pie-749-blanco

«Tres consideraciones sobre el modernismo», por Álvaro Alemán

Artículos recientes

Alvaro Alemán

Quito, 24 de noviembre de 2017     

 

Quiero iniciar expresando mi agradecimiento a participar en lo que entiendo como una conversación ampliada sobre la vigencia del modernismo ecuatoriano. Gracias a la Academia Ecuatoriana de la Lengua por proponer este foro y al Municipio de Quito por entender su importancia. Gracias también a los asistentes por su presencia.

En lo que sigue me propongo tres ingresos a la temática propuesta. El primero es un esfuerzo por definir términos y establecer conceptos para luego señalar la dificultad e incluso la inconveniencia de pensar la historia de la cultura por medio de la rigidez de definiciones o de fechas. El segundo momento, consistente con el primero, intentará establecer la diversidad regional de la expresión modernista ecuatoriana al señalar que, junto con la vertiente quiteña, monopolizada por los nombres de Aarturo Borja, Humberto Fierro y Ernesto Noboa y Caamaño existe una versión guayaquileña y otra cuencana. Por último quisiera abandonar el ámbito letrado de mis comentarios para intentar ilustrar una de las maneras en que el modernismo se ejerce en las calles y lugares de Quito, en una fecha específica del siglo pasado por medio de una “gala literaria” escenificada en el Teatro Sucre, a pocas cuadras de donde nos encontramos, hace 97 años. Mi propósito en todo esto consiste en señalar la contemporaneidad del modernismo, la importancia de aproximarnos al pasado no solo con curiosidad y ánimo de aprendizaje sino con la convicción profunda— que compartieron los modernistas en su momento— de que el presente está habitado por las palabras de otros tiempos históricos.

Primera consideración: modernismo y decadencia

El modernismo afinca todo su prestigio y esplendor en la obra de Rubén. Darío, y este a su vez, se apropia del complejo y estridente momento de la poesía francesa que vive en carne propia durante su estadía en Paris en el último tercio del siglo XIX. Ahí, el nicaragüense bebe hondo de la lírica francesa y regresa a América aprovisionado de una carga de poesía novedosa que, para fines de siglo, será conocida con el nombre de poesía modernista. Antes de ese momento, sin embargo, antes de que el “modernismo” como término, desplace otras formas nominativas, y triunfe sobre ellas en la historia literaria, la palabra “decadente” tuvo—y tiene— una polémica presencia en nuestras letras.

Siguiendo a Jorge Olivares en su artículo “La recepción del decadentismo en Hispanoamérica” quizá sea acertado sugerir que la polémica en torno al decadentismo hispanoamericano comienza en 1888 con el prólogo que Eduardo de la Barra escribió para el revolucionario libro Azul de Darío. El prologuista, después de dar su explicación del decadentismo, entabla un diálogo consigo mismo: "¿Es Rubén Darío decadente? –é1 lo cree así; yo lo niego."' Su respuesta tan categórica no convenció a nadie; por el contrario, hablar del decadentismo al referirse a la obra de Darío y sus congéneres literarios se convirtió en un lugar común. Todavía en 1902 era un tema controvertido y una de las sesiones en Los Juegos Florales, en México, en la ciudad de Puebla se centró en señalar el "valor estético de las obras de la escuela decadentista."

El crítico Juan Valera, después de enumerar los diferentes autores que pudieron haber influido en el nicaragüense, incluyendo a los decadentes, admite la dificultad de encasillarlo en cualquier categoría estética. Ese mismo año, el propio Darío no sabe distinguir todavía entre "parnasianos" y "decadentes;" en 1890 niega ser decadente porque, aunque admira "el delicado procedimiento de esos refinados artistas," reconoce sus "exageraciones y exquisiteces";  pero en 1894 los elogia. A su llegada a Buenos Aires en 1893 ya se le había asociado con el decadentismo y en 1896 se le recibe en Córdoba como "el jefe de la escuela llamada decadente”.

¿Qué es la decadencia en poesía?

Aunque no es hasta la década de 1880 que la idea de decadencia literaria se hace lugar común en el discurso crítico francés, el calificativo "decadente" ya se había empleado al comentar algunos textos. Baudelaire se queja de esto: "Decadencia. Es una palabra bastante cómoda para el uso de pedagogos ignorantes. Palabra ambigua tras la cual se refugian nuestra pereza y nuestra falta de curiosidad ante la ley”A pesar de su protesta, el vocablo hizo fortuna e, irónicamente, el estudio de su poesía realizado por Gautier es lo que A. E. Carter ha llamado el ars poetica del decadentismo.

