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Hay tardes en las que uno desearía
embarcarse y partir sin rumbo cierto,
y, silenciosamente, de algún puerto,
irse alejando mientras muere el día.
Emprender una larga travesía
y perderse después en un desierto
y misterioso mar, no descubierto
por ningún navegante todavía.
Aunque uno sepa que hasta los remotos
confines de los piélagos ignotos
le seguirá el cortejo de sus penas.
Y que, al desvanecerse el espejismo,
desde las glaucas ondas del abismo
le tentarán las últimas sirenas.
(De La romanza de las horas, 1922)