Están hechas de bronce, de madera tallada, de hierro. Las hay frágiles, de vidrio, de tela basta, de caña. Su tarea es la de permitir la entrada y la salida del dueño del refugio, el ir y venir de sus riquezas, la fuga vergonzante de sus desperdicios… Se revelan dispuestas a correr el pestillo o, por el contrario, a girar sobre las bisagras para dejar el paso libre. Bajo el dintel se detiene el señor de la morada. Recibe al huésped bienvenido y hasta al inoportuno. Una generosidad próxima a la indiferencia muestran los grandes arcos cuando rompen las murallas de las viejas ciudades, privados como están de los pesados tablones y los metales fijados alguna vez a su vacío.

Cuentan primero el interior de la casa, la bóveda del banco, las estanterías del archivo, no la puerta misma. Esta no es sino una advertencia, una forma real (y simbólica) de proteger la intimidad: fuera, los intrusos; lejos, los extremos de la naturaleza. También puede significar una acogedora invitación.

No todas exhiben esta amigable aunque prudente condición. Algunas esconden la avaricia de la estancia, mantienen distantes de quienes los exigen los lingotes dorados, la pieza de arte, la escritura de compraventa. Otras, violentando su vocación, niegan la libertad al ser humano alojado a viva fuerza detrás de sus hojas: al encarcelado, al demente, al enterrado vivo.

Prefiero las que se abren al ancho mundo, a sus impredecibles habitantes. Las que ceden el paso, brindan el lecho del reposo, devuelven a los huéspedes al camino y a la vida… Me arrimo al llamador de cuantas facilitan el acceso a las posesiones de un alma, la mansedumbre del santo, las socarronas elucubraciones del sabio…

(Poema sin publicar, gentileza del autor)