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«¿Por qué escribir poesía en el siglo XXI?», por don Marco Antonio Rodríguez

Compartimos con ustedes el texto íntegro de la exitosa conferencia virtual que don Marco Antonio Rodríguez dictó el pasado 20 de julio como parte de los actos académicos de la corporación.

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Compartimos con ustedes el texto íntegro de la exitosa conferencia virtual «¿Por qué escribir poesía en el siglo XXI?», que don Marco Antonio Rodríguez dictó el pasado 20 de julio como parte de los actos académicos de la corporación.

«¿Por qué escribir poesía en el siglo XXI?», por don Marco Antonio Rodríguez

Palabra

“Palabra:/ que seas…/ Celdilla de abeja:/
encierra/ la vida…/ Sé cuerno de caza:/
levanta/ los ciervos/ del alma…/
Exacta/ medida/ del mundo”.
Jorge Carrera Andrade

¿Cuándo se pronunció la primera palabra? Al principio fueron las voces de las aves y el viento. Por eso su eco palpita en las construcciones poéticas más antiguas y se habla de su fondo onomatopéyico. Música y plegaria.

“Todos quienes han querido hurgar en lo que pretendió decir el hombre primario han enloquecido —cuenta una leyenda india rescatada por el filósofo Giorgio Agamben— y regresan a la vida con la cabeza al revés”. Todo lo acabado retorna a su origen remoto. Barro y sueño: las sustancias humanas. La palabra: principio y fin de nuestra aventura existencial.

Condensamos en una sola palabra todo el significado y la trascendencia que esta puede tener, expresar y exigir, en nuestros soliloquios (aquellos términos que proferimos cuando estamos solos y creemos —aterrados— que hemos perdido el juicio) o en nuestros diálogos más íntimos que rezuman amor, palpitan tedio o mueren de olvido, o en las intimidaciones más decisivas que incitan el orgullo lacerado o que proyecta nuestra resolución irrevocable.

El “cambio civilizatorio”

Es sustancial referirse a la caída del Muro de Berlín porque, simbólicamente, marcó uno de los puntos de inflexión más drásticos de todos los tiempos. Viraje del tiempo histórico en el ámbito planetario. Mundialización. Inicio de un formidable cambio de época. A partir de este hecho se desataron, a ritmo de vértigo, una serie de acontecimientos, entre los cuales se destaca el derrumbe del marxismo como sistema actuante de ideas: arraigo y circulación de postulaciones en instituciones y sociedades, y la conmoción del llamado “estado de bienestar” que en muchos casos fue desmantelado. Lo ocurrido fue calificado como “cambio civilizatorio”.

La realidad, por primera vez en la historia, va más rápido que nuestra capacidad para imaginarla, peor aún para conceptualizarla. Nada es definitivo, si alguna vez pudo alcanzarse esta condición. Todo es provisional. Lo efímero es mucho más tangible en la edad que vivimos. Prolifera una energía terca y feroz, moviéndolo todo: actos, usos, costumbres, política, arte, cultura, de un lado a otro.

¿Por qué y para qué escribir poesía?

Poetas. Siempre han sido y serán incontables. Me refiero a los que son y a quienes pretenden ser. Muy pocos quedan luego de la criba despiadada del tiempo. Vuelvo los ojos a los memorables sesenta del siglo XX. Miro ciudades, plazas, salones, cafés colmados de poetas. Casi todos con la utopía de cambiar el mundo. Unos, militantes políticos de las izquierdas; otros, cautivos en sus torres de marfil, aunque bramando contra el sistema. ¿Quiénes quedan?

“¿Para qué ser poeta en tiempo de miseria?”, preguntó Hölderlin comenzando el siglo XIX. ¿Espetó su pregunta al mundo desde su triste y tierna locura?

La verdad es que el poeta, el poeta genuino, escribe poesía porque no tiene otra opción en la vida, y esta es su condena y su liberación.