En el prólogo a la edición póstuma de Les fleurs du mal (1868), Gautier, aunque no muy conforme con el término, lo despoja de su denotación peyorativa y lo usa para caracterizar un estilo literario: el estilo decadente, fruto de una civilización madura, expresa ideas nuevas en formas y vocablos nuevos. En 1881, Paul Bourget dice que la literatura decadente es producto de la insubordinación social, del individualismo característico del momento y explica que el estilo decadente es aquel donde “la unidad de la obra se descompone y deja lugar a la autonomía de la página, la página deja lugar a la autonomía de la frase; la frase, a la autonomía de la palabra”. Este enigmático y sugerente enunciado es lo más próximo a una explicación dada de parte de una de las voces centrales del decadentismo. Observamos, empero, un elogio de la descomposición y a la autarquía. En este nuevo régimen, las fronteras artísticas y sociales van a verse continuamente desafiadas, los límites entre poesía y prosa, entre pintura y escritura, entre enfermedad y salubridad, entre lo sagrado y lo profano van a dar paso al poema en prosa, al cuadro escrito, a la rebeldía política y espiritual.

Como apunta Arthur Symons en "The Decadent Movement in Literature" (1893), una modalidad del decadentismo es cultivar "una perversidad espiritual y moral," pero muchos detractores exageran este aspecto y solo ven en la nueva sensibilidad una complacencia de lo pernicioso. Algunos comentadores, sin embargo, no son tan recalcitrantes y a la par con la reprobación de la supuesta inmoralidad aplauden los logros estéticos. También, los escritores finiseculares fueron juzgados severamente desde un punto de vista clínico en obras semicientificas como Literaturas malsanas (1894) de Pompeyo Gener y Entartung (1892) de Max Nordau. Se acusaba a estos autores de ser "degenerados mentales" por su emocionalismo exacerbado, su “inmoralidad”, su carácter abúlico y otras imputaciones similares. Así caracteriza Gener a los simbolistas y a los decadentes: "Con estos nombres conócense hoy día en Paris unas tendencias literarias que ya no son solo simples neurosis sino verdaderas vesanias. Estamos en plena frenopatía. El simbolismo y el decadentismo delicuescente no son una escuela sino una enfermedad. Para ser iniciado en sus misterios, se necesita una cierta degeneración de la substancia nerviosa cerebral."

A pesar de la popularidad que alcanzaron estos tratados, hubo varias defensas de los "degenerados," como la de G. B. Shaw en The Sanity of Art (1895), donde se reivindica al artista por desafiar y superar, con una nueva estética, el anquilosamiento de las letras. Muchos son los juicios que se emitieron sobre el decadentismo y de todos ellos se colige que es difícil llegar a una definición exacta del término "decadente" por las connotaciones diversas con que se ha revestido. Para algunos es un término de reprobación; otros lo aceptan con encomio. Algunos lo acogen como estandarte de una escuela; otros no ven tal cohesión. Sin embargo, es posible deslindar los rasgos que caracterizan a esta literatura "decadente." Contra las normas literarias vigentes, especialmente el Naturalismo, emerge, a consecuencia de una profunda crisis espiritual, política y social, una sensibilidad que aporta a la literatura nuevas preocupaciones, como el culto de lo artificial y la proliferación de emociones raras y refinadas. Esto acontece no s6lo con miras de violentar la mentalidad burguesa, sino principalmente como una alternativa a las vicisitudes de la vida contemporánea. El culto de lo artificial es un escape y a la vez un reto a las normas establecidas y por ello el deseo de ir à rebours (en cuenta regresiva) se convierte en ley inviolable para estos escritores. Estilísticamente, el decadentismo se caracteriza por el uso de la sinestesia, la trasposición de las artes, la introducción de diversas estructuras sintácticas, la experimentación en la rima y por el uso de neologismos. Todas estas innovaciones, o uso excesivo de procedimientos estilísticos que autores anteriores ya habían empleado, obedecen a un impulso de cultivar lo antinatural tanto en el fondo como en la forma. No es mero capricho ni producto de idiosincrasias individuales, ya que esta sensibilidad, según sus cultivadores, es efecto y expresión social. Subscribiéndose a una visión cíclica y orgánica de la civilización, establecen una analogía entre la decadencia romana y el siglo diecinueve en Francia y arguyen que como le había sucedido al Imperio romano, el esplendor de la cultura francesa-después de haber pasado por periodos de juventud y madurez-tiene que sucumbir a los bárbaros en su momento de senectud: "Una raza en su última hora," según el vaticinio de Barbey d'Aurevilly. Y es por ello que esta literatura-reflejo de una época decadente encierra, pese a su postura aparentemente frívola y perversa ante la vida, una tónica desoladora sintomática de la realidad circundante.

