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«Theo», por don Marco Antonio Rodríguez

Nací artista, me dice Theo Constante, con ese desenfado que signa el humor tropical. Habla sobre su arte, en su taller, agitando sus manos como si atraparan la luz, uno de los núcleos cardinales de su obra...

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Foto: Diario El Universo

“Siento una mirada profunda: la del tiempo, horadando mis espaldas: ¿cuándo lo volveré a abrazar? La vida es un viaje, nunca un destino”.

Nací artista, me dice Theo Constante (Guayaquil, 1934-2014), con ese desenfado que signa el humor tropical. Habla sobre su arte, en su taller, agitando sus manos como si atraparan la luz, uno de los núcleos cardinales de su obra.

Había cumplido ochenta años y mantenía los rasgos de galán de cine de los cuales se ufanaba. ¡Cómo vibran y circulan los colores en sus flores! Preciosismo y dominio del dibujo y del color. ‘Armonía’ era la obra que estaba por terminar. Solo flores. ‘No me gustan las flores’, le planto. ‘Mira las mías’, me desafía. Los colores de Theo explosionan en el lienzo como criaturas vivas que escapan y vuelven a él.

En sus inicios Theo se instaló en la figuración. Paisajes de los contrastes de una ciudad pendulante entre el pasado y el futuro. Recovecos poblados de personajes desgajados de la entraña popular.

En algunas obras de sus series abstractas aparecen objetos. Dos emblemáticas: ‘El sueño del petirrojo’ muestra volutas de colores resueltos en violetas. Una suerte de alas veteadas flanquean el cuadro. Un círculo blanco se apodera del centro. Vuelan aves blancas. En una rama se posa un petirrojo. ‘Balcón de corbatas’: en un armador corbatas multicolores. Dos rosas se empinan y dominan la obra. Una flor amarilla mira desde abajo junto a la barandilla.

Miro su ‘Retrato azul’, dedicado a su compañera María Antonieta, y pienso que quedará en la retina de todos quienes lo vean. Una luz concebida por el amor, un halo secreto e indecible, fluye por él. Dos de sus abstractos que tantos logros le han dado cuelgan de una pared, parte de su colección patrimonial.

Es un viernes de 2012. Esta vez Theo me habla mucho de sus hijas, sus nietos, de su vida de viajero empedernido. Me levanto para despedirme: “No te vayas tan pronto”, me dice con ese acento guayaco, hondo y abierto que siempre me dispensó. Siento una mirada profunda: la del tiempo, horadando mis espaldas: ¿cuándo lo volveré a abrazar? La vida es un viaje, nunca un destino.

Este artículo apareció en el diario El Comercio.

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