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El barroco: piedra o perla, joyería mental y sensible. La Escuela Quiteña, única en América, cuyos representantes pintaron y esculpieron temas sacros, significó uno de los períodos más trascendentales de nuestras artes visuales. Mas su barroquismo poco reparó en la naturaleza, fuente cardinal del paisaje.
El paisaje llegó al Ecuador más tarde que a otros países de América. Científicos y artistas europeos se juntaron a ecuatorianos para instaurarlo. Rafael Salas, Joaquín Pinto, Rafael Troya, Luis A. Martínez, los Mera, Honorato Vásquez, emergen entre sus representantes más notables.
Miguel de Santiago preludia nuestro paisaje. Dos obras suyas guardan armonía, sentido y veracidad. En 1621 la tierra de Quito se desgaja en grietas por la sequía, el ganado se extingue, la gente implora, acude a la Virgen y en procesión llega a la Catedral: el “milagro” de la lluvia se hace. El maestro pinta la tierra herida con lúgubres trazos goyescos y atisbos calcinados que anuncian el fin.
En 1634, con base a la leyenda de la sanación de una indígena enferma, pinta en la franja inferior del lienzo, con sepias mutando al gris, naturaleza inmensurable con celaje umbroso, hendida por un rasgo de fuego (ranura de horizonte).
El paisaje se inmoviliza en el siglo XX. No obstante ser el género visual que más convoca, se convirtió en simple ejercicio de pastiches con propensión al cliché. Los paisajistas genuinos —escasos y consagrados en otros países— casi no acceden a bienales o certámenes.
Vagamundos, risueño y cáustico, artista hasta su ser más íntimo, explorador del alma de la naturaleza, deambula Carlos Ashton (Quito, 1954) en un Mercedes longevo, llevando, “a la antigua”, caballete, banquillo, telas, óleos, pinceles… para estacionarse el momento en que un “paisaje” lo subyuga, y allí —no importan soles o lluvias— dar rienda suelta a su genio de paisajista consumado.
“Hay que cerrar los ojos para ver con el espíritu, luego, haz salir la luz que has mirado en la oscuridad”.
Este artículo apareció en el diario El Comercio.