Muchos de los autores hispanoamericanos de fines de siglo viajaron a Europa y se familiarizaron con la literatura de la época. Esto no era necesario, sin embargo, para conocer la producción literaria del Viejo Mundo. Además de circular las obras en el idioma original y en traducciones, muchas de las revistas hispanoamericanas publicaban poesías, ensayos, cuentos y capítulos de novelas de los decadentes europeos. El conocimiento de los hispanoamericanos de la literatura decadente europea se patentiza por los estudios que sobre ella se publicaron en revistas y periódicos de este lado del Atlántico. Valga como un ejemplo Los raros (1896) de Darío. Cabe recordar que en sus años de Buenos Aires el nicaragüense usó el pseudónimo "des Esseintes," el nombre del protagonista del "breviario de la decadencia," la novela A rebours (1884) de Huysmans. El uso de varios rótulos para referirse a la literatura de las dos últimas décadas del siglo pasado-decadentismo, delicuescencia, simbolismo, modernismo-condujo a lo que Coll llamo una "confusión lamentable de términos." Los detractores de la nueva literatura favorecían el epíteto "decadente" (o "delicuescente"). En Hispanoamérica, como en Europa, algunos escritores que se subscribieron a esta sensibilidad lo aceptan como estandarte despojándolo de su denotación ofensiva. Poco después, hacia 1893, surge el término "modernismo."' A veces se empleaba como sinónimo de "decadentismo", otras como substitución, ya que varios escritores no podían asociar la idea de renovación estética con el vocablo "decadente."

Siguiendo nuevamente a Jorge Olivares podemos resumir el asunto de la siguiente manera: La suerte del decadentismo en Hispanoamérica es así: al principio el marbete pasa por su etapa censurable o de incertidumbre en que no se ha delineado con exactitud su carga semántica. Los académicos lo emplean para reprobar la nueva literatura y los que acabaran aceptando el ser denominados decadentes se sienten todavía algo incómodos ante tal apelativo. Después, la mayoría de los adeptos lo acoge como divisa de esta refinada sensibilidad; mientras otros se alían a la nueva estética, pero deploran la "palabreja" y favorecen a partir de 1893, más a menos, su bien establecido sinónimo, el epíteto "modernista."

Todo esto tiene como fin señalar la omisión que tiene lugar cuando hablamos de modernismo a secas, el modernismo hispanoamericano tiene carta de origen decadente, no se trata únicamente de una renovación formal a nivel de versificación sino de una “importación” comprometida con el escándalo y el cuestionamiento de lo existente.

El modernismo entonces, paradójicamente, acarrea una dimensión anti-moderna, si entendemos por este último término un interés en oponerse al régimen socio económico vigente y en convertir a la poesía en arma de combate. Vale la pena, por último, señalar que las intervenciones decadentes en al ámbito creativo despliegan un ánimo crítico y humorístico. A mi criterio, este es uno de los elementos más significativos de esa propuesta y menos conocidos de la misma. Es válido de esta manera señalar que a las representaciones solemnes y  apesadumbradas que circulan hasta el día de hoy de nuestros modernistas hay que añadirles un matiz de picardía y humor, los decadentes no solo sufrían, también reían, como lo demuestra la amplia gama de materiales de lectura que nos legaron y que se han reducido en el presente a una selección reducida únicamente de textos de pesar.

Por otro lado, y como puede seguramente apreciar la audiencia, o al menos aquellos que han escuchado con atención las distintas lecturas del modernismo aquí propuestas, existe amplio lugar para la confusión. ¿Qué fue el modernismo? ¿Quiénes son propiamente, sus integrantes, sus precursores, sus epígonos? ¿Cuándo se inició y cuándo se detuvo, si en algún momento lo hizo? 

Augusto Arias, crítico literario cercano a algunos de los modernistas ecuatorianos dice por ejemplo:

Con razón, en el Prólogo que en 1908 puso Unamuno a las Poesías de José Asunción Silva, decía: «No sé bien qué es eso de los modernistas y el modernismo, pues llaman así a cosas tan diversas y hasta opuestas entre sí, que no hay modo de reducirlas a una común categoría».

 

Y continúa Arias:

Y aquella cuestión formal envolvía tendencias, aspectos que, aun cuando podrían ser considerados partes del romanticismo, también lo eran del desconocimiento ecuatoriano. Con el modernismo nos llegó todo a la vez: el parnasianismo y el simbolismo, el naturalismo y el neoclasicismo. Todo lo aprendimos en su romántica diversidad.

