«Meta: Ser feliz», por doña Cecilia Ansaldo B.

Ya sea porque las felicitaciones transmiten el deseo, ya porque una visión ideal de la vida nos convence de ello, la humanidad busca ser feliz, así con el verbo de la sustancia —ser— y no con el pasajero estar...

Ya sea porque las felicitaciones transmiten el deseo, ya porque una visión ideal de la vida nos convence de ello, la humanidad busca ser feliz, así con el verbo de la sustancia —ser— y no con el pasajero estar. Sin tener claro en qué consiste, confundiendo placer con regocijo, alegría con encantamiento, todos aspiramos a un modo de sentir que debe tener cierto perfil identificable con ese nombre.

Desde que nacemos nos movemos dentro de una red de relaciones de la que emergerán emociones y experiencias, y las básicas y primigenias dependen del azar: la clase de familia que nos toca, la de padres atentos y de buen pasar o en el hogar múltiple donde mujeres tienen hijos sin marido, adolescentes son madres producto del abuso. A partir de allí, las alegrías se mantienen mientras haya inocencia, porque pronto se descubren las desigualdades y la falta de respuesta no tiene a qué atribuir las diferencias.

La generalización casi siempre nos instala en la medianía pequeñoburguesa, como si la mayoría de los ciudadanos tuviera trabajo, vivienda aceptable y relaciones sociales bien avenidas, todo apto para ir consumiendo las etapas de la vida: la educación de los hijos en colegios privados (creyendo que esas instituciones son mejores que las públicas), las celebraciones de rigor, los ascensos laborales, los viajes de vacaciones. Programas que nadie se quiere perder. Actividades que están marcadas en calendarios y tradiciones, pero que se cultivan según los presupuestos. Cabe entonces preguntarse ¿se necesita dinero para ser feliz?

Mi respuesta rotunda es sí. Se requiere tener atendidas las necesidades básicas, dibujar un futuro, cumplir sueños para estar conformes y satisfechos con la vida. Si todas las energías se dedican a sobrevivir, no hay cabida para los esfuerzos suplementarios que exigiría abrirse a otros caminos. Naturalmente que hay personas que han roto los obstáculos y con suerte y tenacidad han saltado el cordón de la pobreza. Pero la vida no se levanta con las excepciones, sino con la masa amorfa en cuyo núcleo se esconden los menoscabos.

Pero sigamos sosteniendo el ideal de la gran clase media, esa que duplica el tamaño de las que tiene encima y abajo, como signo de repúblicas desarrolladas: dentro de ella crecen las familias que pueden conseguir casa propia por modesta que fuere, educa a hijos profesionales que recién graduados consiguen un empleo considerable y pueden atender su salud con médicos de cabecera. El día lo terminan frente al televisor y la existencia laboral con justas jubilaciones. Sentirán golpes de felicidad cuando los descendientes alcanzan títulos, consiguen parejas idóneas y la vejez sea el tiempo de una vida reposada, que se anima al contacto con los amigos y que tiene manejables quebrantos de salud. Quien creó negocios propios los trasladó a la nueva generación o fue capaz de aceptar las elecciones diferentes de esos jóvenes que no responden a las metas de sus mayores.

Felicidad de círculo reducido, de ámbito breve. Emoción pasajera, chispazos de bienestar esparcidos por el cuerpo, captados por una racionalidad que identifica la naturaleza de las sensaciones y les pone nombre. Aunque también las impregne de añoranza porque son fugaces. La mayoría de las veces nos reducimos a un simple estar bien. Y ya es bastante.

Este artículo se publicó en el diario El Universo.

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