«¿Expresa a la mujer nuestra lengua española? – el idioma y lo femenino», por Susana Cordero de Espinosa

Por Susana Cordero de Espinosa

Quito, marzo 14 de 2017

Sede de la Academia Ecuatoriana de la Lengua

            Acaba de celebrarse el Día Internacional de la Mujer con manifestaciones masivas en cientos de ciudades del mundo ‘para visibilizar, señalar y cuestionar la sociedad desigual en  que vivimos:  la brecha salarial, los techos de cristal -limitación velada del ascenso laboral de las mujeres al interior de las organizaciones-;  el acoso callejero, el esfuerzo doble para conseguir un trabajo,  el pluriempleo,  la violencia doméstica, las violaciones, la prostitución,  el feminicidio,  taras entre las cuales tratamos de entendernos y sobrevivir.

            Si entre los estereotipos o imágenes  inmutables con que vivimos socialmente se encuentra el sexismo, que se define como “Discriminación de las personas por razón de sexo”, el mundo de la publicidad, el de la farándula, las revistas del corazón multiplican estereotipos sobre la mujer y la vuelven dependiente de una apariencia por la cual ella paga alto precio, no solo en lo económico, sino en lo  psicológico e íntimamente personal. Su cosificación es evidente en cualquier sector que requiere la aprobación de un público, pero como el tema de nuestra conversación es el del sexismo en la lengua, sometámoslo a examen a ver cuánto existe en la realidad idiomática y cómo contrarrestarlo.

            En España, aproximadamente desde los años ochenta,  se redactaron guías para contrarrestar el sexismo que se atribuye a la lengua, y don Ignacio Bosque, el gramático fundamental del español hoy, acometió el examen de, al menos, nueve de ellas, realizadas desde la convicción, entre otras, de que añadir a las terminaciones de las palabras masculinas una barra seguida de un /as, o escribir el/la, o los/las logra, si no eliminar tal sexismo,  incluir a la mujer en la expresión…  En palabras de Bosque, “los redactores de estas guías trabajaron con la lengua como si el sistema lingüístico fuese una especie de código civil o código de la circulación, ignoraron que su historia es la de un organismo vivo, y que lo que proponen puede ser igual de absurdo que quejarse de que el ‘sol’ es masculino y la ‘luna’ femenino, y no al revés como en el alemán”.

            Existen expresiones, definiciones, acepciones,  refranes y dichos españoles  de claro sentido machista que la concienciación  de mujeres y hombres  intenta,  en justicia, evitar. Se citan frases poco afortunadas, como A la inauguración podrán acudir los concejales acompañados de sus mujeres: ¿el posesivo ‘sus’ señala a la mujer como un alguien ‘poseído’?; ¿la frase ignora la existencia de las concejalas? Hay quien aconseja emplear ‘concejales acompañados de sus parejas’ o ‘acompañados de sus cónyuges” pero la decisión que se tome no será del gusto de todos, peor aún la definición de concejala como ‘mujer del concejal’, aunque, en alemán la esposa del doctor sea llamada doctora… Es un hecho evidente que existen comportamientos verbales sexistas contra los que luchar, resultado de la discriminación real de la mujer en nuestras sociedades, y es indispensable lograr que la presencia femenina sea más visible y más y mejor valorada. Ante estas evidencias ¿qué le corresponde a la lengua?, se pregunta Bosque ¿Que el léxico, la morfología y la sintaxis del español hagan sistemáticamente explícita la relación entre género y sexo? ¿Serán automáticamente sexistas las manifestaciones verbales que no sigan esa directriz, pues no garantizarían “la visibilidad de la mujer”?

Como colofón a este trabajo, don Pedro Álvarez de Miranda, en un artículo titulado  El género no marcado,  compara el funcionamiento de nuestra lengua en relación con la mujer, al de un ‘programa informático de tratamiento de textos programado –valga la redundancia- para que el tipo de letra elegido sea el llamado “normal” (o letra “redonda”);  si el sistema, sin  orden en contrario,  elige la letra redonda frente a la cursiva o la negrita, el tipo de letra ‘normal’ actúa por defecto o, si aplicamos a su función un término lingüístico,  dicha función es  similar a la de la letra no marcada.

            En una frase española, cuando un adjetivo debe concordar con dos sustantivos, uno masculino y otro femenino,   si tal adjetivo tiene variación de género, que no la tienen todos,  ha de ir en uno de los dos géneros, pues el “sistema”, necesita que uno se imponga. Si va en los dos géneros, la duplicación del adjetivo atenta contra el principio fundamental en las lenguas, el de la economía idiomática. Debemos decir los árboles y las plantas estaban secos, no Los árboles y las plantas estaban secas; secos, aquí, es adjetivo  masculino solo en apariencia: se trata del género no marcado frente al femenino.  Alguien con tres hijos y dos hijas, como es mi caso, dirá que tiene cinco hijos. No,   que tiene cinco hijos e hijas, ni cinco hijos o hijas, ni cinco hijos / as, ni que tiene cinco hijas (género marcado).