Jacinto

Peregrino del día y de la noche, de la luz y la penumbra, del sosiego y el estremecimiento, de la plenitud y del vacío, de la presencia y la ausencia, de la vida, del amor y la muerte —en las calles de Cuenca resonarán siempre sus pasos y en su campiña los ecos de sus amados corceles—. Caballero de noble estirpe, Jacinto Cordero Espinosa (Cuenca, 1925-2018) levantó en silencio una de las más graves y hondas creaciones líricas de su generación.

La matriz y el entorno donde ofició su poesía fueron la naturaleza y el ser humano en su camino sin finales. Otear por donde vamos y buscar el más allá de las palabras: la obra de Espinosa Cordero.

Amo tierra
tus tenaces vendas de madre,
tu piedra de soledad,
tu ciega cuna en que me meces.

Espacio-tiempo. Aproximaciones y lejanías, rastros y rostros que se separan y entrecruzan, los infinitos del ser, únicos y diversos.

Infancia mía,
país de aire y de pájaros,
velas fiel mi muerte,
el niño que yo fui
se niega a morir
y torna la cabeza
con los ojos empañados.

Un poema con la señal innata de espontaneidad rotunda es un principio de universo, una apretada sabiduría, una concentrada humanidad. Cordero Espinosa buscó ‘ese poema’, ningún otro.

Amo amor tus designios
tu salvaje mariposa
que une la flor distante
y la boca de los muertos…

Y más adelante:

Te miro amor
las palmas de las manos,
como en una llanura,
veo tus azules venas descendiendo
como ríos…

Cazador furtivo de la palabra justa, desnuda y única, entró a lo mejor de la lírica ecuatoriana del siglo XX, con el Poema para el hijo del hombre, despojando su canto de algo trivial y farragoso de sus composiciones iniciales. Poema de acendrado humanismo, hilvanado por imágenes austeras, himno y ofrenda a quienes fueron dueños de las tierras que habitamos:

¡Oh, vosotros víctimas del cielo saqueado por las águilas!…
pastores de la soledad que arañaban la piedra.

Interpelaciones, ritmo enfático, fulgores anafóricos, estrépitos y clamores arrancados de la tierra.

“Una chispa es todo el infierno”, clamaba William Blake; la chispa de Cordero Espinosa devora el infierno y lo ahuyenta. Su obra está tramada por raíces y razones. Retorno a sus orígenes y vislumbre del final de nuestra frágil, evanescente aventura existencial.

Levantado desde la raíz de tu hermosura,
de hermano muerto sobre la melancolía de la hierba,
quebrantado por sus suplicantes cadenas de mansísima sustancia:
el arco de la herranza eterna de los astros.

La obra de Cordero Espinosa está hilada de raíces y razones. Mediante el germen, renace sin cesar, a través de la razón, perdura.

Refinado y airoso, delgado y enhiesto, sus impecables camisas y corbatas —incluso en altas horas de la noche había que esperarlo para que se vista y acicale—, ¿cuántas veces nos dimos el abrazo con el que ganamos un día más de vida? En casa de José Serrano González, junto a Efraín Jara Idrovo y Eliécer Cárdenas, con quienes Jacinto decretó “círculo cerrado”, miro sus llameantes ojos verdes, su sonrisa franca y el eviterno cigarrillo pirueteando en sus labios.

Porque todo es solamente apariencia, sueño breve
entre dos relámpagos.

Todo lo arrasa el tiempo, menos cada uno de los instantes que vivimos.

Adoum

Su hablar era apacible, degustaba las palabras como escanciando gotas de un elixir de vida, para hilvanar reseñas, evocaciones, confidencias. Con ese mismo acento acompasado decía su poesía, sin asomo de afectación. Cordial, solidario, fraterno, maestro, amigo. Usaba trajes casuales, y las veces que se vio forzado en recurrir a las corbatas —refería con picardía—, tuvo que ser Nicole —su compañera que no pudo con su partida definitiva y lo siguió lo más aprisa que pudo— la encargada de malanudarla.

