pie-749-blanco

«Visita a otras poesías de la mano de Eduardo Mora-Anda», por Bruno Sáenz

Artículos recientes

Bruno Sáenz A.

Eduardo Mora, poeta y diplomático, por ende viandante de la imaginación y de la geografía, ha querido, para la ocasión que lo incorpora como miembro de número a la Academia Ecuatoriana de la Lengua, emprender un viaje hacia las voces del lejano oriente (el lejano occidente, habría corregido Juan Cueva, luego de consultar su brújula contestaria), a la inmensa extensión de la China y a la insularidad japonesa, que en nuestro imaginario representan algo parecido a la Grecia y la Roma de esas lejanías, por la influencia seminal y lingüística de la primera sobre la segunda. (Mi ignorancia se detiene en la derivación de los ideogramas y de las ideas filosóficas y religiosas). Ha preferido no iniciar solo la ruta. Convoca a la partida a dos de sus compañeros de armas, igual de la pragmática negociación internacional que de la reflexiva actitud del hombre de letras. Ha juntado tiempos distintos y palabras diversas. Desea comprender a los pueblos extraños e interrogar acerca de ellos a dos compatriotas que los habrían considerado con ojos limpios. El intercambio sentimental e intelectual bien puede adoptar la formas cordiales del diálogo, de la meditación interiorizada, del monólogo, de la imitación, la síntesis, la simbiosis… ¿Me atreveré a asignar a un libro, a la obra de la imprenta, la virtud de un monólogo fijo pero polivalente, dispuesto a trocarse en plática fecunda a voluntad del lector, plática con un contertulio ausente, representado por el vocablo de una vez y para siempre pronunciado?

No cedamos a la tentación acaso ingeniosa de la elucubración. Para guiar este comentario por el camino recto, ajustémonos las páginas leídas por Eduardo Mora.

Anota el académico, al levantar la cubierta de la bitácora de sus opiniones, una visión de los ámbitos poéticos escogidos. Enfrenta un primer acto de comercio intelectual, el del lector con los textos. De ellos extrae ciertas características que considera definitorias. Procede a interrogar a sus colegas del país natal, en el caso a Rubén Astudillo y a Jorge Carrera Andrade, a fin de establecer sus afinidades evidentes o discretas con una lengua poética que se aproximaría a la suya, por turnos la de la China y la del Japón. Con frecuencia consistente, salpican el discurso las observaciones a propósito de la vocación libérrima de las artes y su misión social. Apunta su crítica hacia la distancia tendida entre las concepciones ideológicas y sentimentales y la realidad de las políticas económicas y antiecológicas de la mayor potencia asiática.      

Identifica Eduardo un puñado de tendencias fecundas, positivas, de la milenaria poesía de la China. La primera, el humanismo, entendido como un acercamiento a una opción de la existencia que, casi paradójicamente, desplaza el humanocentrismo. Abarca esta característica las enumeradas posteriormente, al desprenderse de su concepto puramente filosófico. Yo hablaría de “humanidad”, de una mirada global, finamente sensible, a la manera de ser del animal inteligente -especie e individuo- en el mundo.

La segunda, el amor a la naturaleza, puede analizarse como defensa consciente del entorno, del entorno y del testimonio lúcido otorgador de sentido. Indefiniblemente, apunta a lo eterno, a la trascendencia, a lo “otro”. Mora lo relaciona con la comprensiva asunción del medio ambiente, con una pertenencia-diferenciación necesariamente derivada de esa simpatía, de una comunidad de origen. 

La tercera, el amor y el sexo, no se distancian de la cualidad humana, instintiva y solidaria, de esta poesía.

Un ejemplo tomado de Tsuei Hu, poeta “de la dinastía Tang y las cinco dinastías” (siglos VII a X) teje a manera de apretada trenza los temas del amor, la naturaleza y la percepción de un tiempo pasajero y circular:

Hoy hace un año, esta misma puerta / reflejaba, rosadas, las flores del ciruelo y sus mejillas. / No sé dónde su rostro estará hoy, / mas la flores sonríen aún a la primavera.

 A la cuarta, la denomina Mora “humanidad contra totalitarismo”. Le concedería yo un carácter más eventual, particular. Puede deducirse, sí, y sin exceso de arbitrariedad, de la posición libertaria presupuesta por la conciencia del yo (ilusorio o no, inevitablemente real), por el aislamiento facilitado por la naturaleza no contaminada, pero es previsible que la beligerancia antiautoritaria corresponda primero a ciertas plumas y a ciertos momentos exigidos por la situación histórico-social. Concuerda con el amor a la libertad personal, imaginativa y de pensamiento. Sin pretender elevarlos a muestra de una orientación permanente, transcribo los siguientes versos de Liu Ch’eng, poeta de la dinastía Ming, vigente entre mediados del siglo XIV y  mediados del XVII:

No paséis a la otra orilla, / que al norte del río hay bandidos. / Muchos bandidos, pase, / pero ¿qué hacer cuando son muchos / soldados?

