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«Honorato Vázquez Ochoa», por don Jorge Dávila Vázquez

En conmemoración de los 146 años de la existencia de la Academia Ecuatoriana de la Lengua, don Jorge Dávila Vázquez preparó este ensayo en homenaje a don Honorato Vázquez, antiguo miembro de la AEL.

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Foto tomada de la página de Fotografía Patrimonial

Con motivo de la asamblea general por los 146 años desde que se estableció la Academia Ecuatoriana de la Lengua, don Jorge Dávila Vázquez preparó este ensayo en homenaje a don Honorato Vázquez, antiguo miembro de la AEL.

Nació en Cuenca en 1855 y murió en su ciudad natal, en 1933.

Pese a la modesta situación económica de su familia, fue siempre un espíritu de gran cultura y amplitud de miras; amante de las artes y las letras, hombre reflexivo y profundamente religioso. Y un rasgo que es preciso subrayar, todo lo grande del pensamiento humano, en cualquier ámbito, tenía una resonancia en lo nuestro, lo más cercano y de raíces hondamente mestizas, aunque él no usara el término. Fue su práctica. Esa era la “elegante conjunción de lo universal con lo vernáculo”, de que hablaba Gabriel Cevallos García.

Su sensibilidad apareció en sus hermosos poemas y cuentos, y también en una obra pictórica de suma delicadeza. En todos, la pincelada íntimamente terrígena se une al gran fresco de la historia. Eso hace de él un autor que sigue siendo actual, en cualquier momento de la vida.

Para aquellos que se jactan de ser los más jóvenes que han ingresado a la Academia de la Lengua, hay que recordar que Vázquez pronunció su discurso de incorporación a la Entidad en 1886, a los 31 años de edad. Desde entonces, aportó periódicamente con sus ensayos sobre nuestro castellano, el quichua, los neologismos y más problemas de la lengua, durante mucho tiempo.

Más allá de las facetas de gramático, diplomático y hombre público, en un discreto segundo plano estaba su producción poética, la más honda e intensa de la lírica cuencana del siglo XIX. Uno de sus aportes más significativos fue el libro Los sábados de mayo, escrito con Miguel Moreno, pues deja ver claramente dos tendencias del romanticismo nacional: la de Vázquez profundamente sentimental, pero de gran refinamiento en la forma, llegando al uso del castellano antiguo, con gran soltura, en poemas como Morenica del Rosario, y la de Moreno, una de las figuras claves del romanticismo provinciano, apegado al costumbrismo, a la pintura local, a la directa y dolorosa expresión de sentimientos.

Uno de los textos más hermosos de la lírica de Vázquez es el siguiente, tomado, justamente del libro que he citado:

Hojas secas

Si no hay flores, Señora,
cuando el estío abrasa,
siquiera hay hojas secas
caídas en la grama;
si no hay flores, Señora,
un pobre afecto el corazón te guarda.

¡Ay! Cuando sopla el viento,
se lleva la hojarasca;
si no, los caminantes
la huellan, cuando pasan.
¡Ay! Cuando sopla el viento,
¡pobre jardín, marchito de nuestra alma!

El sol es ardoroso,
y en el jardín abrasa
las hojas, si no vierte
su fresco llanto el alba;
el sol es ardoroso…,
para aquello que muere, solo lágrimas…

Ya ves, Madre querida,
que sólo tengo en mi alma,
afectos que agonizan
y morirán mañana;
ya ves, Madre querida,
que mi pobre jardín marchito se halla.

Y aunque hoy está agostado,
no quiero, Madre amada,
sus hojas lleve el viento,
las huellen los que pasan;
y aunque hoy está agostado,
hojas hay que mi pecho te consagra.

¿Qué hacer con lo que muere?
Besarlo con el alma,
dejarlo de los muertos
en la postrer morada;
¿qué hacer con lo que muere?
¡verter en su sepulcro nuestras lágrimas!…

Si vuelve primavera
y á su primer mañana,
brota mi jardín flores,
entre hojas de esmeralda;
si vuelve primavera,
tuya es la flor primera, Madre amada.

Luego de una vida activa, en la que, sobre todo, defendió los derechos del Ecuador frente al Perú, en el secular problema limítrofe, afincado en España, con alta delegación de varios gobiernos nuestros, le esperaban al gran intelectual horas amargas en el seno familiar.

La pérdida de sus dos hijos Emmanuel Honorato y María, fue sin duda dolorosa, terrible, y devastó sus últimos tiempos.

Muchos años antes del fallecimiento del hijo amado, artista de remarcable gusto, uno de los precursores de la fotografía con sentido estético, le dedicó el más bello de sus poemas, de tono hondamente cristiano.

AL CRUCIFIJO DE MI MESA
A mi hijo Manuel Honorato

A tus pies ha dormido mi pluma,
y, al reír el alba,
soñolienta empezó su faena,
besando tus plantas,

al trabajo, a la lid cada día
se va solitaria,
y, aunque triste regrese las tardes,
no vuelve manchada.

¡Cuántas veces, teñida en mi sangre,
cayó en tu peana,
y se irguió como un dardo, pidiendo
un blanco a mi saña!

Ya no vi tu cabeza sangrienta,
tus manos clavadas;
vi mi afrenta, buscó al enemigo
mi ciega venganza.

Y, al hallarle, tendido ya el arco,
vi en su frente pálida
de tu sangre una gota, Dios mío,
envuelta en tus lágrimas.

«Te perdono, mi hermano, en la sangre
que a los dos nos baña,
ahoguemos en ella tú el odio
y yo la venganza».

Así dije, caí de rodillas,
y arrojé a tus plantas
ese dardo que cae en tu sangre,
si busca la humana.

Con los brazos abiertos presides
mi labor diaria;
de Ti brota mi idea, y se torna
incienso en tus aras.

Por tu cuerpo y tu cruz se desliza,
desde la ventana,
suave luz que, el papel en que escribo,
con tu sombra esmalta.

Y así, alterna entre el sol y tu sombra,
mi pluma trabaja,
bien sonrían mis labios, bien mojen
el papel mis lágrimas.

Habrá un día: ese día mi pluma,
yacerá arrojada
en mi mesa revuelta, buscando,
en vano, tus plantas.

Ni Tú entonces serás en mi mesa;
mis manos cruzadas
te tendrán recostado en mi pecho
sobre una mortaja…

Desde ahora, yo pido a los míos
Te besen con su alma,
y, enredada en tus brazos mi pluma,
con mi pluma me entierren… sin lágrimas.

Jorge Dávila Vázquez
Cuenca, octubre de 2020.

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