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«Fahrenheit 451», por don Fabián Corral B.

Silencioso e inmutable, testigo de piedra, proclama contra los abusos, memoria imposible de borrar, el libro es, quizá, la más importante invención de la humanidad. Refugio de las ideas y partida bautismal de los derechos...

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Silencioso e inmutable, testigo de piedra, proclama contra los abusos, memoria imposible de borrar, el libro es, quizá, la más importante invención de la humanidad. Refugio de las ideas y partida bautismal de los derechos. Además, es un recurso esencial que le queda a alguna gente para llenar sus horas, afianzar sus convicciones, estudiar, comprender o, simplemente, disfrutar más allá de la coyuntura.

El libro es la tabla de salvación para no olvidar. Es la evidencia de que los escriben y los que leen encuentran en esa vocación la razón para ser mejores, para luchar y afianzar el pensamiento crítico y la libertad. El libro es el signo que distingue a los que exploran, a los preguntan y cuestionan, de quienes solo consumen y se conforman, y de aquellos que aceptan sin reparo lo que les dicen y les mienten. La diferencia está en el afecto al libro.

El libro, además, pone de manifiesto la lógica maniqueísta que anima al mundo: buenos y malos, negros y blancos. Si el libro suscita debate con el poder -o con los fanáticos que lo usan como panfleto para sus fines-, los escritores y los lectores se convierten en seres sospechosos y enemigos latentes. Renace, entonces, el viejo concepto de la herejía y surge la tentación de las inquisiciones. Los libros se censuran, se descalifican las librerías y, si es preciso, se secuestran las ediciones peligrosas. Resurge, entonces, la delación, esa infame profesión de los pesquisas y, en no pocas gentes, hallan cabida los discursos dogmáticos de los propietarios de la verdad. Y prospera la intimidación.

Los inquisidores hicieron grandes quemas de libros. Comunistas y fascistas intentaron transformar en humo las ideas. Los nazis se propusieron convertir en cenizas la memoria de los judíos. Los caudillos y las dictaduras latinoamericanas, con sus estilos ramplones y torpes, imitaron semejantes prácticas. Fahrenheit 451 es la temperatura a la que arden los libros, y es el título de la novela futurista de Ray Bradbury y de la película de 1966, ambas, asombrosas y espeluznantes premoniciones.

El libro fue, y es, un peligro recurrente, puerta del infierno, factor de perdición de las buenas gentes. Las múltiples versiones de “Yo el Supremo” de que está llena la historia, vieron en el libro al enemigo, al tenebroso conspirador, al venenoso testigo. Todos los “supremos”, ya sea el general Franco, o los militares argentinos, o los soviéticos y los cubanos, condenaron a la hoguera o a la incautación a las publicaciones que eran incómodo testimonio de la verdad, o evidencia de que, pese al miedo, hay quienes no renuncian a ejercer la libertad, ni abdican de la posibilidad de pensar.

Si se prohíben los libros y censuran las ideas, ¿será esa la entrada al cielo de la inocencia absoluta? ¿Será un paso a la felicidad?

Este artículo apareció en el diario El Comercio.

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