nuestra comunidad, de construir día a día una nación, la nación ecuatoriana. En otras palabras: si hay un curso vital que jalona hacia el caos, hay también un discurso racional que anhela la coherencia.

(Fragmento de la presentación del libro ‘La nación presentida. 30 ensayos sobre Ecuador’)

Este artículo se publicó originalmente en el diario El comercio en esta dirección: https://www.elcomercio.com/tendencias/orden-caos-eeuu-manifestacion-ecuador.html

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