Veamos a otro crítico ecuatoriano de ese momento, el guayaquileño JJ Falconí Villagómez al escribir de uno de los precursores del modernismo en el Ecuador: César Borja.

A Borja lo ubican algunos críticos entre los poetas parnasianos…Pero, veamos que significa éste concepto. Parnasianos fueron los poetas que sucedieron a los románticos y neo-románticos, hartos de cantar lagos y sauces, «como Musset y Lamartine». Poetas sensoriales por excelencia antes que subjetivos. Cultivadores de un género literario que Theófilo Gauthier consideraba como «una transposición a la poesía de los procedimientos de las artes plásticas». Y que Guyau creía: «transportar la estatuaria a la poesía»…Borja fue en cierta forma un poeta parnasiano a través de algunos sonetos impecables, pero en nuestro concepto fue uno de los últimos románticos, (¿quién que es poeta no lo es?, escribió alguien), y de apreciable herencia clásica, pero iniciado en los secretos de la nueva métrica y acoplado a la moderna sensibilidad  que trasmitía Rubén Darío con el ritmo de su caracola, al extremo de que consideremos a Borja, por mil títulos, precursor del modernismo en el País. Fue también un poeta naturalista, en el sentido biológico de la palabra -nativista dicen hoy-, porque cantó a la naturaleza que le rodeaba… César Borja era un poeta clásico en el fondo, neoclásico si preferís llamarlo, pero de factura modernista en alguna de sus composiciones y arrastrando una herencia de cantor romántico de la que no podía evadirse.

Mi objetivo no es producir mayor confusión con estas citas sino más bien llamar la atención sobre la necesidad de leer la poesía de nuestros modernistas, no en busca de confirmación de tal o cual aserto crítico sino con el ánimo de experimentar, de la misma manera que lo hacemos nosotros, la complejidad de la experiencia moderna, tramitada en la forma de palabras, dispuestas para comunicar el desaliento y la angustia, el anhelo y la alegría de vivir en un mundo cambiante e incierto.

 

Segunda consideración: tres modernismos ecuatorianos

Quito

Del modernismo quiteño no hablaré, ya se ha dicho suficiente en el contexto de este seminario sobre sus principales figuras: Arturo Borja, Humberto Fierro y Ernesto Noboa y Caamaño que, aunque nacido en Guayaquil, ejerce como poeta modernista en Quito. La influencia del decadentismo en Borja, Noboa y Caamaño y Silva es inmediatamente perceptible, no así en el caso de Fierro, más parnasiano que simbolista.

Guayaquil

En 1896, el mismo año en que Rubén Darío editaba Prosas profanas, aparece en Guayaquil la revista América Modernista. En el editorial del primer número se explica la intención de la revista: “América Modernista, más que un nombre, es un símbolo: viene a representar en el Ecuador la escuela del modernismo, esa nueva religión del Arte en el Sentimiento, predicada por sus sacerdotes Manuel Gutiérrez Nájera, Salvador Díaz Mirón y la mayor parte de los consignados en nuestra nómina de Corresponsales y Colaboradores”. Los editores, Joaquín Gallegos del Campo, Miguel M. Luna y Emilio Gallegos del Campo, aspiraban ponerse al día con la producción literaria del modernismo que, sobre todo en la lírica, reclutaba espíritus “de jóvenes entusiastas y amantes de la buena literatura”, ávidos por saber lo que acontecía en el escenario de la poesía hispanoamericana Aunque estilísticamente, los poetas de 1896-1898 no son propiamente modernistas, sino más bien románticos, su credo ideológico es moderno: “los artistas americanos aman con entusiasmo, la novedad”, dice Arturo A. Ambrogi en un texto ensayístico de “América Modernista” (1896). La dimensión cosmopolita de la publicación es evidente, en ella se incluyen poemas de José Santos Chocano, Rubén Darío y Manuel Gutiérrez Nájera, así como salutaciones a la obra del ecuatoriano Numa Pompilio Llona, Emilio Zola y José Enrique Rodó. Como señala José A. Falconí Villagómez, en su texto “Los precursores del modernismo en el Ecuador: César Borja y Falquez Ampuero” , los poetas guayaquileños de fines del siglo XIX pueden ser considerados los representantes de la transición del romanticismo al modernismo, pues “ya no escribían octavas reales, epinicios, silvas, a modo de la época, ni nombraban insistentemente a Filis, Filomelas, Boreas, Rosicleres, Pontos ni otros gastados clisés de aquellos tiempos”. Su principal gesto, a no dudarlo, fue el convencimiento de que con la publicación de una revista especializada en “poesía modernista”, inauguraban un nuevo espacio de en nuestras letras que surgiría como el lugar de enunciación de la literatura moderna ecuatoriana.

