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«Perecederos y gratuitos», por doña Cecilia Ansaldo

En la larga lista de las respuestas a la pregunta de por qué se escribe, figura una que se repite: “Escribo para no morir”. Y de hecho ha sido así en mensurable cantidad de casos...

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En la larga lista de las respuestas a la pregunta de por qué se escribe, figura una que se repite: “Escribo para no morir”. Y de hecho ha sido así en mensurable cantidad de casos. Escribieron una obra y sus autores se quedaron para siempre habitando el planeta de los libros. Allí siguen, al alcance de la mirada que los necesita y de la conciencia que entabla diálogo con ellos. En el proceso de lograr tal plenitud, hubo cantidad de avatares, tanto que las biografías de los escritores constituyen luego materia de nuevos esfuerzos de narración. Vale la pena recordar que, para ser fieles a una vocación poderosa, se sufren incertidumbres, reducciones y menoscabos.

No hay que ser escritor de tiempo completo ni practicante de la escritura artística para haber experimentado las angustias de la labor. La hemos practicado luego de jornadas llenas de obligaciones (los que hicimos magisterio, después de la doble jornada: siete horas en el plantel, muchas en el hogar para correcciones y recopilación de datos), leyendo enciclopedias y títulos específicos para nutrir ideas y estilo. Escribimos, nos pronunciamos sobre fenómenos varios o de especialidad en múltiples medios que iban desde la prensa privada al boletín escolar, a la revista naciente.

En el mundo de la literatura —que es el mío— cada vez que se publica un libro nuevo resulta indispensable presentarlo en un acto que antes exigía una lectura minuciosa previa al primer pronunciamiento público sobre la pieza. En ese momento o se obedecía a los criterios propios o se doraba la píldora sobre un contenido mediocre (ha habido excepciones, pero entonces el desagrado caía sobre la sinceridad del crítico). Hoy los presentadores prefieren dialogar con los autores y no se comprometen demasiado.

Todo esto para testimoniar que, así como hemos escrito para vivir-expresarnos-colaborar, lo hemos hecho gratuitamente. El libro nacional ha sido y sigue siendo producto que implica una inversión que no se recupera porque o se regala o no se vende. Entonces se ha abierto camino entre el cálculo de los centavos —ediciones pagadas por los autores pese a la ostentación de un sonoro nombre editorial— y la voz de los amigos. Los autores no solo crean, acompañan la edición, empujan la venta y hoy se promocionan por redes sociales. Todavía son escasas las editoriales que se hacen cargo de la circulación y pervivencia del libro.

En esta ronda de pasos injustos, nos mantenemos. Es habitual que los que conocemos un poco del trajín literario seamos solicitados para artículos, opiniones, ponencias, lanzamientos. Excepcionalmente se nos ofrecen honorarios. Luce obvio que el amigo escritor pida el gesto de apoyo, pero no tanto que las instituciones organicen actividades en pro de los valores artísticos del país sin reconocer el trabajo que hay detrás de cada palabra que se exterioriza —la de creación, la de análisis y valoración, la de difusión—. El escaso dinero dedicado a la cultura va para los burócratas de esas instituciones, muy pocas veces para aquellos que permiten que Ecuador tenga arte y se sostenga sobre la ocasional producción de pensamiento. ¿A qué llamamos arte? ¿Cómo se generan ideas valederas? Ese es otro tema. Porque si a murales contratados o títulos malos nos referimos, de eso hay bastante.

Este artículo apareció en el diario El Universo.

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