Pende la buganvilla
(las flores rojas de tenue pergamino)
del techado de zinc.
Alguien, para mirarlas,
se despoja de todo pensamiento.
Se iguala con la rama. Solo existe.
Aunque la planta ignora que está viva,
a su manera siente.
Su voluntad de ser, su muerte cotidiana,
no ceden a la envidia de la piedra mohína.
Se abre la inteligencia del ojo a la llamada
de los racimos leves.
(Del cordón de la tarde cuelga un jirón de niebla).
Dialogan brevemente (¡oh, alfabeto del aire!)
la conciencia del hombre, la rama florecida.