Una revista de traductores

Patria es una de las publicaciones que presagia e inaugura el modernismo poético en el Ecuador. Francisco J. Fálquez Ampuero, reproduce versos de la revista Patria, en 1905 y 1906, atribuidos a Rafael Pino Roca, claramente influenciados por la decadencia francesa. Este influjo de textos parnasianos, decadentes y simbolistas seguirían apareciendo en diversas publicaciones, entre las que se destacan la sección literaria de El Telégrafo, la revista Altos relieves en Quito y sobre todo la revista Letras, dirigida por Isaac J. Barrera, a partir de 1912. Lo que me interesa destacar en este recuento es el trabajo de los primeros traductores de poetas franceses “modernos” en el Ecuador. Existía ya una tradición de traductores guayaquileños en el país que se remonta a Olmedo, Baquerizo Moreno, Víctor Manuel Rendón, Wenceslao Pareja, J. Pino de Icaza y otros. Pero es la obra sobre todo de César Borja (1851-1910), de Francisco J. Fálquez Ampuero (1877-1947) y J.A. Falconí Villagómez (1894-1967) aquella que se ocupa de introducir en el medio traducciones originales de poetas franceses rupturales. En el puerto principal del Ecuador, a inicios del siglo pasado entonces, se presenta lo que podríamos llamar la peculiaridad traductora del modernismo guayaquileño.

  Para señalar un solo ejemplo, entre muchos posibles: en el número 144 de Patria (junio 16, 1918), editado por Medardo Ángel Silva, una de las figuras centrales del modernismo ecuatoriano, incluye dos páginas de traducciones. La primera, titulada “Los Maestros”, incluye poemas de Samain, Rimbaud, Francis Jammes, Baudelaire, Claudel, Verlaine y Verhaeren, todos traducidos por Falconí Villagómez. La segunda página, titulada “Los Nuevos”, introduce una serie de voces poéticas francesas (entre ellas, un poema de Rubén Darío, escrito en francés y traducido), y las acompaña de un texto crítico bio-bibliográfico para beneficio de los lectores. La revista asienta los nombres de los integrantes de la “mesa de redacción” de la publicación, que se lee como una lista de las voces más relevantes del modernismo ecuatoriano: Medardo Ángel Silva, César Borja Cordero, F.J. Fálquez Ampuero, J.A. Campos, Modesto Chávez Franco, Nicolás Augusto González.

Cuenca

Jorge Carrera Andrade señala que los poetas cuencanos Gonzalo Cordero Dávila, Remigio Tamariz Crespo y Rafael María Arízaga deben ser considerados precursores del modernismo en el Ecuador. Su obra coincide, grosso modo, con la del círculo modernista quiteño. “Lo más sobresaliente de su obra se realizó en plena primavera modernista en el Ecuador, entre 1915 y 1930, y a esta circunstancia se debió la poca atención que le prestó la crítica de la época, ocupada en ensalzar las nuevas corrientes poéticas.” .

“Mientras esto sucedía” sigue Carrera Andrade, “los poetas azuayos vivían en íntimo trato con los árboles—como dice uno de sus más ingeniosos comentadores—en conversación con las aguas, en amoríos con el alma de las cosas y en comunión con el misterio del propio ser… Gonzalo Cordero Dávila y Remigio Tamariz Crespo entre otros, tendieron con su poesía un puente sobre las aguas torrentosas del Modernismo para salvar el precipicio del arte exótico”.

La vertiente modernista cuencana, a diferencia de los cenáculos de Quito y Guayaquil, propicia así una modalidad posiblemente, menos francesa, ciertamente, poco decadentista, aunque vale la pena destacar la obra de traducción de Cordero Dávila y de Tamariz Crespo. Ambos traducen, en distintas versiones, un poema de quien seguramente fue uno de los autores más significativos para el simbolismo francés, se trata de “El cuervo” del estadounidense Edgar Allan Poe.

El decadentismo entonces muestra su impronta en las tres regiones, en Guayaquil sobretodo por medio de las traducciones directas de los poetas malditos, en Quito, una década más tarde, por medio de una poesía, en ciertos textos, abiertamente decadente (“Ego sum” de Ernesto Noboa y Caamaño por ejemplo o “Mademoiselle Satán” de Carrera Andrade) y en Cuenca, por medio de un marianismo agrario en donde la influencia decadente se encuentra soterrada.