De la poesía japonesa, Mora resalta la brevedad del haiku (tres versos de cinco, siete y cinco “moras” -unidades del peso silábico, es decir de duración de los segmentos fonológicos de la sílaba; valgan la dubitativa explicación y la coincidencia con el nombre del expositor-, que suelen sustituir por versos las traducciones al castellano). Alude a la de la tanka, apenas mayor, dos versos adicionales… Reconoce la dificultad de trasladar las diecisiete sílabas del original al idioma de Quevedo. El autor de nuestra lengua ha de conformarse con una aproximación metafórica a la forma y una más honda, así sea limitada, a la esencia de la composición exótica. Entresaco, de los párrafos de Mora, una cita de Benjamín Carrión. Alumbra por aproximación lo que serían los haikus: “…destellos de luz que llevan un pensamiento profundo, casi siempre. Y realizan un milagro… Solo el resplandor: de un disparo de arma de fuego”. Modifiquemos lo de “resplandor”: iluminación, revelación, una revelación fugaz. Nace y muere instantáneamente, pero deja entreabierta una puerta destinada a no cerrarse del todo. 

Tanto la lírica china como la japonesa han incidido sobre la imaginación de los poetas de lenguas romances y las demás occidentales. El discurso de Eduardo menciona algunos nombres de latinoamericanos: Lugones, Borges, Paz, García Saraví. Agregaré por ahora los de dos franceses, Víctor Segalen, médico, etnógrafo y poeta, autor de unas “Estelas”, evocaciones de la imagen visual de las lápidas de piedra de china y de sus textos, no sé si epitafios, y el de Paul Claudel, cuyas concisas y levísimas “Cien frases para abanicos”, revelan un costado del autor muy diferente al de las “Cinco grandes odas” o al de las confidencias femeninas entrañables, estremecidas o consoladoras, de la “Cantata a tres voces”. Las “frases” reviven impresiones personales del Japón; incluyen, supongo, algunas transcripciones retocadas, la alusión a una caligrafía. Acogen el espíritu, el sutil deslumbramiento, alma de esta forma. (Abro los ojos y la rosa ha desaparecido. La hemos respirado todaEstoy en negociaciones con la muerte. Peso sus propuestas).

Segalen y Claudel ilustran el diálogo entre culturas, uno que recibe, responde, escoge y enriquece y engendra nuevas manifestaciones líricas sin dejar de pertenecer a una poesía europea y francesa de pupilas y sensibilidades abiertas.

Entendimiento análogo se ha de conceder a los literatos ecuatorianos cuyas páginas -varias de ellas- muestran afinidades con la escritura de latitudes y culturas exógenas.

Rubén Astudillo está a la altura de las voces más poderosas de la lírica ecuatoriana de la segunda mitad del siglo XX. Su poesía, su apariencia de una prosa entrecortada, sin mesura aunque singularmente rítmica, exhibe una tensión intensa entre la desolación y la apropiación sensual, entre la angustia, y el deseo de posesión. Una confesión privada del agnóstico y anarquista, “tengo una gran necesidad de Dios”, desnuda una exigencia casi sobrehumana que sus deseos y su agudeza no alcanzaron a satisfacer.

Uno de sus temas, el tiempo irreversible, glorioso a la vez, morada de la conciencia de “ser en el mundo”, y su contracorriente, la memoria, regalan a su aliento una viril y a ratos dolorosa melancolía; así mismo, su inclinación a la rebeldía. Su comunión afectiva con la China, asentada sobre su oficio diplomático, sus lecturas y un afecto íntimo, se desvela en su libro “Celebración de los instantes”. Recrea el país hospitalario a la medida de sus rincones y de su enormidad, también a la de su sensibilidad de creador. No faltan los momentos de rememoración y hasta de emocionada comparación de la ajena e irreductible conquista con la tierra natal, un punto, una hilacha ecuatoriana, azuayo. Otro de sus poemarios, “Regreso al sol negro”, particularmente dos textos amparados dos veces bajo ese título englobante, “Regreso a la montaña dorada” y “Elegía y celebración de la casa tomada” habrían sido enviados, según asevera Walter Franco, sensato compañero del anarquista, desde la China. El dominio del “Regreso” es la recuperación del pasado ecuatorial y serrano, de la niñez. La apropiación resulta poco convencional, se identifica con las lecturas tempranas. Van de las novelas de aventuras (“Los tres mosqueteros” volumen de especial predilección) a más serias concepciones del género narrativo (las firman Hugo, Mann, Melville, Flaubert, el abate Prévost, Dostoyevski, autores admirados, modeladores de inolvidables personajes), la casa y los paisajes…

“Celebración de los instantes” se construye en torno a una línea secreta, la de las confidencias a la amada perdida. Abierta o subrepticiamente, la recuperación de los escenarios, las meditaciones sobre el tiempo llevan y traen la evocación femenina o le dedican palabras que no escuchará.