Oficio de leer, pensar y crear el de Jorge Enrique Adoum (Ambato, 1926-Quito, 2009). Durante el tiempo que preparamos la publicación de sus Obras (In)Completas, entrañamos irrevocable amistad. “Hermanazo” fue el trato que me otorgó. ¿El tiempo con Jorge Enrique se rezagó a su incesante voluntad creadora? Nos dice el poeta Adoum:

Ante todo, es preciso ordenar la infancia
como un país disperso, hallar las fechas
de su límite: la dulce iniciación…
qué busqué desde entonces
si lo que abandonaba llevé conmigo
a cada sitio.

Jorge Enrique abrazó la humanidad desde su pertenencia a sus orígenes y halló las tres llaves para abrir su mundo: psicoanálisis, marxismo y literatura.

Había estado solo y, por miedo
o para que no se le corrompiera
la voz, comenzó a cantar…
recordó a los demás, buscó
los rostros, las manos de los otros
para entregarles el delgado
tesoro de su canto…

Así empieza su abrazo a la amada humanidad, Adoum. Polvo y luz, cenizas y vuelo, vestigios y rebelión.

Esta comarca limita con la sangre
y la abundancia. Cada día
puede hallar en el bosque iniciales…
y sobre
la triste arena del país descubierto
el rastro que fue dejando la violencia.

Día tras día el poeta reiteraba la divisa de su creación: “cada día —decía— me impongo la tarea de aprender a escribir bien”. Celada proverbial como horizonte de vida de quien fue el escritor más completo de su generación.

Amor y muerte. Arena y vuelo enfurecido para combatir rapacerías y dictaduras, sin caer en el cartelismo. Crónica del tiempo vivido. Catástrofes y genocidios. Sistemas de muerte y no de vida. Y de regreso, siempre el amor.

Amor azul, amor de mar ceñido
como una mariposa húmeda a la tierra:
en su incesante viaje la ola
trae recados de las cercanas islas,
tu espalda errante viene y me saluda
y una muchacha espera en las orillas
sus zarcillos de espuma…

Adoum, el cazador de su propia sombra. Por seres humanos como él se torna verdad aquello de “hambre de encarnación padece el tiempo”.

Euler

En la poesía y la vida de Euler Granda (Riobamba, 1935-Portoviejo, 2018) se congregaron grandeza, obstinación, verdad. Vida y obra de Euler se refundieron y pactaron para convertirse en una sola argamasa admirable. Poesía: averiguación a fondo de un ahora y de un aquí, esta la propuesta literaria de este grande.

Ternura, amargor, soledad: la tríada de su poesía amatoria. Ternura:

¿De dónde,
de qué clima sacaste
la calidez que tienes.
Dime cuál es el límite entre tú y las manzanas.
Desde dónde hasta dónde es guitarra tu nombre…
Tú que vives en mí
más que yo mismo
haz que aprenda a soportar el júbilo…

Amargor:

A veces
el amor como un intruso,
como un pelo en un plato de comida.
A veces el amor como enfermarse,
como estar ahogándose…
A veces el amor como pudriéndose…

Soledad:

Cuál nosotros,
cuándo codo con codo,
cuándo sentados en torno del fogón
y dándonos las manos…
¡qué va nosotros!
Cierto es la soledad.

Ternura, amargor, soledad que se juntan para encarnar una sola gozosa y doliente criatura: el amor humano. Manar continuo de fragmentos de nuestro ser. Aludes. Intermitencias. Firmamento imposible. Conjuro, ocaso y desvanecimiento en el espléndido vacío del que está hecho.

