A César Dávila Andrade
Junto al fuego repleto de memorias,
espectando los círculos insomnes,
un anónimo dios deja su huella
y sollozando de retraimientos
se conjuga la sangre desarmada
con el filo imposible de la náusea.
El día, acicalado, se le viene
como los hondos perros campesinos,
y una mala palabra le sustenta
en el líquido andamio de su anhelo.
Todo de sed es hecho a semejanza
y alguna vez de triángulo o de trigo,
algo vuela en el ruedo del aroma
como si de la piel hiciera lámparas
para velar los pasos presentidos;
nada se opone a su mitad de llanto
cuando pasan los indios sin sembríos
mojados por el río y por la escarcha,
escarbándole el ojo que no sueña,
llamándole del nombre nunca dicho.
Con paso lento se venía lejos
esquivando encontrarse con los dientes;
miraba y remiraba los instantes
llenándole las copas al prodigio
donde aletea a muerte un conocido.
Se oyó nombrar como detrás de un árbol
—Y el fruto ya maduro despedía
una substancia de niñez o madre—,
en las trastiendas de la antigua noria,
perdidos los sentidos que golpean…
Transcrito por Jorge Luis Pérez Armijos. Tomado de Compilación de poemas de ecuatorianos.