Tercera consideración: los espacios mixtos del modernismo

El tres de febrero de 1920, la sociedad “Estudios Jurídicos”, compuesta por estudiantes de Jurisprudencia de la Universidad Ecuatoriana organiza una velada en el Teatro Sucre para la Defensa Nacional . Eran  los últimos meses del gobierno liberal de Alfredo Baquerizo Moreno, a su vez un entusiasta de las artes y los jóvenes organizadores de la gala aspiraban a recaudar fondos para la defensa nacional. La coyuntura patriótica es difusa al leer los diarios de la época, los estertores de la revuelta conchista se apagaban con la amnistía que Baquerizo Moreno extendió a los complotados, el Tratado Muñoz-Vernaza-Suárez, suscrito con Colombia para saldar disputas limítrofes ya se había firmado, pero se levantaban sospechas sobre su destino final, la crisis del cacao empezaba a acentuarse con la extensión de la plaga de la monilla y con la caída en la bolsa de Nueva York del precio del cacao de $26 a $12. Los miembros de la Sociedad veían adicionalmente su labor como una intervención necesaria sobre los destinos de la patria y la concebían con “el afán de difundir cultura por todos los ámbitos de nuestra sociedad en general”.

 

El inicio de la velada estaba programado para las ocho de la noche pero se retrasó algo más de una hora y media. El Teatro estaba a reventar. Los palcos llenos de dignatarios, incluyendo al Presidente de la República y su familia, altos dignatarios diplomáticos y lo más selecto de la sociedad quiteña. A las 9 y 36 se abrió el telón mientras redoblaban las notas del Himno Nacional del Ecuador dirigido por el maestro del Conservatorio Nacional Traversari. Sobre el escenario se observan cuatro jóvenes quiteñas vestidas con prendas exóticas. Una de ellas se encuentra sentada en un pedestal, vestida con un gorro frigio, un vestido oscuro briznado por una capa y por abundantes collares, a su derecha se encuentra una joven descalza, vestida de blanco, con la cabeza descubierta y ensortijada de flores, tanto en su regazo como en el vestido mismo, esta joven apoya su mano sobre el cuello de la mujer sentada—ambas—junto con las otras dos jóvenes con quienes comparten el escenario, se encuentran absolutamente inmóviles. A la izquierda de la figura sentada se encuentran dos mujeres, una de ellas se encuentra en un desnivel del escenario, sostiene en su mano izquierda la diestra de la mujer sentada mientras nos observa. Su atuendo consiste de un penacho de plumas, una coraza metálica que cubre su pecho decorado con collares y una falda multicolor. Atrás de ella y en el mismo plano de la mujer vestida de blanca encontramos a una mujer con similares prendas a la figura sentada pero erguida en una pos marcial, con una espada sobre la diestra que presenta a la figura que domina la escena y que mira al frente. Sobre su otra mano esgrime un escudo metálico repujado. El himno nacional se extiende por la sala, la audiencia perpleja y solemne no sabe responder a tanto estimulo. Luego se les comunicará que a último momento los organizadores decidieron  presentar simultáneamente los cuadros vivos con los números musicales “y eso era monopolizar a favor de los ojos que devoraban la belleza de los cuadros, el interés de los oídos”. Termina el himno. Ante la confusión una voz declara que lo que se observa es una alegoría, titulada La Defensa Nacional y que presenta a cuatro señoritas cada una representando a la Costa, la Sierra, el Oriente y la Patria (la mujer sentada). Se comunica que el cuadro ha sido arreglado por el señor director de la Escuela de Bellas Artes, el Dr. J. Gabriel Navarro. Aplausos estruendosos. Se trata de un cuadro quieto. Más adelante, un cronista del diario “El Día” observará que “por descuido, tal vez, no gozó de los favores del reflector de que gozaron los otros cuadros y así, aunque bien apreciado el hermoso conjunto, no se pudo hacer apreciación detallada de la belleza singular de las niñas que lo formaban . . . ”

A este cuadro inicial le siguieron dieciséis números de un programa que incluía dos cuadros vivos adicionales, varias declamaciones, incluida la recitación de Laura Borja, hermana del extinto poeta  modernista Arturo Borja, múltiples números musicales, incluyendo solos de piano y piezas líricas, discursos, una pequeña comedia  y las repeticiones de varios números al grito ensordecedor de “bis” por parte de la audiencia. La velada se extendió durante más de cinco horas consecutivas y terminó a las dos y media de la madrugada.