         Avancemos: siempre a partir de Álvarez de Miranda, no es el masculino el único elemento no marcado del sistema gramatical. En español hay dos géneros aunque quizá haya aún gramáticos que acepten el género neutro como un ‘tercero’.  El nuevo diccionario lo define así: género neutro. ‘En algunas lenguas indoeuropeas, género que no es masculino ni femenino’. El sustantivo Kind,  ‘niño’,  es neutro en alemán.  No hay  definición de género neutro en español, lo que implica reconocer  que el neutro no es un género existente en nuestro idioma.  (En otras lenguas hay más géneros gramaticales o hay solo uno).

En español tenemos  dos números, singular y plural: el singular es el número no marcado frente al plural. Así como hemos enunciado  que el ‘masculino’ ha asumido  la representación del femenino –ámbito en el cual deja de ser tal ‘masculino’ para convertirse en género no marcado frente al femenino-,  afirmamos del singular respecto al número  plural, que actúa como número no marcado, no por efectuar una ‘invasión’ indeseable, sino como forma de economía idiomática…  El enemigo significa ‘los enemigos’. El perro es el mejor amigo del hombre significa ‘los perros y las perras son los mejores amigos y las mejores amigas de los hombres y las mujeres’.  ¡Qué redentora resulta la economía de palabras!

            Entre los tiempos verbales: presente, pasado y futuro, el presente es el tiempo no marcado frente a los otros dos: en una frase como Bolívar libera a muchos países de América,  el presente libera expresa con fuerza que fuimos liberados en el pasado– por el Libertador;  En mañana no vengo  el presente de venir, no marcado en esta frase, hace el papel de un futuro más seguro: Mañana no vengo significa Mañana no vendré…

Álvarez señala, además,  que  es posible que ‘la condición de género no marcado del masculino y no del femenino, sea trasunto de la prevalencia ancestral de patrones masculinistas’ hoy llamados  machistas, y arguye que la intención de anularlo o revertirlo  por medio de la multiplicación de terminaciones y barras o arrobas,  es perfectamente inútil e infructuoso…

            Existen en español los nombres epicenos, aquellos que con un solo género se refieren a seres de sexo masculino y femenino a la vez.   Hay  epicenos femeninos como los que registra el académico citado: una persona, una criatura, una víctima, una figura, una eminencia, ‘lo que supone cierta compensación al avasallador poder del uso del masculino como género no marcado:… el femenino representa a masculino y femenino’: A ninguna eminencia varón, se le ocurrirá sentirse discriminado por ello.

            Pero en honor a la práctica extendida de procurar la presencia femenina mediante la sugerencia de cambio en las terminaciones, quiero y quizá debo leer un párrafo sobre teología y política, de un libro editado por el Consejo Latinoamericano de Iglesias, que puede servirnos de muestra de lo que la inclusión de femeninos (que no quiere decir inclusión de la mujer), consigue:

“Hubo tiempos en que la Teología-reina ejerció su dominio absoluto universal sobre todas las demás ciencias. Pero en el momento en que le faltó –lo que hoy le sigue faltando- el poder político  ayer omnímodo que la impuso y que hoy, aunque ya no omnímodo pretende seguir imponiéndolo  se convirtió y sigue convirtiéndose en una pobre esquizofrénica ya que muchos/ as, de los/las que la tomaron en cuenta ayer y todavía algunos /as de los/las que la toman en cuenta hoy son cada vez muchos /as menos, por no decir apenas alguno/a que otro/a.… Nuestro quehacer como teólogos/as no solo es de carácter contextual, etc… 

Asustan textos como este, pero no extraña que se redacten en ámbitos religiosos,  como no es extraño encontrarlos en discursos, presencias, referencias políticas, donde, y lo probamos con extrema impotencia, el fanatismo de cualquier clase cree limpiar sus lacras mediante concesiones a la mujer que son formas ocultas pero más dañinas de machismo. Se nos dice: Bueno, ahí tienen ustedes,  empleen los/las,  unos/unas,  mucho/  mucha, desde la convicción de que ustedes están incluidas, es decir, presentes. ¿Por qué las religiones y los políticos bisoños,  y a menudo ya corruptos, por desgracia,  llenan sus textos de estos adefesios? No podemos sino pensar que se trata de una forma necia de populismo, es decir, de demagogia, en ámbitos mentales en los que se intenta convertir,  no, convencer,  con argumentos válidos.

            Degradar así la expresión de la lengua es otra forma de ofender a las mujeres con concesiones que la dejan en mal predicamento. Asentemos críticamente algunos principios que surgen desde el título de esta conversación: no es la lengua española la que expresa o no a la mujer; la que habla positivamente de ella. Ni es la que siente, la racista o la prejuiciada, ni es la culpable de una realidad que  no termina de aceptar la plenitud femenina ni de revalidarla,  entregándole tantas oportunidades como aquellas a las que puede acceder hoy, el hombre. Es nuestra mentalidad, son nuestros propios prejuicios, en tantos casos es  nuestra habituación femenina a la cómoda dependencia, a ser ‘sostenidas’ en múltiples sentidos por los hombres, los que tienen que cambiar para que cambie, en consecuencia, nuestra lengua.