Eduardo Mora aplica su individual clasificación de las características elementales de la poesía china a la lírica del ecuatoriano. Para Astudillo, el “humanismo” se manifiesta como declaración, cargada de tensión, de pasión y de fragilidad, de fidelidad a la vida. El amor a la naturaleza, a través de la interiorizada apropiación del paisaje y la visión simultánea de dos extremos del mundo. Las alusiones descriptivas a ratos recuerdan pinturas orientales planas y coloridas; a ratos, adquieren la profundidad que el contraste de los matices de la luz y de la oscuridad ofrece como gracia rara. No cae Rubén por la pendiente de un didactismo medio ambiental. Lo suyo es una percepción de lo exterior, del espíritu del lugar y del momento, integrada a la de la propia alma, a la interioridad honda de los seres y de los conceptos:

Fulgor vencido por sí mismo / en los desiertos / el tiempo mira su propia / muerte / como / desde el reverso de un / antiguo espejo y / sueña otra vez / con la vida. (Taklimakan: memoria y ensalmo de la muerte)

(Dibujo aquí un paréntesis poco académico: “Menos mal que los ecologistas son biodegradables” rezaba una salida mural irreverente de la época de oro de los graffiti quiteños: la broma es significativa. No solo tacha excesos; también identifica al observador y al observado, la inteligencia con la inocencia. Rememoro otro acierto del ladrillo y el cemento: “No queremos un medio ambiente. Queremos uno entero”. Uno que integre, por tanto, a la planta, al animal, al ser inanimado… y al humano).

Del amor del hombre y la mujer, del amor y el sexo, baste ratificar lo anotado: “Celebración de los instantes” es también un poema amatorio

Queda por comentar la oposición subrayada por Mora, la enemiga dualidad tiranía-libertad. Aceptemos por ahora la liberalidad formal y el impenitente personalismo de la lírica de Rubén Astudillo, sin entrar a desbrozar el bosque de la evolución ideológica del anarquista, que habrá marcado por fuerza los renglones de su poesía tardía.  

El viajero se apropia además, a su guisa, de retazos del pensamiento y de la idiosincrasia orientales. El renacimiento, dice, exige la muerte. Roza así el tópico de la resurrección primaveral, lo vivifica con la recuperación memoriosa.

La sensualidad lúcida de Astudillo lo conduce a la reflexión. La naturaleza se vuelve para él personaje y metáfora, metáfora de sí misma reflejada por el ojo, grabada por la intencionalidad de la pluma. Su capacidad evocativa sitúa, por ejemplo, a la luna visible sobre dos hemisferios y dos horas yuxtapuestas. Duplica la realidad astral. Mejor, su contemplación. La admirará a la vez desde el Azuay de su pasado y del periplo extranjero de su presente.

Me aparto un instante de la observación del poeta escogido por el discurso de Mora. He puesto el acento en la obra de los ecuatorianos, aclarada por el nuevo académico de número con una luz lateral y cosmopolita. Eludo los riesgos de adentrarme por caminos nunca hollados, de confundir las estrellas con linternas de papel, celdas encendidas colmadas de luciérnagas revoloteantes. No me complace ignorar al autor de la charla que provoca mi respuesta. ¿Presentan rezagos del quehacer literario del Asia los versos de Eduardo Mora? No soy quien ha de decidirlo. Copio dos versos suyos, únicamente dos. Roban la translúcida neblina de algún esbozo pictórico oriental. Valen, aislados, por un poema:

Soy un punto pequeño frente al mar gigantesco. / Y ambos somos misterios. (Salmos del mar, 1)

 

Carrera Andrade identifica con taciturna objetividad su poesía breve, sus “Microgramas” y sus “Quipos”. Calla las eventuales influencias foráneas, contrariamente a Dávila Andrade que, en su “Historia de Basho”, no precisamente un poema-minuto, toma seriamente la revelación implícita de la poesía japonesa y cita al lírico nipón al redactar su variante. Transcribo la traducción de la inspiración original, consignada por Carrera en su ensayo “Origen y porvenir del micrograma”:

A la fuente vieja / salta veloz la rana / y el agua suena.

El poema de Dávila Andrade amplifica el haiku, hacia el final, con una severa generosidad que no traiciona la esencia del punto de partida:

Mil años esperándolo a él solo / una rana cargada / de huevos de color perla de lodo / estaba allí / detrás / a orillas de una charca / esperando / que el soplo del macho empujara la carga encantada. / Y saltó / y hubo ruido de agua y fue suficiente / y él oyó la armadura toda del Oído del Agua / la forma sucesiva y la abrupta / y la entrada pura del charco de agujas / en el agua de vida / que ya estaba en él.