El éxito de la velada fue notable y todos los diarios y publicaciones periódicas de la época recogieron el hecho y lo elogiaron. Adicionalmente la Sociedad recaudó tres mil seiscientos cincuenta y ocho sucres y luego de deducir costos de producción entregó al gobierno nacional un cheque por mil vente y seis sucres con 12 reales. Antes de terminado febrero, la Sociedad “Estudios Jurídicos”  imprimió un número especial de su revista en homenaje a las señoritas que tomaron parte en la “velada de los universitarios para la defensa nacional”.  En la revista aparece impreso el programa, los textos poéticos y discursos proclamados, fotografías de los cuadros vivos y además un elogio poético individual para cada una de las mujeres participantes en el programa. Así, actrices, pianistas, cantantes y modelos aparecen en una segunda vida poética en las letras de sus enaltecedores. Entre los poetas aparecen voces líricas y literarias importantes para los años venideros: Augusto Arias, Benjamín Carrión, Jorge  y César Carrera Andrade, Gonzalo Escudero, Miguel Ángel Zambrano, Humberto Fierro y otras voces de la historia literaria ecuatoriana.

El momento marca un hecho significativo en la manera en que circulaba la literatura en el Ecuador. Previo a esta velada literaria el arte verbal había gozado de un recorrido muy distinto. La literatura ecuatoriana había formado parte anteriormente de los círculos de poder, de hecho, ese había sido su origen histórico durante el siglo XIX pero lo que observamos en este caso es algo muy distinto: una socialización del discurso literario a la vez como lenguaje del poder y como idioma público. El espacio de la literatura ecuatoriana, a través del Teatro Sucre inaugura la incómoda situación postrera mediante la cual la literatura experimenta con la realidad y la repiensa.

Antecedentes

Resulta imprescindible entender tres aspectos implícitos en el acto del 3 de febrero. El primero es la naturaleza universitaria del espectáculo.  En el Ecuador, el movimiento sudamericano de reforma universitaria ya se dejaba escuchar. Este movimiento, que eclosiona en 1918 en la Universidad de Córdoba en Argentina se opuso a la concepción colonial-medieval de la universidad medieval sostenida por los españoles, aunque recoge de ese modelo la comunidad (universitas) entre maestros y alumnos. A finales del siglo XIX y principios del XX, a partir de la generalización de la democracia y la conquista liberal del sufragio universal emerge una corriente educativa que replantea las relaciones de autoridad en la educación para insistir en el protagonismo del estudiante. En Latinoamérica, los estudiantes universitarios crean sus propias organizaciones, aparecen centros estudiantiles y federaciones universitarias. Estas organizaciones adoptan un esquema asociativo y de acción similar al de los emergentes sindicatos. En momentos de crisis institucional (los años previos a la revuelta juliana, marcados por crisis económica, organizaciones incipientes de izquierda y creciente conflicto social) la bullente energía estudiantil se veía como un frente político adicional y la canalización de esa fuerza a nivel simbólico por medio de actos culturales (pese a su novedad y relativa audacia) aparece como una vía de prudencia gubernativa. El discurso literario así intenta ser guiado hacia una reconciliación de diferencias entre los distintos estratos sociales que acuden a su socialización, como veremos, empero, aquello resulta complejo.

Un segundo antecedente consiste en el despliegue previo en territorio ecuatoriano y en particular en esta ocasión por parte de segmentos universitarios, de los llamados Juegos Florales. Los Juegos Florales (de legendario origen romano en homenaje lírico a la naturaleza) se establecen en Occitania o Provenza, en el siglo XII como mecanismo de preservación y celebración de la tradición poética de los trovadores y de su lengua y región. Los juegos producen una academia poética y una tradición que se extiende hasta el siglo XV y que se reaviva en la época moderna en Cataluña a mediados del siglo XIX, en la cúspide del Romanticismo. Los Juegos Florales operan así de múltiples formas: como un discurso anacrónico valioso (al que se le une un imaginario cortesano y palaciego), como un mecanismo de vigorización patriótico y como competencia literaria libre (tanto en el sentido de justa poética como en el de reconocimiento de pericia en la versificación).  Los Juegos Florales se trasladan a América Latina a principios del siglo XX, hay datos de Juegos en Guayaquil ya en 1905 pero en Quito el Club Universitario organiza ya en 1919 un edición de los Juegos Florales. L os juegos se convierten en eventos anuales y en 1922 la Federación de Estudiantes del Ecuador monta la premiación de unos Juegos Florales a propósito del Centenario de la Batalla del Pichincha.