La poesía testimonial de Euler: pasión y arrebato, anatema fulminante, exorcismo y castigo, befa feroz, látigo:

Basta ya de dormir en los portales,
huyan ya del tugurio,
escápense del frío,
corran hacia el camal,
vayan hasta el mercado de San Roque,
bajen a los mismísimos infiernos,
que ya es la hora de cargar,
de molerse las vértebras,
de aguantar en los lomos al planeta…

Palabra exterminio, acción y refriega, redención de los sin voz. Del basural humano, de tugurios, cantinas y tenderetes, pero también de palacios de gobierno y mansiones opulentas, Euler extrajo un haz inacabable de palabras y las convirtió en poesía testimonial. Nadie ni nada se salva de su escrutinio y escarmiento, ni él mismo.

Qué carroña
y al mismo tiempo
pájaro de rapiña yo.
Qué aguafiestas,
pelele,
y queso rancio yo.
Qué lapsus linguae,
‘mal entendido’,
lapsus esperanza yo,
que aparte de una pluma de gaviota,
el hueso de un lucero en mi zapato
y esos ocres tatuajes
que dejan los recuerdos
nada más tengo yo…
mosca sin alas,
pie sin pisada,
cero a la izquierda,
requetecero entre los ceros yo,
así es,
asimismo es…

Y su hermosa y estremecedora poesía existencial. (De algún modo debo llamar a esos rápidos, catastróficos y abrumadores —caos, esplendores y nocturnidades— que son sus textos a través de los cuales hurga en los confines del ser humano). Rastreo implacable del fugitivo ciclo de la vida. Carne y sopor. Urdimbre de brumas, silencios, oquedades, secreciones del ser. Toda una fisiología del espanto de vivir. Porque acaso todo resida en seguir y comprender el juego mortal que nos conduce de la lucidez frente a la vida a la evasión fuera de la luz. El tiempo o el ser humano: ¿cuál de los dos es el gran depredador de la vida?

Julio

Caspicara olvidó que la muerte es rígida
y labró ese Cristo blando como una hoja en regazo de su madre.
Brillan las superficies encarnadas de este cuerpo.
Caspicara olvidó que la piel de los muertos se torna blanca y serosa.

Memoria y ofrenda, calma y temblor, asedio de la niñez en su comarca originaria, el paisaje y los sabores aprehendidos y aprendidos, alfabeto del tiempo redivivo, gentes que pasan ante sus ojos ávidos —fantasmas buenos que perviven en su memoria—, caminos y libros, la soledad radical del poeta: los textos líricos de Julio Pazos (Baños de Agua Santa, 1944).

La palabra de Pazos canta, danza, clama y calla, sonríe y solloza, muda su forma y color como la flor de loto que se levanta del barro una y otra vez; resiliencia. Simula, acecha y arrebata ciudades y personajes, edades, tiempos del vivir y del morir. Escritura de un fresco del terrible y precioso territorio de la vida.

Por esos caminos subimos,
nuestras alas aterciopelándose,
en turquesas nuestros ojos,
de coral las triformes patas; subimos para encontrarnos
con el desfile de otros mundos; subimos para mirar
aljófar de las hoyas, cada luz es una casa…

La palabra de Pazos: la de una criatura que encuentra el tesoro de un juguete luminoso pero, al asirlo, constata que en sus manos solo queda ese polvillo que dejan las mariposas cuando mueren, y sigue, acezante, su camino:

Llegamos al lugar,
siempre con el recelo de la finitud.
Que no te asusten ánforas funerarias dispuestas en interminables
galerías entregadas a las amargas sustancias de ancestros
que gimieron al son de bandolas,
en recintos que ya no existen.
Caminamos. Siempre con el consuelo de otras palabras.

El fin de la poesía de Pazos: arar y orar.

¿Adónde ir con las palabras?
Si las hacemos lluvia
irán a las flores lacres de las achiras;
si las convertimos en polvo
irán, suavemente, a los caminos.

El acto de escribir se resuelve en un lugar fronterizo que trasluce una subversión apremiante. Mallarmé develó en este signo un sendero que se fractura en dos: la nada y su propia muerte.

