Por motivos profesionales he releído la más larga de las novelas de Vargas Llosa, La guerra del fin del mundo (1981); eso y los bélicos acontecimientos actuales se unen en mi cabeza para tratar de entender la insistente actitud humana de destrucción. El hecho brasileño que cuenta don Mario, a base de investigación y de un libro capital que le abrió el camino temático —Os sertoes, de Euclides Da Cuhna—, fue de por sí novelesco: a fines del siglo XIX, recién fundada la república, un santón llamado Antonio Conselheiro fue capaz, con solo su prédica, de convocar a millares de campesinos pobres para crear una nueva sociedad, hermanada en el amor a Jesús y a la espera del fin del mundo.
Ese maestro de la narrativa, que ya se había probado a sí mismo con grandes temas del Perú, recorre una nueva geografía —pasmosa la visión del noreste del Brasil desértico, calcinado, devorado por pestes y sequías—, recrea las pugnas políticas de la naciente república en la que se han instalado dos partidos para tirar por sus respectivos intereses y traza una estructura de vasos comunicantes que le exigirán al lector una gran concentración. Las decenas de personajes se perfilan rápidamente, con pocos rasgos, para formar bandas: los aristócratas que lamentan la monarquía perdida, los burgueses militaristas que confían en que la fuerza impondrá orden y leyes y los miserables que solo pueden aspirar a la felicidad de la vida eterna.
Cuando el Consejero convence con sermones católicos interpretados a su albedrío, la novela analoga el cruce de Moisés por el desierto hacia la tierra prometida con el vagabundeo por el sertón hacia Canudos, un latifundio enorme abandonado por su dueño: allí se detienen, allí edifican templo, casas, hospitales. La naciente república y la terminación del siglo crean confusión: gobierno, ejército, población esperan lo nuevo que puede llamarse progreso y libertad. Pero el Consejero lee un edicto que pide pagar impuestos y emprende su cruzada milenarista: la república es el demonio, el rey depuesto debe volver, la obligación cristiana es combatir.
Las páginas dedicadas a la guerra de los gallardos militares contra los desarrapados creyentes son muchas: la desigualdad de proporciones y armamento se salva con valentía y fe. La maestría de Vargas Llosa es deslumbradora, así como el aliento humano del que están poseídos todos sus personajes. Hay momentos de heroísmo supremo, de fanatismo ciego, de horror sangriento: el coronel que al final pasea entre un mar de cadáveres quemados, comidos por buitres y ratas da para plantearse el rechazo que debe inspirar la decisión de la guerra.
La literatura nos hace vivir en carne propia lo que las noticias derraman con sus cámaras. Así y todo, no creo que la sensibilidad humana se embote tanto como para no estremecernos a cada mención de misil, bomba o dron planeando sobre un pueblo, un barrio, una casa. Los jefes deciden y los pueblos mueren. Los ideólogos escupieron sobre rostros poco pensantes que hay que maldecir, odiar, robar al vecino, y se los obedeció. Con banderas como la raza, la religión, los antepasados se metió la garra en tierra ajena. A eso ha vuelto el siglo XXI, y con el corazón estrujado escuchamos el clarín de la oprobiosa guerra, palabra que a mí solo me sirve para ponerle título a esta columna.
Este artículo apareció en el diario El Universo.