 

Por último y como factor adicional para la comprensión del espacio literario del Teatro Sucre cabe mencionar la enorme influencia del modernismo como movimiento cultural en el Ecuador y en América Latina. El modernismo es un fenómeno heterogéneo y complejo, de difícil y polémica definición. Consiste en un membrete (tardío) para designar un movimiento poético de renovación formal, una palabra para señalar un espíritu de apertura y cosmopolitismo, un fenómeno sincrético. El modernismo ecuatoriano inicial se acerca al decadentismo (que fue la palabra inicial utilizada para nombrar la práctica y que luego fue sustituida por la designación más aceptable que hoy nos es familiar) y consiste en la más importante y radical transformación en el discurso literario del Ecuador contemporáneo.  El modernismo en el Ecuador es un discurso subversivo, opuesto al poder, comprometido con el arte, afín a la melancolía, hostil al positivismo y el pragmatismo de la vida burguesa. Y es un discurso excluido y negado por el poder cultural.

El modernismo incluye adicionalmente en Latinoamérica un proceso de descolonización de la lengua española que va a tener importantes consecuencias culturales, trascendiendo las fronteras de lo meramente literario. Esta descolonización consiste en la incorporación imaginativa de referentes cultos provenientes de otras tradiciones, del acrecentamiento del caudal verbal del castellano mediante la generación de galicismos y neologismos y finalmente, de la incorporación de dispositivos retóricos y poéticos novedosos y lúdicos.

Lo que vemos entonces en el la gala del Teatro Sucre de febrero de 1920 puede entenderse, entre otras cosas,  como el apoteósico triunfo público del modernismo como discurso literario. En parte esto se puede constatar mediante la declamación pública de “Primavera mística y lunar” uno de los poemas emblemáticos de Arturo Borja, emblemático modernista quiteño, por parte de su hermana. De hecho, todo el espectáculo es modernista: el discurso inaugural del presidente de la sociedad de “Estudios Jurídicos”,  la sinestesia de música, imagen y poesía (uno de los rasgos formales del modernismo), el anacronismo creativo de los cuadros vivos, el patriotismo difuso que se extiende hacia territorios espirituales, la retórica monárquica de los elogios, el peligro inminente de desestabilización simbólica en el espectáculo público.

Hasta el momento modernista, como dice Raúl Andrade, “la función literaria (fue)  ejercida por hombres de pelo en pecho y de voces robustas que, intermitentemente, la abandonan para empuñar la pistola de la conspiración o el fusil de la revuelta. O lo que es peor todavía por tímidas y devotas polillas de altar de vocecitas atipladas y falsos bebedores de láudano en calaveras de imaginarias amadas difuntas. Los unos han renunciado a la función literaria para insurgir en la acción política, con todos sus riesgos. Cachorros de Montalvo, al fin, recogen esa herencia para tratar de darle forma viva, palpitante y heroica. Los otros se han refugiado en una estéril adoración del mito. Se han alzado con la herencia de la Colonia. Ya que, no en vano, el arte colonial quiteño, impermeable al ritmo del mundo, había de perder su tiempo tallando imágenes sagradas o decorando frisos de mártires lacerados y gangrenosos, bajo la torva vigilancia de los mastines del Santo Oficio”.

El discurso público del modernismo “universitario” aparece entonces como un discurso que se estrena, de unidad nacional, armonía simbólica, democratización artística, modernidad literaria. El espectáculo escenificado en el Teatro Sucre se instala en un momento de crisis en donde el porvenir espera pacientemente el despliegue de un desfile alegórico.

Obras citadas

Alemán Alvaro. “El Teatro Nacional Sucre como espacio literario” en Gabriela Alemán editora,  Formidables 125. Quito, Fundación Teatro Sucre, 2013.

Andrade, Raúl. El perfil de la Quimera, Casa de la Cultura Ecuatoriana, 1951.

Arias, Augusto. “Los precursores del modernismo. Estudio e introducción” en Poetas parnasianos y modernistas. Biblioteca ecuatoriana mínima. Quito, 1960.

Carrera Andrade, Jorge. Carrera Andrade en la Academia: Dos discursos. CCE, 1963.

Espinosa, Alejandro. Análisis diacrónico de la recepción literaria de la generación decapitada. Tesis de licenciatura, PUCE, Quito, 2012.

Falconí Villagómez, J. J. “Los parnasianos. Estudio y selección”, en Poetas parnasianos y modernistas. Biblioteca ecuatoriana mínima. Quito, 1960.

Gener, Pompeyo. Literaturas malsanas. Madrid, 1894.

Olivares, Jorge. “La recepción del decadentismo en Hispanoamérica”. Hispanic Review, Vol. 48, No. 1, Otis H. Green Memorial Issue (Winter, 1980), pp. 57-76.

Symonds, Arthur. The Decadent Movement in Literature, 1893.