El gran cuencano ha requerido de una paráfrasis, de una explicación que explicita sin realmente explicar, la ingravidez de la iluminación de Basho. ¿Qué prodigo mantiene el doble temblor de la fugacidad de la experiencia y de la eternidad estática del descubrimiento espiritual? Prescindamos del número de sílabas y versos para privilegiar la urgencia vital de las palabras.

Carrera Andrade define, con reticencia, los “Microgramas” de 1926 por sus intenciones. Una sencilla página los precede: carece de alusión al ejemplo japonés, a los precedentes españoles (hablará con relativa abundancia de ellos a lo largo del ensayo mencionado). Apunta al contenido, a la miniatura, a la naturaleza que la determina: “En ese breve universo animado, que me rodeó desde niño, pude señalar mis amistades preferidas y entregarme a una especie de juego cósmico e intrascendental, aunque significativo”.

Inicia su exposición en torno al micrograma declinando la condición de inventor de la condensación del mensaje, reconociéndole a la vez el prestigio de una tradición. Recorre las letras españolas, de Göngora a Manuel y Antonio Machado, Jorge Guillén, Ángel Lázaro, Juan José Domenchina y García Lorca. Hojea las francesas (Philippe Soupault, Paul Éluard, León Paul-Fargue, Blaiuse Cendrars, Cocteau…. Ya he tocado la faceta sintética del caudaloso Claudel). Informa del Haiku o Haikai y de su marca en la América Hispana (Gutiérrez Nájera, Tablada, los autores registrados por Eduardo…) Lo acepta como un pariente oriental del micrograma. Nada apunta acerca de lo que quizás haya aprendido de él. Con términos dignos de su oficio de poeta, propone una definición, ajustándole por base las de los autores japoneses: “El haikai… es un poema breve de diecisiete sílabas distribuidas en tres líneas de ese modo: cinco, siete y cinco… En tan estrecho espacio parece empeño imposible encerrar los grandes movimientos del universo. Mas, por una especie de trabajo mágico, el poeta consigue hacer entrar el infinito en esa pequeña prisión, donde caben todas las sorpresas”… Una intuición trascendente, un procedimiento espiritual de aprehensión y apropiación fugaces… Corregiría yo así los términos de la apreciación de Carrera Andrade.   

Los “Quipos” de “Vocación terrena” (1972) al señalar sus orígenes, no proporcionan sino un dato de general aceptación. El mínimo antecedente impreso aclara: “Los quipos eran cordeles de colores con nudos, utilizados por los Incas para consignar la memoria de los sucesos”.  Lo elemental de la definición troca en un haiku en prosa el largo cordel de los quipos o quipus, del que penden hilachas anudadas, de diferentes colores y longitudes, a espacios calculados… ¿Registros contables, inventarios, sistemas de codificación que resumen hechos y memorias, legibles solo por los legendarios letrados textiles, los quipocamayoc o quipucamayos?

He copiado la coda del poema de César Dávila Andrade a guisa de contraste con el arte visual, sensual hasta lo tangible, de Carrera Andrade. Sus “Microgramas” y sus “Quipos” rara vez pretenden alcanzar el deslumbramiento del haiku. Los recibo por trazos pictóricos, por reflejos de un visionario cotidiano que lo transforma todo sin traicionarlo, lo vuelve metáfora, superpone vocablos y realidades, los traslada de una verdad a otra.

Transcribo tres, al azar:

 GRANO DE MAÍZ: Todas las madrugadas / en el buche del gallo / se vuelve cada grano de maíz / una mazorca de cantos. (Microgramas)

 ALFABETO: Los pájaros son / las letras de mano de Dios. (Microgramas)

 Cada día armo mi trampa / de palabras / para la caza / de la presa deseada. (Quipos)

Las recensiones autobiográficas (bibliográficas al fin) del autor andino diferencian las piedrecillas preciosas del Sol Naciente del barrio fértil de nuestro idioma. De la cuna al crepúsculo, Carrera Andrade ha de declararse “hombre planetario”. De allí su falta de inclinación a adscribirse a una escuela o a una hectárea notariada de propiedad terrena. La vocación universal tal vez no impida a la reminiscencia japonesa (¿o a la analogía?) transparentarse a imitación de un capricho ocasional y fulgurante:

MECANOGRAFÍA: Sapo trasnochador, tu diminuta / máquina de escribir / teclea en la hoja en blanco de la luna. (Microgramas) 

La rosa roja / en el tallo florido / es una copa / llena de vino tinto. (Quipos)

Bienvenido, Eduardo Mora a nuestra “inquieta compañía”. (Traigo a colación el título de un curioso libro de relatos fantásticos de Carlos Fuentes).

Gracias a todos.