«Los difuntos y la guayaba», por don Diego Araujo Sánchez

Tan sabrosa es la guayaba que, si creemos a fray Ramón Pané, la comen hasta los muertos. Pané, que se autocalifica pobre ermitaño de la orden de San Jerónimo, llegó a nuestra América en 1494...

Tan sabrosa es la guayaba que, si creemos a fray Ramón Pané, la comen hasta los muertos. Pané, que se autocalifica pobre ermitaño de la orden de San Jerónimo, llegó a nuestra América en 1494. Vino con Cristóbal Colón en su segundo viaje. Fue fray Ramón el primer religioso en aprender, de manera imperfecta, la lengua de los pobladores de la isla Española, Santo Domingo y Haití de nuestros días. Por encargo de Cristóbal Colón, escribió las primeras páginas acerca de un grupo indígena de nuestra América. Hacia 1498 terminó su “Relación acerca de las antigüedades de los indios”. Como señala Juan José Arrom, “es la única fuente directa que nos queda sobre los mitos y ceremonias de los primitivos moradores de las Antillas… y el primer libro escrito en el Nuevo Mundo en un idioma europeo”.

El testimonio de Pané constituye una aproximación a los mitos, costumbres, ritos y dioses de los taínos. Estos son los antiguos habitantes de las Antillas, que cayeron exterminados durante los primeros cincuenta años de conquista. Cuenta también el fraile jerónimo los iniciales avatares de la evangelización.

Como otras culturas prehispánicas, los taínos creían en la existencia de una región adonde iban los muertos. La de los taínos se llamaba Coaybay. En aquel lugar permanecían recluidos los difuntos durante el día. Pero por las noches salían de fiesta junto a los vivos. Para reconocerlos había que pasar las manos alrededor del vientre de quienes estaban bajo sospecha de difuntos. Si no se dibujaba el ombligo al calor del tacto, uno sabía a ciencia cierta que se había topado con un muerto. Debemos suponer que quienes entraban a Coabay perdían esa huella que deja el comienzo de la vida al desprenderse los seres humanos del cordón materno.

La indefinición entre los vivos y los muertos provocaba frecuentes engaños. Tanto en el amor como en otras batallas, el pobre ser humano vivo tenía la ilusión de vérselas con otro semejante de carne y ombligo, pero al tenerlo en los brazos pronto desaparecía.

Sin embargo esos muertos huidizos disfrutaban de la sabrosa pulpa de la guayaba. Pané dice “que comen de un cierto fruto que se llama guayaba y que tiene un sabor de membrillo”.

Un relato curioso sobre los difuntos que trae la “Relación…” es el de su fugaz regreso a la vida para castigo al behique, el sacerdote y médico. Para averiguar si el enfermo había muerto por causa del médico utilizaban una bebida hecha con unas hierbas que molían junto a las uñas y cabellos del difunto, la introducían al muerto por la boca y la nariz hasta que les respondiera si el médico fue el culpable de la muerte. Si la respuesta es afirmativa, “se reúnen un día los parientes del muerto, y esperan al susodicho behique, y le dan tantos palos que le rompen las piernas y brazos y la cabeza, moliéndolo todo…”.

Este artículo apareció en el diario El Comercio.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

*