¡Tan poco tiempo del corto tiempo de vida
para los acontecimientos del amor!
No vaya a ser que estas hipérboles se evaporen lejos de ti,
cuando el viento definitivo
riegue su arena en el silencio.

El tiempo antes de nosotros es infinito, después inagotable. Lo íntimo en la poesía de Julio es la expresión, una feliz reminiscencia artesanal se vislumbra en su urdimbre. Este ser íntimo es eje y deriva de su ofrenda poética:

La tierra pone ante los ojos:
una mujer,
el agua de panela,
la sangre fría que puede ser una sorpresa,
el arroz blanco y sobre todo el peso de la vida,
el incesante, gozoso e inexplicable peso de la vida.

La blancura y la oscuridad de la condición humana. Amores y muertes que sobrellevamos. ¿Cómo hacer concordar este plural? Esta pregunta se escucha como sonidos de quena:

con labios de achicoria
opero en la sombra amiga,
porque todos caminamos hasta el límite
donde ausentes las campanas
nos quedamos jugando con los dedos
y ajenos,
hasta el propio polvo,
distantes y ajenos.

Va y viene Julio por el centro histórico de Quito, orondo, sonreído, apasionado, junto a sus discípulos. Comparte las historias de iglesias, altares, retablos, portones, piedras, mientras, dentro de él, el duende luminoso de su palabra le hace carantoñas para que vuelva aprisa a su oficio de poeta.

Inciso

Antes de proseguir en esta charla abro un inciso necesario: al prepararla tuve, como material de apoyo de primera mano, mi libro Poetas nuestros de cada vida publicado en 2008. Con palabras liminares de mi hija Paulina y memorables tintas del maestro Oswaldo Viteri, apasionado lector de poesía; el texto tuvo fortuna y concitó interés del público lector.

Los dieciocho poetas que recoge ese libro con ensayos de mi autoría sobre la obra de cada uno de ellos colmaron —con las limitaciones de mi palabra— mi anhelo de que fueran difundidos dentro y fuera de nuestro país. Pero apenas aparecen en él dos poetas mujeres. Asumo, entonces, el reto de dejar para una próxima ocasión un texto que recoja la obra de mujeres poetas.

Otras voces

En esta tertulia he seguido un orden cronológico como lo hice en Poetas nuestros… En esta parte final discurriré sobre un poeta de la generación de los ochenta, Fabián Guerrero Obando.

Corrían los tramos finales de los setenta del siglo XX cuando apareció en el vestíbulo de mi estudio Fabián Guerrero Obando (Quito, 1959). Un libro mío, Historia de un intruso, le había entusiasmado y quería que mantuviera un diálogo con sus estudiantes del colegio San Luis Gonzaga del cual era profesor. A partir de allí, hemos compartido lo que llamo y lo que seguiré llamando “vida vivida”.

Su poética es una intensiva e implacable persecución del ser humano. Desplazamiento e implosión. Desgarradura. Bitácora de un viajero al corazón de las tinieblas.

Exclusión y autoconfinamiento. Sucesión de soledumbres. Cetrería del silencio final o de aquel que antecede al olvido que aún carece de nombre.

Es el ruido sucio de la lluvia
En su encéfalo minúsculo.
No es la simple flor de salvia,
sino el sordo álamo blanco.
De la muerte,
Posándose.

Amor, tiempo y muerte son los territorios en los que planta su poesía Guerrero Obando. El hilo que los ata se llama silencio y sus mensajeros soledad, hastío, ansiedad, agobio.
Quien se consagra a la poesía es atraído hasta el punto en que esta se somete a la prueba de su imposibilidad, nos dice Maurice Blanchot. En este sentido es una experiencia. Pero, ¿qué quiere decir esta palabra…?

Una música que aprieta
Los más remotos huesecillos del amor…
El amor pues.
El diario y solo acabamiento del amor.