            Yo personalmente no me siento excluida en el adjetivo no marcado. ¿Falla mi conciencia social por no reconocer tal discriminación? ¿Soy machista como, por cierto, lo son tantas mujeres que claman justamente contra el machismo? La verdad innegable es que el machismo,  como lo escribí alguna vez, es, ‘un estado del alma’ y lo reescribo: “El machismo no es un estado del habla, sino una disposición del alma que nos impide leer la realidad desde todos los ojos, con respeto por cada mirada. Los prejuicios que, sin confesárnoslo, nos muestran a la mujer como menor son los más profundamente arraigados y solitarios.  Así como el racismo nos impide aceptar a quienes se nos aparecen como distintos  o nos mueve a querer ser como ellos,  y niega  o concede  derechos y virtudes a los seres humanos que no se nos parecen, el machismo nos marca como inferiores o superiores, como merecedores de destino más amplio, de miradas más abiertas, o viceversa”…

Todo abarcamiento o abrazo entre lo masculino y lo femenino, por medio de las citadas inclusiones  artificiosas, empobrece nuestra relación con el mundo, con nuestro sexo y con el ‘opuesto’;  al preñar la lengua de repeticiones, afea  estilísticamente el idioma, instrumento creado para la comprensión intelectual, sí, pero cuyo mayor potencial es el de la poesía y la expresión de la belleza. Imaginar posible la visibilización de la mujer –la mía, la suya– en el lenguaje escrito, gracias a estos antiestéticos ardides, es quizá solamente involuntaria trampa urdida por los/las feministas más recalcitrantes ya que, en efecto perverso, tranquiliza la conciencia machista de una sociedad desigual y, en lugar de reclamar y obtener cambios sustanciales, se contenta con la superficialidad de un os/as que nada incluye, salvo la fealdad y, quizá, nuestra propia impotencia…

¿Cómo enseñar el idioma? Un valor que apenas se nombra, pero que está implícito en esta protección de la lengua,  es el de la economía idiomática, que prescribe el  uso del menor número de palabras para expresar el mayor número de ideas, y significa, a la vez, un innegable  valor estético para la expresión. Sin esta búsqueda de perfección estética que es el don supremo de la poesía, la lengua apenas serviría para expresar nuestras más banales necesidades… La enseñanza de la lengua implica la del raciocinio que nos permita  entender,   sentir y enorgullecernos del hecho de que hombres y mujeres somos iguales, y de que tal igualdad irá expresándose lenta, pero seguramente  en nuestra lengua, en la medida en que la educación nos permita sentirnos la con-parte  de una misma condición humana.

Mientras, ¿qué pasa en este tema con los seres humanos masculinos? Es una obligación y una responsabilidad que ellos asuman y den cuenta del machismo en que vive sumida la sociedad: en cuanto reconsideren su papel social, como lo hacemos las mujeres, se volverá posible  la disminución de abusos y violencia, se repartirá el trabajo del hogar; como lo dijo un hombre inteligente cuyo nombre, por desgracia, no he conservado,  “Tenemos que vernos a nosotros mismos limpiando, criando, renunciando, perdiendo y, en definitiva, cambiando”. Y termina, ‘Se trata, quizás, de perder privilegios para ganar libertad”.

 La lengua no es culpable: lo somos nosotros. Intentar cambiar una mentalidad de siglos, la sensibilidad que nos hace negar y desaprobar o desconocer cuanto es diferente,  exige que  pensemos y luchemos a favor de la mujer dentro del racismo, de la intolerancia, de los atavismos y los estereotipos, pero asumirnos superiores o inferiores porque es el uso, porque así lo quieren los otros,  empedrar nuestro estilo para solucionarlo,  es necio,  como lo es intentar mejorar algo,  menoscabando el instrumento que nos permite tomar conciencia de ese ‘algo’ que hemos de corregir.

Reproduzco esta frase de Paz Battaner, la última académica mujer que ha ingresado a la Real Academia Española y ocupa en ella la cátedra K:  “Donde hay que dar visibilidad a la mujer no es en la lengua, es en la vida”. Yo añadiría: Una vez que la vida sienta nuestra visibilidad, la lengua cambiará en lo que deba cambiar. No antes. La palabra no crea el racismo, los prejuicios, el feminismo o el machismo; hay en nosotros machismo,  complejos, odios,  pequeñeces, somos nosotros los que los vivimos. Y conforme vayamos tomando conciencia de nosotras mismas, la lengua seguirá registrando nuestra evolución: cambiará en lo que es indispensable, si cambiamos nosotros. Nada ha demostrado, a pesar del trabajo de cientos de mujeres, que cambiar la lengua cambie el sentir social, la forma en que se nos mira, ni que dejen de multiplicarse los sentimientos negativos, los agravios contra uno y otros.