Ahora que está el patio de domingo
y no hay ropa lavada
y en las vasijas no se quiebra el cielo
y los niños, caracolas terrestres,
danzan de lado a lado
con los trompos borrachos
y las bolas que guardan estrellas de colores,
usted y yo, vecina,
nos podemos fiar un gran cariño
y decir, por ejemplo, deme un beso,
usted, buena como un periódico en la mañana
cuando es indispensable echar anda en la vida,
yo, inquilino de una tristeza
por esa mujer pálida como la palabra muerto.
La calle se ha vestido de pañolón de flecos.
Tiene usted unas manos
dignas de atar el nudo de mi corbata,
por la presencia de su boca
ya no chisporrotean mis recuerdos,
aparece usted conmigo en la conversaciones
como los parientes en las fotografias
con dedicatoria al amigo del alma,
y detrás suyo hay una familia contenta
que conoce la utilidad del mondadientes
y mira al cielo para hablar:
“ha muerto el Ambrosio como perro
sin siquiera una cruz entre las manos”.
No sé hacer la alabanza de sus ojos,
pero estamos juntos en la tarde que se achica
y mi alegría sube y le muerde los pechos.
Junto a usted me olvido de las constelaciones
y estoy tan sólo aquí y en ninguna otra parte,
sin voz, como los muertos, porque tengo dos manos
y un deseo en el único sitio en que está el deseo.
Sin embargo, quiero que me encargue su corazón
para envolverlo en la esquina de mi pañuelo
y guardarlo en el fondo del bolsillo del pecho.
Así estaré tranquilo
como los toreros en las fotografías.
Los faroles en la tarde son como forasteros.