Experiencia: contacto con el ser, renovación de sí mismo en ese relato; una prueba, culpablemente imprecisa, incierta. Esta la “experiencia” de Fabián que es, a la vez, búsqueda continua.

Hay un vagón, no obstante…
Solo esperamos que amanezca para abordarlo,
Y escapar en lo que resta de ese recipiente.
Irse…

Pero la palabra ante la muerte nunca es meditada, acaece, sostiene Derrida. Esta imagen extemporánea nubla el silencio que debemos guardar ante ella: alardear palabras sobre esta resulta así una impudicia. Sin embargo —prosigue— urge habitar esa puerilidad, esa verbosidad liviana, impúdica, para cerrar el vacío, o, al menos, para menguarlo.

¿Quién bucea tan hondo
en la antigüedad de este cuerpo?
El dedo minucioso del tiempo me da en el corazón,
trasguea.

Fabián usa adrede una palabra en desuso: trasguear (los duendes juguetean con tiempo y corazón).

Tiempo. Amor y muerte.

No es casa
fosa es la palabra”.
Y en otro poema:
“No es algo logrado
Aprender a estar solos
Y esperar por ese aire de obra inacabada:
Ser nuestro propio gusano.

Alétheia es lo no olvidado, lo no perdido, lo no oculto; es verdadero aquello que se presenta ante nuestros ojos con la luminosidad de la evidencia, así esa luz sea engendrada por las tinieblas. La obra lírica de Fabián estará siempre en camino porque conserva viva su alétheia, su certeza.

Bajo la lluvia
Corre el frío
Corre,
Mientras el hombre
Camina
Sobre un charco reciente.
Para no salir.
Y el viento se llena
de inquietud.

Apunte final

Ronda mi memoria la célebre película del año 1968 de Stanley Kubrick, 2001, Odisea en el espacio, y su mensaje turbador: la humanidad no reside en un espíritu inmaterial, sino en la inteligencia, y las máquinas serán protagonistas de la historia en un futuro cercano y cierto.

Nuestro tiempo es el de la revolución cibernética, la robótica, la inteligencia artificial, atisbos de las cuales aparecen ya en la Odisea de Kubrick…

¿Acaso asistimos al fin de la palabra como el símbolo de correspondencia humana más definidor? Planteo la abrumadora inquietud para quienes puedan reflexionar y responder.

No obstante, creo que la palabra seguirá siendo alfa y omega del ser humano, violación del tiempo. Eternidad. Palabra: nunca astro inanimado, luz perpetua. Inagotable camino sin finales. Guía de exploración por nuestros infinitos humanos. Descifradora de enigmas. Continente de turbulencias y sosiegos. Savia única de la poesía.

La poesía es arena entre los dedos de la razón, es un enigma siempre a punto de ser descifrado. Tal vez en este ‘a punto de’ esté la clave del merodeo de una frustrada cacería inminencia y atisbo, vislumbre de un dibujo en la arena ‘a punto de’ ser borrado por la ola. Como quiera que fuere, insistamos más en la grave pregunta: ¿por qué escribir poesía en el siglo XXI?

La poesía ha ido asimilando los cambios ocurridos en el espíritu humano a lo largo de la historia. Paul Éluard creía que esta, la poesía, fiel y esquiva compañera de nuestro fugaz peregrinaje por la vida, la poesía, será siempre capaz de absorber “lo mejor de nosotros” y lo peor también.

Como quiera que fuere, la poesía seguirá —vigía elegida— dejando evidencia de todo lo que acontezca en el mundo y en lo que toca a nuestro espíritu, pervivirá, porque es lo que queda y nos consuela, la conciencia de la ausencia. Para concluir estos versos de Jacinto Cordero Espinosa:

Poesía sin ti nada existiría…
no oiríamos el rumor del tiempo
socavar nuestro corazón…
Sin ti no habría amor
en el hermoso cuerpo de las mujeres.
Ni existiría la palabra Dios
con la que nombramos nuestro desamparo.

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